Vinte e Oito

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«He pasado años hablando de mis sueños, de ser arquitecta, de viajar por el mundo, de tener una casa, de comprarme un auto, de casarme y tener mi propia familia. Siempre decía: un día cuando tenga todo, un día me sentaré y diré: "Lo he logrado". Mil gracias a mi mujer y al resto de mi familia por su firme creencia de que ese día llegaría, aunque no tuvieran una sola prueba que lo respaldara.

Esta historia no empezaría con esos sueños de niña, y no tendrían sentido si mi amada esposa no estuviera a mi lado en este día tan especial. Me siento increíblemente afortunada, no me imagino ningún otro lugar, más que solo a su lado... ».

Beck despertó de golpe. Aturdida, se quedó quieta en la cama con el corazón palpitante, tratando de aferras los hilos sueltos del sueño y, al mismo tiempo, intentando volver a la realidad. Vio una silueta oscura agazapada en la silla del rincón del dormitorio y dio respingo. Se apoyó sobre el codo, contuvo la respiración y miró en esa dirección intentando enfocarla con claridad.

Cuando sus ojos se adaptaron a la luz del tenue amanecer, soltó el aire que retenía en los pulmones.

«Idiota», murmuró, enfadada consigo misma.

La noche anterior había llegado agotada y había tirado la ropa encima de una silla que tenían en la habitación. De cualquier manera, se había dejado caer en la cama. No era propio de ella ser tan desordenada. El reloj de la mesita marcaba las cinco y media. Aún hacía frio, pero ella tenía un calor extraño. Se volvió de cara a la luz que se colaba por la ventana.

Se levantó, fue a la ventana y movió las cortinas, con la esperanza de que entrara algo de brisa y refrescara su cuerpo desnudo. Pero afuera no corría ni un soplo de aire. Posó la mirada en la copa del árbol de aceituna, se movía un poco, pero no lo suficiente.

Para Beck, los mortecinos rayos de sol le parecían agobiantes. El paisaje no le parecía hermoso, aun cuando el resplandor daba colores entre rosado y amarillentos. La copa estaba bañada de luz y el tronco se escondía en sombras, mientras que las ramas extendidas imploraban un poco de aire vital y se diría que las hojas boqueaban por respirar.

Se puso una camiseta ancha y se dirigió a la cocina. Sacó una botella de agua de la nevera, se sirvió un vaso, se lo bebió ansiosa. Algunas gotas se derramaron y relucieron sobre la barra de acero inoxidable de la cocina. Las secó con un trapo de blanco limpio y después se sentó en uno de los taburetes con respaldo que había junto a la barra. Se sirvió otro vaso de agua.

La había despertado el mismo sueño de siempre, ése en el que se hallaba dando un discurso. Junto a una mujer que no era Len, con personas que ni si quiera conocía. Desconocida y abrumada, Beck intentaba encontrar una salida. La buscaba desesperadamente, tanteando las paredes de la habitación, pero al final el pánico le ganaba. En ese momento se despertaba.

Rebecca suspiró y se puso un paño mojado en el cuello. De pequeña solía tener un sueño parecido. Entonces era compresible, pensó, pero ahora ya no. Era la típica pesadilla de una niña pequeña.

Desde que Len se encontraba en casa de Andrea, Beck no había dejado de sentir nerviosa y estresada. Al enterarse de que su esposa estaba bien, pensó en sus pesadillas terminarían. Pero, en realidad, fue como si se abriese una habitación de su mente que estaba cerrada y la cómoda capa de polvo que cubría todos esos miedos se despertaran.

Durante el día era capaz de bloquear esos pensamientos con cierta facilidad, pero al parecer se negaban a ser ignorados y se habían transformado en una pesadilla que invadía sus sueños noche tras noche.

Quizás empezaba a ser hora de tomarse unas vacaciones, pensó. Su vida se había vuelto algo monótona, tanto que no se había dado cuenta que su matrimonio estaba atravesando el peor de los momentos.

IncertidumbreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora