Capítulo 50

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—Confundida.

—Te ha excitado, Faya.

Cierra los ojos un instante y, cuando vuelve a abrirlos y me mira, le arden.

Su expresión despierta mi lado oscuro, enterrado en lo más hondo de mi vientre: mi libido, despierta domada por él, pero aún insaciable.

—No me mires así —susurra.

Frunzo el ceño.

Dios mío, ¿qué he hecho ahora?

—No llevo condones, Faya, y sabes que estás disgustada. En contra de lo que piensa tu madre de mi y creo también tu padre, no soy ningún degenerado. Entonces, ¿te has sentido confundida?

Me estremezco bajo su intensa mirada.

Confundida por supuesto que no, pero tengo que disfrazar la verdadera sensación.

—No te cuesta nada sincerarte conmigo por escrito. Por e-mail, siempre me dices exactamente lo que sientes. ¿Por qué no puedes hacer eso cara a cara? ¿Tanto te intimido?

Intento quitar una mancha imaginaria de la colcha azul y crema de mi madre.

—Me cautivas, Leandro. Me abrumas. Me siento como Ícaro volando demasiado cerca del sol —le susurro.

Ahoga un jadeo.

—Pues me parece que eso lo has entendido al revés —dice.

—¿El qué?

—Ay, Faya, eres tú la que me ha hechizado. ¿Es que no es obvio?

No, para mí no.

Hechizado.

La diosa que llevo dentro está boquiabierta.

Ni siquiera ella se lo cree.

—Todavía no has respondido a mi pregunta. Mándame un correo, por favor. Pero ahora mismo. Me gustaría dormir un poco. ¿Me puedo quedar?

—¿Quieres quedarte?

No puedo ocultar la ilusión que me hace.

—Querías que viniera.

—No has respondido a mi pregunta.

—Te mandaré un correo —masculla malhumorado.

Poniéndose en pie, se vacía los bolsillos: iPhone, llaves, cartera y dinero.

Por Dios, los hombres llevan un montón de mierda en los bolsillos.

Se quita el reloj, los zapatos, los calcetines, y deja la americana encima de mi silla.

Rodea la cama hasta el otro lado y se mete dentro.

—Túmbate —me ordena.

Me deslizo despacio bajo las sábanas con una mueca de dolor, mirándolo fijamente.

Madre mía, se queda.

Me siento paralizada de gozoso asombro.

Se incorpora sobre un codo, me mira.

—Si vas a llorar, llora delante de mí. Necesito saberlo.

—¿Quieres que llore?

—No en particular. Solo quiero saber cómo te sientes. No quiero que te me escapes entre los dedos. Apaga la luz. Es tarde y los dos tenemos que trabajar mañana.

Ya lo tengo aquí, tan dominante como siempre, pero no me quejo: está en mi cama.

No acabo de entender por qué.

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