Plomo

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Jade

Hacía más de una semana que no dormía tan bien. Las noches en Melbourne son complicadas, mi barrio no es para nada silencioso y las eternas entradas y salidas de mi madre a la calle no ayudan. Lo primero que veo al abrir los ojos es el techo blanco de mi nueva habitación. La luz se cuela por el hueco entre las cortinas, me pregunto qué hora será. Me giro revolviendo las sábanas y cojo mi teléfono. Las diez. Me levanto sin muchas ganas y me lavo la cara. Abro la puerta, lista para bajar a desayunar. Y, bum, mi maleta. ¡Mi maleta! Ahí está: frente a mi habitación. Intacta. Tan roja y vieja como siempre. Una sonrisa enorme se me dibuja en la cara y no tardo en llevármela para dentro. De momento, lo único que saco es mi neceser para lavarme los dientes.

Unos minutos más tarde ya estoy bajando las escaleras hacia el comedor con un moño recién hecho y los dientes brillantes. No tengo ni idea de a qué hora desayuna la Familia Harford, y espero no llegar muy tarde ni muy temprano. Me alivia ver a Victor sentado en el mismo sitio que ayer, con la cabeza detrás de un enorme periódico y un café caliente a su lado.

–Buenos días—le saludo. Él aparta el periódico de su cara y me sonríe.

–Buenos días, Jade. ¿Has dormido bien?—hace un gesto invitándome a acompañarle.

–Sí, genial. Hacía días que no dormía tan bien—me vuelve a sonreír; este hombre es muy agradable.

–Me alegro. Esta mañana ha llegado tu maleta, la he dejado frente a tu puerta.

–Ya le he visto, muchísimas gracias—le digo de corazón. Lleno mi bol de fruta.

–Ah, y mi asistenta está ahora mismo comprándote ropa, seguramente llegará al mediodía—me informa, y le da un sorbo al café.

–Muchísimas gracias. Otra vez—de verdad que no me creo que se puedan permitirse comprar (otra vez) ropa para mí. Además, seguro que todo es de marcas caras.

–Solo queremos que te sientas cómoda—le intenta restar importancia, pero no funciona.

Permanecemos un rato callados. Él sigue leyendo el periódico y yo devoro el desayuno. No sabía que se podían llegar a comer tantas cosas como desayuno. En Melbourne solía comer un bol de cereales —siempre los mismos, claro— y los días que más lo necesitaba una taza de café, pero eso es todo. Hoy, en cambio, he podido disfrutar de unas deliciosas tostadas, zumo de naranja, un huevo duro, fruta, bacon, judías y un surtido de frutos secos. Es tremendamente increíble. Y lo mejor de todo, es real. Victor se excusa diciendo que tiene que trabajar y me deja sola en el comedor. Estoy apunto de terminar de desayunar cuando me doy cuenta de que no tengo ni idea de lo que hacer. Aún falta una semana para empezar el Instituto —el motivo por el cual he viajado hasta Los Ángeles, a fin de cuentas— y no había pensado en nada qué hacer estos días. Se me ocurre que esta mañana podría darme un baño en la piscina y, quién sabe, podría pasar un rato con Charlie. Ayer me cayó estupendamente, y seguro que no está ocupado.

Me levanto cuando ya no queda nada de comida en mi plato y me pregunto si debería llevarlo a la cocina para limpiarlo o al menos dejarlo en el lavavajillas. Decido hacerlo ya que dejarlo todo aquí no me parece bien, pero cuando ya tengo mi plato entre las manos, una mujer robusta aparece y me lo arrebata.

–Ay, cariño, no toques esto, ya lo lavo yo—me dice con voz dulce y acento hispano.

–Ah..., gracias.

–Eres la de intercambio, ¿verdad? La que se suponía que iba a ser un chico—empieza a recoger toda la vajilla de la mesa.

–Eh..., sí, sí. ¿Tú...?, ¿tú quién...?—espero que capte mi pregunta y no me obligue a acabar la frase, me parece un poco raro preguntarle quién es.

–Yo soy la chef, cariño. Les cocino todos los días la comida a los señores Harford. Y también recojo los platos, claro. Jessica, cariño—se presenta con una sonrisa tan dulce como su forma de hablar.

–Jade—la sonrío.

–Entre tú y yo, me alegro de que seas una chica. Derek no es muy hablador, y no quería que viniera otro chico como él—me lo cuenta medio susurrando, y me tengo que esforzar para no echar una carcajada. A mí tampoco es que me cayera muy bien. Hablando de él, me pregunto dónde estará—. Bueno, voy a llevar esto a la cocina—dice mirando toda la vajilla que acaba de recoger—. Pásatelo bien, cariño—me guiña un ojo, recoge los platos y desaparece por una puerta que no había visto antes.

Qué señora más dulce y amable. No me ha gustado mucho que no dejara de llamarme cariño, pero su amabilidad lo ha compensado por completo. Me apunto mentalmente que debo felicitarla por su comida; está increíble. Subo al primer piso y abro la que supongo que es la puerta de mi habitación. Cómo no, me equivoco. Hay tantas puertas que era difícil no equivocarse. Frente a mí tengo un dormitorio de tonos grises y neutros. Se parece mucho al mío —hay exactamente los mismos muebles y en los mismos sitios—, salvo que está lleno de objetos personales. Me llaman la atención un montón de libros en la mesilla de noche y a su lado, una foto de un niño pequeño y rubio con una medalla más grande que él colgada del cuello.

–¿Se puede saber qué estás haciendo en mi habitación?—la inconfundible voz grave del Sr. Golf me sorprende.

Me doy la vuelta inmediatamente y me lo encuentro en el marco de su puerta, con los brazos cruzados y en bañador. Madre mía, hay que ver lo que escondía debajo de ese jersey de lana tan horroroso que vestía ayer. Tiene un cuerpo agradable de ver, siendo sinceros. Además, aún está algo mojado de —supongo que la piscina— y varias gotas le recorren el cuerpo. Su pelo mojado ha pasado de ser castaño claro a oscuro, y lo tiene tirado un poco para atrás. Mis ojos vuelan a los suyos, tan azules que intimidan, y me doy cuenta de que no he dicho nada. <Concéntrate, Jade, que este chico esté para comérselo no significa que no sea un idiota de pies a cabeza>.

–Yo..., eh..., perdona, estaba buscando mi...

–No vuelvas a meterte en mi cuarto—me espeta interrumpiéndome. No podría ser más maleducado.

–No vuelvas a ser tan gilipollas conmigo—le espeto yo. Mejor que no busque guerra. Al menos, no con Jade Bristow.

–¿Disculpa?

–Ya me has oído—y sin más, abandono la estancia para meterme (esta vez sí), en mi dormitorio. Vaya niño mimado más penoso.

Blanco y NegroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora