Capitulo 22

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Da un sorbo de vino sin quitarme los ojos de encima.

Siento que su mirada me sigue cuando me giro y observo el inmenso salón.

Pero no debería llamarlo «sala».

No es un salón, sino una declaración de principios.

—¿Quieres sentarte?

Asiento con la cabeza.

Me coge de la mano y me lleva al gran sofá de color crema.

Mientras me siento, me asalta la idea de que parezco Tess Durbeyfield observando la nueva casa del notario Alec d'Urberville.

La idea me hace sonreír.

—¿Qué te parece tan divertido?

Está sentado a mi lado, mirándome.

Ha apoyado el codo derecho en el respaldo del sofá, con la mano bajo la barbilla.

—¿Por qué me regalaste precisamente Tess, la de los d'Urberville? —le pregunto.

Leandro me mira fijamente un momento.

Creo que le ha sorprendido mi pregunta.

—Bueno, me dijiste que te gustaba Thomas Hardy.

—¿Solo por eso?

Hasta yo soy consciente de que mi voz suena decepcionada.

Aprieta los labios.

—Me pareció apropiado. Yo podría empujarte a algún ideal imposible, como Angel Clare, o corromperte del todo, como Alec d'Urberville —murmura.

Sus ojos brillan, impenetrables y peligrosos.

—Si solo hay dos posibilidades, elijo la corrupción —susurro mirándole.

Mi subconsciente me observa asombrada.

Leandro se queda boquiabierto.

— Faya, deja de morderte el labio, por favor. Me desconcentras. No sabes lo que dices.

—Por eso estoy aquí.

Frunce el ceño.

—Sí. ¿Me disculpas un momento?

Desaparece por una gran puerta al otro extremo del salón.

A los dos minutos vuelve con unos papeles en las manos.

—Esto es un acuerdo de confidencialidad. —Se encoge de hombros y parece ligeramente incómodo—. Mi abogado ha insistido.

Me lo tiende.

Estoy totalmente perpleja.

—Si eliges la segunda opción, la corrupción, tendrás que firmarlo.

—¿Y si no quiero firmar nada?

—Entonces te quedas con los ideales de Angel Clare, bueno, al menos en la mayor parte del libro.

—¿Qué implica este acuerdo?

—Implica que no puedes contar nada de lo que suceda entre nosotros. Nada a nadie.

Lo observo sin dar crédito.

Mierda.

Tiene que ser malo, malo de verdad, y ahora tengo mucha curiosidad por saber de qué se trata.

—De acuerdo, lo firmaré. Me tiende un bolígrafo.

—¿Ni siquiera vas a leerlo?

—No.

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