Jade
Miro al techo y espero. Y espero. Y espero. Hasta que por fin suena por toda la casa la alarma que ha programado mi madre. Parecía imposible, pero ya ha llegado el momento.
Recojo la sudadera que tiré ayer por el suelo y me visto con ella. Chandal y deportivas: no podría estar más cómoda para el vuelo de catorce horas que me espera. Me miro unos segundos en el espejo. Luzco unas ojeras enormes, hace días que no duermo. Mi pelo rubio está hecho un desastre pero no me importa lo que debería. Me ofrezco una mirada comprensiva a mí misma, todo va a ir bien..., supongo. Suspiro profundamente y salgo de mi habitación arrastrando la maleta. Una vez me acerco al recibidor, me encuentro con ella. Ahí está mi madre, esperándome de brazos cruzados y dando molestos toquecitos con el pie.
–¿Lo tienes todo?, ¿seguro?
Me sorprende ver que se ha arreglado para la ocasión. Lleva el pelo ligeramente rizado, de forma que le llega por los hombros. Su cara está llena de maquillaje barato y se ha vestido con su mejor ropa: una falda de tubo negra y una camisa gris.
–¿Podrías ser más pesada, mamá?—le ladro poniendo los ojos en blanco. Paso por su lado.
–Solo quiero asegurarme de que estás lista, eso es todo—me arrebata el equipaje y abre la puerta principal.
–No hace falta que te asegures cuarenta veces—replico.
Salimos de nuestra pequeña y austera finca. Miro mi calle, tan vacía como siempre. Un débil viento me mece los mechones de pelo sueltos. Veo el remolino de hojas y basura que siempre se forma después de las tormentas. La corriente arrastra la porquería, y no puedo evitar compararme con ella. Al fin y al cabo, soy de esas personas que pertenecen al rincón de porquería del mundo. Esa pequeña esquina llena de mugre y suciedad, sí; ahí es donde pertenezco. Y no me avergüenzo por ello.
Despertándome de mis pensamientos, oigo el ruido del motor en marcha de la camioneta. No tardo en colocar mi maleta en la parte trasera. Me subo de copiloto y por fin arrancamos.
–¿Llevas los papeles a mano?
–Que sí...—vuelvo a poner los ojos en blanco.
–Ayer hablé con la señora Harford, dijo que tenía muchas ganas de conocerte.
Me mira durante un instante, esperando a que diga algo. ¿Qué se supone que debería decir? Nunca he hablado con esa señora, no sé por qué tendría que tener ganas de conocerla. Desvío la mirada hacia la ventanilla. Pasamos por las calles de los suburbios más pobres de Melbourne. Mi hogar, a fin de cuentas. El murmullo incesante de mi madre prosigue, es como la música fondo: todos sabemos que está ahí, pero nadie la escucha.
No tardamos en llegar al aeropuerto ya que vivimos bastante cerca. Me bajo de la camioneta de un salto y me quedo mirando unos segundos el edificio que tengo ante mí. En mi vida he salido de Melbourne y no volveré aquí hasta Navidad, me pregunto si lo echaré de menos. <Pues claro que lo echarás de menos, idiota, amas Australia>.
–Bueno..., ya hemos llegado—suspira mi madre, y veo cómo se cruza de brazos. Siempre hace eso—. ¿Estás bien?—cierro los ojos y me contengo para no soltarle ninguna bordez; odio que me pregunte si estoy bien.
–Sí, mamá, estoy bien.
Me dirijo a la parte trasera del coche y saco mi maleta. Miro a mi madre, que tiene la vista fija en el asfalto. Sus ojos se muestran tristes y tiene una mirada devastada. En el fondo me sabe un poco mal dejarla aquí sola, pero fue ella quien decidió apuntarme al proyecto de intercambio internacional; no yo.
–Esto..., adiós—definitivamente se me dan fatal las despedidas.
–Ay, ven aquí, cariño—me estrecha entre sus brazos y yo tengo que obligarme a corresponderla.
–Mamá, estaré bien. Piensa que en menos de tres meses ya nos veremos.
–Lo sé..., es que eres tan mayor... Parece que fue ayer cuando te tenía entre mis brazos.
–Suficiente melancolía por hoy—le digo separándome, y ella se ríe—. Voy a perder el vuelo como no me dé prisa.
–Es verdad. Bueno..., pásatelo bien. Y dale recuerdos a la señora Harford.
–Vale, vale—agarro el asa de mi maleta con fuerza—. Nos vemos, mamá.
–Adiós. ¡No olvides llamarme de vez en cuando!
–Lo haré—le prometo con una sonrisa forzada.
Me meto en el aeropuerto y después de miles de controles, pasillos, carteles, azafatas, pasaportes y maletas, estoy sentada en la butaca del avión al lado de un chico increíblemente gordo que ocupa todo el espacio que hay entre el asiento de enfrente y su cuerpo. No sé cómo me las arreglaré para ir al baño si se duerme. Saco los auriculares de mi bolsillo, lista para pasarme todo el trayecto escuchando música.
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Blanco y Negro
Romance"He tenido la maldita suerte de ganar el sorteo para hacer un intercambio con un instituto privado de Estados Unidos. A pesar de mis constantes quejas, mi madre me ha obligado a irme a vivir allí un curso entero. ¡Un curso entero! Ocho largos meses...