PUERTO DE LUZA

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Nunca amó a su esposo. Jamás llegó sentir ni un poco de afecto por él, ni siquiera en los mejores tiempos, si es que podía llamar así a la temporada cuando la conoció; joven y bella y sin que él tuviera necesidad de ninguna puta. Eran los tiempos cuando la casaron por conveniencia, aprovechando que aún tenía los senos firmes y las caderas anchas. Pero ni siquiera siendo él un príncipe tan apuesto logró ahogar ésas ganas de matarlo. Ganas que crecieron con los años, cuando después de la luna de miel su interés por la nueva reina fue acabándose y sustituyéndose por prostitutas caras. Ella tenía que soportar el hedor de todas las mujeres que habían pasado por su cama; condesas, sus propias damas de compañía, sirvientas y todo lo que pudiera imaginar. Oler entre la tela de sus cobijas el perfume de tantas desconocidas, y aún así sólo importarle el hecho que quería a su marido muerto. Un hombre tan atroz que comenzó a golpearla por no poderle dar los gemelos que él ansiaba, costumbre infalible de toda su familia...

Al menos hasta hacía un año atrás.

Fueron de aquellas veces furtivas en que él no tenía suficiente tiempo para ir al burdel y ella se encontraba disponible. No la había desnudado, no deseaba tocarla, si no saciar su necesidad. La había sostenido contra el ventanal, alzándole la falda e imaginándose que era cualquier otra mujer. Pero, por algún motivo ocurrió el milagro. Quedó embarazada de gemelos.

Los mismos que sostenía en sus brazos, como si fueran lo único preciado que conservaba. Y en cierto modo era cierto.

Por fin sus deseos se habían cumplido, pero no del modo en que hubiera querido. Su esposo estaba muerto, pero estaba muerto para ser suplantado por una horrible bestia que decía ser Trwet. Ella lo había visto todo y no podía creer lo que ocurría. Había dejado Haew en ése mismo instante para regresar a casa, pero razonó que si lo hacía Trwet terminaría encontrándola, o al menos aquella cosa que decía ser Trwet. Así que al llegar al reino tomó todo lo que pudo y huyó con sus hijos sin darle explicaciones a nadie. Aunque nadie se las pidió, al fin y al cabo era una de las tantas mujeres del monarca.


Ulmina suspiró. Nunca le había gustado demasiado el mar, pero ahora era lo más tranquilizador que podía encontrar. Tomando en cuenta que era el puerto más importante.

El Puerto de Luza.

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La luz iluminaba las calles de Haew como nunca antes. Todo el pueblo era consciente de quien era la nueva residente, y la adoraban. Desde que ella puso un pie en el palacio no había un solo ciudadano que no se agolpara a las puertas del castillo, deseoso de verla. Pero Heinhää la tenía muy retirada de todos los demás, oculta en su recámara. No necesitaba cadenas para mantenerla allí, pero tampoco se confiaba de más. Sabía de antemano que ella estaba a su merced porque así estaba escrito en la profecía. Pero eso no impedía que siguiera consciente de quién era.

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Sato bajó a tierra firme por primera vez en una semana. Se dejó perder en el mar de gente que pululaba por todos lados, y que hacían honor al renombre del Gran Puerto de Luza. Observó el barco a sus espaldas en silencio, calculando su siguiente movimiento.

-¿Quién es el encargado de tu barco muchacho?-inquirió un hombre de barba espesa que cargaba un libro en el cual llevaba el control de la mercancía que entraba al Puerto.

-Yo-respondió secamente Sato. El hombre enarcó una ceja.

-¿Un joven como tú? ¿Cuántos años tienes? ¿Diecinueve? Dudo mucho que seas tú quien comanda esta embarcación-se mofó acariciándose la barba grasienta.

Sato clavó la mirada en él. El hombre rascó nerviosamente las hojas con sus uñas sucias. Ése chico lo estaba poniendo incómodo.

-De acuerdo-cedió-. Si tú eres el dueño de este barco...¿Qué te trae al Puerto?

Sato volvió su mirada hacia el barco de madera.

-Quiero una posada.

"¿Es una broma?" pensó el mercader, pero no lo expresó en voz alta. Aquel niño le estaba poniendo los pelos de punta.

-Aquí en Luza no hay posadas, nadie se queda aquí, son reglas del Puerto. Por algo es la isla del comercio y nada más-explicó con recelo el hombre aún sin saber si Sato se burlaba de él o no-. Lo más cerca a una posada, son los burdeles, pero sólo tienes dos horas. Cuatro contando el hecho de que aún eres joven y vigoroso...

-Isla del comercio...-repitió despacio el muchacho guiando sus ojos hacia su navío-. Entonces quiero venderle mi barco.

El mercader alzó las cejas, sorprendido por la repentina oferta. No confiaba en Sato en absoluto porque inspiraba en él cierto...miedo. Pero se hallaba en la Isla del Comercio e iba a sacarle provecho.

-¿Cuánto quieres?

-Trescientas monedas de plata-soltó Sato. El barco valía al menos cien monedas de oro, pero aprovechó que Sato no era el mejor comerciante para cerrar el trato.

-Hecho-asintió.

-También quiero un lugar donde pasar la noche-insistió el joven. El hombre torció el gesto. Lo que iba a decirle iba en contra de las leyes del Puerto que decían estrictamente que ningún forastero podría quedarse. Pero a él ya le urgía que Sato se fuera y le dejara con su nuevo barco.

Acercándose al muchacho musitó:

-Busca la casa del techo pardo. Tal vez allí podrás alojarte, pero debes irte lo más pronto posible y jurar que no dirás que yo te indiqué el lugar.

Sato tomó la bolsa de monedas y sin contarlas si quiera regresó al barco. Al cabo de unos minutos salieron tras él una jovencita, un muchacho que inspiraba aún más miedo que Sato...y un bulto en las manos.

Estaba cubierto por una sábana y el chico de los ojos dorados lo llevaba al hombro, como si de un costal de papas se tratase, pero el mercader vio claramente cabello balancearse por fuera de la sábana. 

Las Hermanas DeltaffDonde viven las historias. Descúbrelo ahora