Capítulo 2

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Me encontraba en el comedor del internado (donde lo único que nos daba de comer era agua, leche, pan y, con suerte, carne) cuando una mujer pronunció mi nombre por la megafonía.

Sabía lo que tenía que hacer: ir a la entrada del internado. Allí me esperarán varios guardias, que me vigilarían para que no escapase.

Esta vez, la prueba era una vacuna.

Cuando el médico se acercó con ella a la camilla, yo le pegué una patada y comencé a gritar.

La verdad, no sabía por qué lo había hecho si conocía sus consecuencias. Supongo que era mi "instinto".

Médico: Así que eres una chica mala ehhh... ¡ahora tendrás tu merecido!

El se fue y llegó un guarda nuevo, que me dijo que me iba a ir con él. Yo le obedecí, no tenía otro remedio.

Me guío a otra habitación y la pesadilla se volvió a cumplir.

Me desperté. No sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente.

Estaba desnuda en la camilla y tenía el cuerpo lleno de heridas y hematomas.

En ese momento, apareció otro policía, que me ordenó que me vistiera y que me fuera de allí.

Cuando entré en mi habitación, me tumbé en la cama.

No había nadie, así que supuse que ya estarían cenando porque, fuera, era de noche.

De repente, empecé a tener miedo. Era algo que me pasaba muy a menudo, sobre todo, cuando volvía de aquel infierno.

Empecé a temblar y me senté en el suelo, apoyada en la pared, con las piernas pegadas al cuerpo. Para mi, era como una posición de defensa.

En el internado no había espejos, bueno, sólo para las niñas pequeñas, así que llevaba más de dos años sin ver mi cuerpo reflejado en un cristal.

Las chicas ya habían llegado.

Susana: Ehhh enana, ¡que se te ven las bragas! -gritó.

Todas se empezaron a reír de mi. Y es que, con la falda del internado, era imposible que con la postura que había adoptado no se me vieran.

Aquí, no te podías fiar de nadie.

Tanto se hacían tus amigas como te dejaban de lado o le chivaban algo a los médicos de ti.

Había chicas que, para no sufrir los abusos, se convertían en las chivatas que contaban todo a los doctores.

Ya no confiaba en nadie. Hacía un año que había dejado de hacerlo. Había sufrido tanto que, ahora, le tenía pánico a las personas. Si se acercaban demasiado a mí o me tocaban, comenzaba a gritar o pegar patadas. Era algo que ya no podía controlar, porque me salía del interior como si fuera un arma de defensa.

Por eso a nadie le caía bien.

Incluso Olivia, a la que le había tocado ejercer el papel de "madre" de todas nosotras, debido a su edad, me había dejado de lado varias veces.

Pero mañana iba a ser diferente. Lo tenía claro.

¿Puedo confiar en mi ángel de la guarda?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora