A lo largo de dos años, Abigail se había permitido pensar de vez en cuando en el episodio del viejo huerto de la casa de los Lardé Arthés y revivir aquel primer beso de Rebecca y algunas de las cosas que vinieron después. Pero casi siempre era en sueños. No solía pensar nunca en la mañana siguiente, cuando se despertó llorando, aterrorizada. Esa era una evocación en extremo dolorosa. El recuerdo de esa traición solo la visitaba en sus pesadillas, demasiado a menudo para su gusto. Y también era la causa de que nuca hubiera tratado de ponerse en contacto con ella.
Tal vez su primer encuentro cercano con Rebecca no había sido más que un sueño. Tal vez se había enamorado de su aspecto y se había imaginado los acontecimientos que siguieron a la partida de la firma. Tal vez se había quedado dormida sola en el huerto y todo había sido la ilusión solitaria y desesperada de una mujer, que nunca había sentido nada.
Era posible.
Lo único que Abigail tenía que hacer era olvidar, negar, suprimir. Y volvería a ser una persona sin sentimientos no correspondidos. Pero ella era demasiado fuerte para rendirse. No había querido caer en la tentación, sobre un hecho del que se sentía un poco avergonzada. Y tampoco había querido obligarla a reconocerla ni a reconocer que habían pasado una noche juntas, ya que tenía un corazón gentil y no le gustaba (gustaría) forzar a nadie a nada. Ni si quiera sí de eso dependía su felicidad.
Remembró entonces cuando vio la confusión en el rostro de Beck mientras estaban en la fiesta de aniversario del estudio, que se dio cuenta que su mente no le permitía recordar. Abigail se arrepintió abruptamente al haber sacado a colación el tema. Le preocupa lo que un súbito reconocimiento podía provocar en Beck y el temor a que su cerebro estallara como un bidón de gas.
Abigail era una buena persona. Y a veces la bondad no cuenta todo lo que sabe. A veces, la bondad espera el momento adecuado y aguanta como puede hasta entonces.
La arquitecta Henríquez no era la mujer de la que se había enamorado en el huerto. Era fácil darse cuenta de que a la Arquitecta le pasaba algo. No era solo que fuera una persona sombría o deprimida; era un ser perturbado. A Abigail, familiarizada con el alcoholismo de su madre, le preocupaba que tuviera problemas con la bebida.
Habría hecho cualquier cosa por Rebecca, la mujer con la que había pasado una noche en el bosque, si ella le hubiera dado el más mínimo indicio de que la quería. Habría descendido a los infiernos y lo hubiera buscado por todos los círculos del purgatorio hasta encontrarla. Había atravesado con ella las puertas y la habría traído de vuelta, arrastrándola. Si Rebecca hubiera sido Frodo, Abigail habría sido su Sam y la habría seguido hasta las entrañas del Monte del Destino.
Pero la Arquitecta ya no era su Rebecca. Ese ser estaba muerto. Había desaparecido dejando atrás de sí solo vestigios en el cuerpo de un clon torturado y cruel. Rebecca había estado a punto de romperle el corazón una vez y Abigail no iba permitir que volviera hacerlo.
***
Abigail se acercó a las escaleras del exterior, la puerta trasera estaba abierta y vio que había alguien sentado en los últimos escalones de porche. La casa de los Lardé Arthés tenía ese semblante de cabaña con notable inspiración al estilo Tudor.
La persona en cuestión tenía una abundante mata de pelo castaño, que brillaba a luz del atardecer. Sentado distraídamente llevó una botella de cerveza a los labios. No reconoció quien era y tampoco estaba dispuesta hacerlo. Con un leve pasa hacía atrás regresaría a la fiesta, pero el sonido al crujir la madera hizo que el individuó diera la vuelta con la cabeza.
La mujer era bella y sin pensarlo dos veces, salió de la casa y se sentó cerca de ella, en una tumbona de jardín, abrazándose las rodillas y apoyando la barbilla en ellas.
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Incertidumbre
RomanceSu matrimonio se desmorona apedazos. Tal vez era necesario dejar el orgullo a un lado. De su amor sólo quedó humo: una nueva existencia para una vida de eterna ceniza.