CAPITULO 7

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El cuerpo de Adrianus cayó en el suelo, con sus ojos apagándose a la vida lentamente mientras sentía como la sangre y la vitalidad salían de su cuerpo como si se tratara de una corriente. Tenía miedo, miedo de morir y con ese miedo se fue a la tumba mirando al hombre que lo había usado como trapo de limpieza. Aelius lo había dejado caer, dejando que la espada lo traspasara y simulara aquellos suicidios romanos donde el general que perdía la legión se dejaba caer sobre la espada para lavar la deshora.

—Está hecho—murmuró para sí mismo—, ha terminado.

De manera perfecta sus planes habían ido tal y como los había planeado, solo le quedaba un eslabón y lo pensaba eliminar antes de que pisara Roma y ese era Aurelius. Maldito, había desconfiado de él, se lo había insinuado en su cara y por eso lo habían ensuciado, cualquiera que osara manchar su nombre terminaría muerto. Necesitaba a un hombre para ser acusado por la muerte de Augusto y ese era el Primus Praefectus, no podría continuar con sus planes de convertirse en César si lo hacía asesinando a un hombre como Augusto, un emperador digno y padre de la Roma Imperial. La gente lo amaba demasiado como para ver con buenos ojos a un asesino en el trono.

Recordaba sus ojos antes de morir, el miedo en ellos cuando se lanzó sobre él para robarle el aire, esa había sido su primera gran jugada. Había trabajado para todos, ganado la confianza de los que necesitaba, pero le quedaba una que deseaba más que nada, la de Gia. Cada noche la observaba dormir, que durmiera bajo su mismo techo y a escasa distancia ya era una victoria, pero necesitaba más, la necesitaba a ella, desnuda, en su cama. Necesitaba ganarse su confianza y consumar su matrimonio.

Salió de la habitación dejando a Adrianus en el suelo, arrodillado contra la espalda y con su cabeza cayendo de su cuerpo de manera tétrica mientras el suelo se llenaba de sangre. Al salir, se encontró con los guardias que lo custodiaban.

—El César necesita descansar, déjenlo dormir—mintió—, todos deben irse a apagar el incendio, no dejen que ni un solo romano perezca entre las llamas. Son órdenes mías, desconozco qué ha pasado, pero no deseo que el fuego se extienda y arda la ciudad completa. Que los dioses nos ayuden y provoquen la lluvia.

Que Neptuno (Dios de la lluvia, las nubes y los mares) lo escuche, Primus—dijeron al unísono para luego darle la espalda. Con él controlando la guardia todo saldría conforme al plan. Había actuado secretamente, se había ganado la confianza de la Guardia Pretoriana, diciéndole a Adrianus que para ganar su confianza debía aumentarles el sueldo, hablar por ellos, conseguirles regalías y mejores condiciones de vida le había dado un claro lugar en la cabeza de sus subordinados y poco a poco había ganado terreno, todo esto mientras lo mantenía bajo el mejor resguardo posible, esas habían sido las órdenes que les había dado. Aumentos, pero nadie debía hablar de ello.

El enorme incendio de Roma se extendió rápidamente pero entonces, como si se tratara de un milagro, la lluvia irrumpió con fuerza haciendo que el cielo se iluminará por los rayos dejando caer una estela de agua intensa que ayudó a la guardia que trabajaba de manera incesante sacando a todos de las llamas. Aquello pudo haber sido tomado como un acto de piedad, el único acto de piedad que marcaría la vida de Adrianus, su corta pero manchada vida como emperador, el segundo emperador de Roma.

Gia miraba desde la segunda planta de la villa como el fuego se apagaba, había sido un gran milagro, el miedo se había apoderado de ella al mirar la ciudad arder con tanto ímpetu de manera tan rápida e incontrolable. Había mandado a sus guardias y a los sirvientes de la casa a bajar de Palatino para socorrer a esa gente que, sin duda, allí abajo estaba viviendo un infierno. Seia permanecía a su lado, le ofreció una manta de lana para cubrirla del frío que había traído consigo la lluvia y observó con ella como poco a poco el fuego se mitiga.

ARTS AMATORIA (VOL III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora