El Apocalipsis

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La biblia nos mintió,
y con sus palabras a muchos confundió,
no fueron cuatro jinetes que llegaron a la tierra,
no tenían colores, ni sus potros runas grabadas que infundían desolación,
fueron diez de ellos en total,
que llegaron con sus caballos salvajes de crines largas como cascadas de llanto,
de herraduras solidas que desmenuzaron el empedrado,
de relinchos fuertes,
indomables,
poderosos.
Pero los jinetes que iban montados eran lo peor,
sus ropas oscuras arrancaban el aliento, y
sus miradas sosegaban a los habitantes del mundo donde llegaron.

El primero de ellos llegó como una estrella en la mañana,
o como un sol nocturno,
como aquél cometa que deseas ver pasar,
pero temes cuando hacia ti lo ves bajar,
así llegó el,
su potro era el más fiero, el más grande y esbelto,
y sus ropas las más sucias,
ningún otro jinete mostraba su rostro,
pero él sí lo hizo cuando dentro del pueblo estuvo,
quitando su capucha mostró cuernos manchados de sangre,
sangre que él dijo,
era de un Dios.

Tres jinetes bajaron de sus potros para hincar rodilla en tierra,
en el polvo del suelo que se volvería barro,
ellos bajaron su cabeza en señal de respeto,
cuando el mayor entre ellos empezó a hablar.
Los demás jinetes espolearon sus caballos a rumbos distintos,
las reservas de alimentos del pueblo,
el convento de vírgenes,
la tesorería,
los aposentos de los mayores,
el templo,
la cárcel,
cada uno fue a donde su existencia le llamó,
y al llegar allí, con sus sucias manos el pecado infundió.
En el centro del pueblo,
el gentío seguía presenciando las maravillas que hablaba el jinete mayor,
ningún cual había faltado,
todos reunidos a su alrededor con su oído prestado,
para escuchar al que la desolación y la muerte había llevado.

En ese momento la tierra se preñó de voluntad homicida,
perezosa, codiciosa, glotona, lasciva, envidiosa,
por los horrores que les fueron sembrados.
Los soles se apagaron y murieron,
cayendo como estrellas de desolación,
pero fue por sus propios oídos que el pueblo se contaminó,
y de vanidad, altivez y orgullo su corazón se llenó.
Los jinetes volvieron a reunirse al centro del poblado,

y después cada uno de ellos tomó una esquina.
Los nueve rodearon las afueras del pueblo,
cada cual miraba a su diestra y veía a uno de sus compañeros,
y miraba a su siniestra y también pasaba así,
y en el momento en que el mayor de los habitantes tocó la campana ceremonial,
los jinetes sacaron sus manos de entre sus túnicas,
hicieron crecer sus negruzcas garras,
para luego clavárselas en lo profundo del corazón.
Los visitantes de otro mundo bajaron de sus potros,
y al sacar sus manos de sus corazones,
las enterraron en la tierra,
para después allí cortarlas y que el mal fuera irremediable.

Pero fue el mayor de los jinetes quien permaneció en el centro,
él no cortó su mano ni se la clavó en el corazón,
él era la cabeza,
y de eso tenía que hacerse mención.
Al bajar de su montura, una espada sucia sacó,
en el suelo la clavó y después de que éste se marchitó,
la quebró.
El potro salvaje a su lado relinchó asustando a los presentes,
y echó a correr hacia un lugar desconocido,
pero él quedó allí,
solo, en el medio de todos.
Sus ropajes echó al suelo,
mostrando una coraza radiante que manchada de sangre estaba,
y luego de eso, con resignación se arrodilló,
pegó su frente de la tierra y tomando fuerza,
con sus propias manos, su cabeza arrancó.

En ese justo momento,
los jinetes cayeron heridos,
sabiendo que su propósito estaba hecho.
La tierra envenenada, manchada y adulterada,
y fue allí cuando todos los males corrieron libres como bestias salvajes.
Los habitantes temieron en lo más profundo de sus corazones,
al saber lo que había ocurrido, lo que permitieron,
y lo supieron cuando vieron que el cielo se partió,
como el más frágil cristal se quebrantó,
y de un opaco gris muy oscuro se tornó,
anunciando a cada rincón del mundo,
a cada lengua y nación,
que un terrible mal se liberó,
y la época del apocalipsis comenzó.


La Doctrina de los dioses: Los Herederos del CaosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora