Capítulo 47

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Me subo a la cama y me monto a horcajadas encima de él para desabrocharle los vaqueros, deslizando los dedos por debajo de la cinturilla, notando, ¡sí!, su vello púbico.

Cierra los ojos y mueve las caderas.

—Vas a tener que aprender a estarte quieto —lo reprendo, y le tiro del vello.

Se le entrecorta la respiración, y me sonríe.

—Sí, señorita Laur—murmura con los ojos encendidos—. Condón, en el bolsillo —susurra........

Le hurgo en el bolsillo, despacio, observando su rostro mientras voy palpando.

Tiene la boca abierta.

Saco los dos paquetitos con envoltorio de aluminio que encuentro y los dejo en la cama, a la altura de sus caderas.

¡Dos!

Mis dedos ansiosos buscan el botón de la cinturilla y lo desabrocho, después de manosearlo un poco.

Estoy más que excitada.

—Qué ansiosa, señorita Laur—susurra con la voz teñida de complacencia.

Le bajo la cremallera y de pronto me encuentro con el problema de cómo bajarle los pantalones... Mmm.

Me deslizo hasta abajo y tiro.

Apenas se mueven.

Frunzo el ceño.

¿Cómo puede ser tan difícil?

—No puedo estarme quieto si te vas a morder el labio —me advierte, y luego levanta la pelvis de la cama para que pueda bajarle los pantalones y los boxers a la vez, uau... liberarlo.

Tira la ropa al suelo de una patada.

Cielo santo, todo eso para jugar yo solita.

De pronto, es como si fuera Navidad.

—¿Qué vas a hacer ahora? —me dice, todo rastro de diversión ya desaparecido.

Alargo la mano y lo acaricio, observando su expresión mientras lo hago.

Su boca forma una O, e inspira hondo.

Su piel es tan tersa y suave... y recia... mmm, qué deliciosa combinación.

Me inclino hacia delante, el pelo me cae por la cara; y me lo meto en la boca.

Chupo, con fuerza.

Cierra los ojos, sus caderas se agitan debajo de mí.

—Dios, Faya, tranquila —gruñe.

Me siento poderosa; qué sensación tan estimulante, la de provocarlo y probarlo con la boca y la lengua.

Se tensa mientras chupo arriba y abajo, empujándolo hasta el fondo de la garganta, con los labios apretados... una y otra vez.

—Para, Faya, para. No quiero correrme.

Me incorporo, mirándolo extrañada y jadeando como él, pero confundida.

¿No mandaba yo?

La diosa que llevo dentro se siente como si le hubieran quitado el helado de las manos.

—Tu inocencia y tu entusiasmo me desarman —jadea—. Tú, encima... eso es lo que tenemos que hacer.

Ah...

—Toma, pónmelo.

Me pasa un condón.

Maldita sea.

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