Capítulo 162 - Luna de miel

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Capítulo 162

LUNA DE MIEL

Entre el rumor de las olas chocando contra la rompiente, una pareja selló el vínculo de amor a la luz de la luna. Sus cuerpos rodaron en la arena y se establecieron a milímetros de las aguas que empujadas por la brisa rebosaban la orilla. La luz frontal dibujó sus perfiles entremezclados, sus siluetas apretadas una contra la otra. De cuando en cuando se separaban sus bocas y emitían gemidos, declamaban un "te amo", repetido a dos voces, y de nuevo la pieles desnudas se contorneaban en la arena caliente de la playa oscurecida.

Las costas colombianas eran el escenario perfecto de una corta luna de miel. Cartagena y sus cristalinas aguas salobres, sus construcciones antiguas, fortalezas de piedra que amurallaban al casco colonial de la ciudad que se negaba a abandonar su historia, tan larga y digna como la de los amantes en la playa.

Vicente estaba extasiado por haber conquistado su máximo sueño. Tenía a su familia con él, a su bellísima Celeste, criticada y perseguida, pero jamás olvidada. Ni el tiempo ni la muerte fueron causales de olvido. El odio no pudo luchar contra el amor, la muerte no venció en este caso a la vida. Estaban vivos, muy vivos. Un orgasmo se los confirmó con fehaciente claridad. Horas después, en la enorme habitación del hotel cinco estrellas regresaban a la faena de poseerse. Incansables se devoraron en la romántica cama de cuatro pilares con un alto mosquitero, de tul blanco, sobre sábanas blancas, entre las luces de las velas encendidas de los candelabros. Por fin, libres para amarse a plenitud.

La realidad no le era ajena a Vicente, sabía que en la capital su padre continuaba postrado en una cama clínica, que su hermano le cuidaba con fervor, y esperaba su pronta recuperación para hablar los tres de aquella historia que le marchitaba la sonrisa. Pero Augusto Corona no daba muestras de mejoría, era una figura inamovible que requería de una enfermera para asistirle en todo. Incapaz de articular palabra alguna, sus secretos continuaban resguardados en el silencio de su condición. El último regalo seguía siendo un misterio que Braulio se reservó para su regreso del viaje.

-No te inquietes – Le calmó en el aeropuerto – Todo tiene su momento justo. Disfruta del viaje con tu esposa, que bastante que se lo merecen. A tú regreso conversaremos.

-Siempre con tus secretos – Le reprochó Vicente, frunciendo el ceño, claramente enojado.

Se abrazaron y despidieron con cariño, había niños presentes, sus esposas. No era el lugar adecuado para reclamar su regalo sorpresa, la última muestra de absoluta confianza de Braulio hacia su hermano natural. Le vio alejarse con resignación. Tarde o temprano sucedería, el diario de Augusto Corona era la prueba de su inocencia y su culpabilidad, todo al mismo tiempo. Mientras tanto la incertidumbre estuvo allí, en cada minuto de los días que duró la luna de miel.

-¿A que le temes? – Inquirió curiosa, más relajada que su esposo. Celeste fue el ancla que mantuvo firme la cordura de Vicente – Somos libres, amor – Le recordaba apoyándose en la espalda desnuda del venezolano en el calor de las tardes, durante las puestas de sol, frente a la playa.

-No, todavía – Renegaba – Cuando sepa la verdad. Solo entonces considerare que soy un hombre sin ataduras.

-Son los pecados de tú padre, no te toca cargar con su cruz.

-Puede ser – Apoyaba su teoría, a medias – Pero de cuantos pecados estamos hablando y a quienes afectó es una incógnita. Nunca podré decir en voz alta que soy un Corona. Nunca...

Era cierto, para salvar la moral del apellido Corona estaba condenado a ser un secreto, a menos que sostuviera la historia de su parentesco con el difunto Edgardo. Otra mentira.

-Quizás el regalo de Braulio sea tu libertad total, esa verdad que reclamas en tus sueños – Vicente vio con escepticismo a Celeste. Ella le sonrió de manera picara y sin mediar palabras adicionales se levantó de la arena y tomándolo de la mano, arrastró a Vicente al mar.

Por más hermoso que fuera el viaje, Vicente contó los días para el regreso. Su mente dividida siempre maquinó diferentes hipótesis, todas completos desastres. En los recorridos turísticos por los castillos antiguos, por las plazas de la Cartagena antigua y la nueva, sobre los carruajes, debajo de la torre del reloj, mientras se abrazaba a la obra de Botero, o simplemente se posaba a descansar en una silla de extensión, en la piscina del hotel, siempre. Su animó mejoró el último día, conversando con Diego, a quien la supervisión constante de Braulio y Evelyn tenía atosigado.

-¿Compraron regalos? – Indagó el niño.

-Quizás...

-¡¡¡¡oh, por favorrrr!!!! Secretos... ¡Estoy harto de los secretos! – Se quejó Diego, sin sospechar que Vicente le entendía y le apoyaba la queja en lo más profundo de su ser.

-Ya falta poco, Diego. Esta tortura se acaba hoy...- Al lado de Vicente, una enojada Celeste le daba con su sombrero de mimbre, ala ancha - ¡Auch! – No dije tortura, quise decir viaje – su reacción fue reír, tomarlo como un juego inocente, pero ya no aguantaba la espera.

Durante el viaje, ya en el avión, Vicente se comprometió consigo mismo, era su manera intima de alcanzar la tan ansiada paz – No voy a odiarte, Augusto Corona, sea lo que sea que hayas hecho, ya la vida se está encargando de hacerte pagar todas las cuentas – Su proclamación interna le permitió dormir como un bebe, y su querida Celeste solo vio la tranquilidad de su gesto calmado.

ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE (TERCERA PARTE)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora