Quarenta e Três

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Abrazar, ceñir con los brazos. Estrechar entre los brazos en señal de cariño. Rodear, ceñir.

Beck se encontró pensando en lo vulnerable que se veía Abigail ese día. No había hablado con ella desde aquella fatídica noche, cuando le dijo que sería la ultima vez que se verían. Nunca borró su número, lo conservaba como el opio a un adicto. Masoquismo placentero.

Rebecca se fijó en el agua que no dejaba de gotear de su cuerpo. Luego en la ropa que estaba empapada. Y finalmente en lo que había debajo de la ropa... y que el frío hacía destacar. Con voz ronca, le sugirió que se secara antes de preparar el té.

Abigail agachó la cabeza, avergonzada. Ruborizándose, se metió en el baño. Poco después, salió con una toalla lila sobre los hombros, sin quitarse la ropa y una segunda tolla en la mano. Al parecer, iba a agacharse para secar el charco de agua que había dejado, pero Beck se lo impidió.

-Permíteme hacerlo a mí – dijo -. Usted vaya a ponerse ropa seca antes de que pille una pulmonía.

-Y me muera – añadió ella con un susurro, mientras se dirigía al armario, con cuidado de no tropezar con las cosas esparcidas en el suelo. Como dos maletas que estaban en la habitación.

Rebecca se preguntó brevemente por qué no habría deshecho aún del equipaje, pero en seguida se olvidó del tema. Frunció el cejo mientras limpiaba el agua del suelo de madera lleno de arañazos. Al acabar, se fijó en las paredes. Llegó a la conclusión de que en algún momento deberían ser blancas.

Vio una hilera de macetas con plantas medicinales que adoraban la ventana, juntos a un esqueje de hierbabuena, que trataba de convertirse en planta adulta. Se fijó también en que las cortinas eran bonitas. Lisas, del mismo tono de lila que la colcha y los cojines. Y en la librera había muchos libros, tanto en inglés como en italiano, aunque al ver los títulos no quedó demasiado impresionada con su colección de aficionada. En resumen, el apartamento era viejo, algo diminuto.

Abigail volvió a aparecer con lo que parecía ropa de deporte, una camisa negra con capucha y pantalones color gris. Se había recogido su hermoso cabello en lo alto de la cabeza con una pinza. Pero incluso vestida seguía siendo atractiva. Demasiado atractiva, como una Venus de Milo.

-Tengo té negro o té de cúrcuma. – Le ofreció ella por encima del hombro.

Beck la observó y negó con la cabeza totalmente. Era evidente que no era una persona orgullosa ni arrogante y eso estaba bien. Pero le dolía verla, demasiado.

-Té de cúrcuma está bien. ¿Por qué vive aquí?

Abigail se incorporó bruscamente en respuesta a la dureza de su tono de voz. Luego le dio la espalda, mientras sacaba del fuego la gran tetera marrón y dos tazas de té sorprendentemente bonitas con platos a juego.

-Es una calle tranquila en un lugar tranquilo. No tengo carro, así que busqué un sitio cercano a la oficina.

Dejó las elegantes tazas de té en la mesa sin mirarla y volvió a la cocina.

-Bueno, no lo sabía.

Abigail la ignoró mientras añadía varias de cucharadas de té a la tetera. Beck se sintió cohibida. Abigail dejó la tetera y un pequeño colador de plata en la mesa y sentándose, empezó a mover la diminuta cuchara en la taza.

-Obviamente no iba a saber. – añadió mordazmente, tratando de sonar despreocupada, pero sin lograr disimular el temblor de su voz.

-No quise que sonar así... yo.

La arquitecta la miró un rato hasta que, por fin, la vio. Y mientras contemplaba la expresión torturada que nublaba sus preciosos rasgos, se dio cuenta de que ella, Rebecca Henríquez, era una egocéntrica desconsiderada. Acaba de avergonzarle e incomodarle injustamente. Ella no tenía derecho de criticarle o reclamarle algo. La había invitado a su casa, una casa que ella se había esforzado para que resultara acogedora. No tenía derecho, era una desconsiderada.

