EL ÚLTIMO EN MORIR

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El lago desapareció de la faz de la tierra. Tanto era el poder que habían acumulado quince brujos experimentados, que logró esparcir el agua con el impacto. Y entonces la ciudad entera enmudeció. Era como si el tiempo se hubiera detenido.

Nada se movía, nada se escuchaba. Incluso el rey y sus soldados contenían el aliento en espera de algo, o más bien; de alguien.

El tenso momento en el que se veían envueltos se rasgó por un grito de dolor. Uno tan terrible que provocó escalofríos a cualquiera que lo hubo escuchado.

-¡Salgan a las puertas y ciérrenlas bien! ¡No permitan que nada ni nadie pase por ellas!-ordenó Rengt.

Los soldados obedecieron su orden y una comitiva se quedó rodeando al soberano, en guardia por si algo sucedía. Pero el ambiente pareció volver a quedarse en completo silencio, a excepción de las respiraciones agitadas de cada uno de los presentes.

Los que yacían afuera comenzaron a sentir miedo. Como si fuese un insecto que les recorría el cuerpo, en busca de sus puntos más débiles para devorarlos. Los primeros hombres que la vieron llegar comprendieron demasiado tarde que ni un ejército entero hubiera podido derrotarla.

Dentro de la Gran Sala los brujos y el rey podían escuchar los aullidos de dolor por parte de los soldados, intensificando el miedo que habían sentido antes. Ahora un terror puro les carcomía el pecho en espera  de lo que sería su muerte. Deseando con todas sus fuerzas que las grandes puertas que los resguardaban fuesen su salvación.

Rengt sabía que iba a morir. Pero en sus últimos minutos de vida algo cambió, ya no sentía aquel pesar que le estrujaba el alma, parecía ser repelido a cada estruendo de una espada caída, a cada momento que Sansce, la furiosa y dolorida joven se acercaba. Volvía a ser más humano y escapaba de aquello que lo aprisionaba.

Entonces las puertas se abrieron y allí apareció Sansce.  Con  el hedor a muerte y sangre manchándole los brazos.

Retrocedió, pero algo le dijo que se quedara. Era tétricamente hermosa, con ésos cabellos que le resbalaban por los hombros y ésa mirada tan azul como el cielo mismo. Sólo que ahora con un brillo de muerte reflejando en ellos. Parecía poseída.

Le pareció lo más hermoso que pudo haber visto antes de morir. Y cuando sólo quedaba vivo él, se echó de rodillas ante ella, no para pedir clemencia, no para rogar por su vida, si no para adorarla.

Lo último que dijo antes de morir fue:

-Eres tú, mi reina. 

Las Hermanas DeltaffDonde viven las historias. Descúbrelo ahora