-Dis... discúlpame – dijo entrecortadamente. – No sé qué me pasa. – Se excusó, cerrando los ojos y frotándoselos con los nudillos.

-¿Cómo esta tu esposa? – replicó Abigail con una voz sorprendentemente compresiva.

Un resorte se disparó en la mente de Beck.

-No debería estar aquí – dijo, levantándose rápidamente. - Tengo que irme.

Abigail la siguió hasta la puerta de la calle y le dio su paraguas. Luego se quedó ruborizada, mirando cualquier punto menos a ella, esperando que se fuera. Se arrepentía de haberle enseñado su casa. Era obvio que aún era incomodo para las dos.

Beck musitó algo, inclinó la cabeza y se marchó.

Abigail se apoyó en la puerta cerrada y finalmente dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.

«Toc, toc». Sabía quién era, pero no quería abrir.

«Por favor, dioses de los agujeros negros y de las situaciones incomodas, que me deje en paz de una vez». Recitó entre dientes Abigail. Sin embargo, en esa ocasión, su plegaría silenciosas y espontánea no fue escuchada.

«Toc, toc, toc».

Se secó la cara rápidamente y abrió la puerta, pero sólo una rendija.

Beck la miró parpadeando desconcertada, como si le costara entender que ella hubiera estado llorando entre su partida y su regreso. Abigail se aclaró la garganta y se quedó mirando los zapatos deportivos de ella, de cordones, que se movían inquietos.

-¿Cuándo fue la última vez que se comió un buen filete?- Ella se negó con la cabeza. – Bueno, pues esta noche va a comer uno. Me muero de hambre y me va acompañar a cenar.

Abigail se permitió el lujo de esbozar una leve y traviesa sonrisa.

-¿Está segura? Pensaba que esto – dijo, imitando el gesto de la última vez que se vieron- no iba a funcionar.

-Olvídese de eso. Pero... - añadió, mirándola de arriba abajo, deteniéndose quizá un poco más de lo necesario en sus pechos.

Ella bajó la vista hacía su ropa.

-Me cambiara otra vez.

-Sería lo mejor.

Beck se ruborizó por su atrevimiento.

-Es decir... algo bueno... - «Algo que no me tiente». Pensó, pero se reprendió en silencio. - Quiero decir algo menos casual. – dijo, con una discreta sonrisa conciliadora.

Esta vez fue ella quien se la miró de arriba abajo, deteniéndose tal vez un poco más de lo necesario en sus exuberantes pechos.

-De acuerdo. Con una condición.

-No creo que esté en situación de negociar.

-En ese caso, adiós, arquitecta.

-¡Espere! – exclamó ella, metiendo su zapato en la rendija de la puerta, para impedir que la cerrara, son preocuparse si quiera si pudiera dolerle. - ¿De qué se trata?

Ella la miró en silencio unos instantes antes de responderle.

-Dígame una razón por la que debería acompañarle, después de todo lo que me ha dicho y lo que me dijiste...

Beck la observó con los ojos muy abierto antes de volver a ruborizarse.

-Yo... ejem... quiero decir... ejem... podría decir que usted... que yo... - balbuceó.

Abigail alzó una ceja y empezó a cerra la puerta.

-Un momento – dijo ella, aguantando la puerta con la mano para darle un respiro a su pie, que empezaba a doler. – Porque lo que me dijiste la última vez era correcto.

En ese momento, el rostro de Abigail se iluminó con una sonrisa radiante. Iba a tener que asegurarse de que sonriera más a menudo, por razones según Beck, puramente estéticas.

-La esperaré aquí. – No queriendo darle más motivos para que cambiara de idea, cerró la puerta.

Dentro del apartamento, Abigail apretó los párpados y gimió de felicidad.  

IncertidumbreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora