ℭ𝔞𝔭𝔦𝔱𝔲𝔩𝔬 𝔏𝔛𝔛ℑ

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𝔎𝔞𝔭𝔦𝔱𝔢𝔩 𝔏𝔛𝔛ℑ: ℜ𝔢𝔦𝔠𝔥𝔰𝔱𝔞𝔤𝔰𝔟𝔯𝔞𝔫𝔡

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La Unión Soviética se encontraba de pie en una sala iluminada por una tenue luz amarilla, observando en silencio la escena que se desarrollaba ante sus ojos de distinto color. En el centro de la habitación había un hombre desesperado, atado a una silla y con los ojos vendados. 

—Net! ¡Por favor, t-tengo una familia! ¡Una niña de siete años! 

A su alrededor, varios soldados del Ejército Rojo esperaban una orden por parte de su líder. 

—¿En serio no vas a confesar?

—¡Pero yo no he hecho nada! ¡Por favor tenga compasión!

El soviético no mostraba ningún tipo de emoción en su rostro mientras observaba la escena, como si estuviera acostumbrado a este tipo de actos crueles y sanguinarios; le habían "interrogado por días enteros", era un sospechoso. El hombre atado a la silla comenzó a sollozar, rogando por su vida, pero los soldados seguían mirando en silencio, sin prestar atención a sus súplicas.

Rodó los ojos y se acercó al mortal, quitándole lo que obstruía su visión, casi encandilado por la falta de luz. El rojo le miró con desprecio, ese hombre era un cobarde, ya se había hecho del baño. 

—Terminen con esto.

Enunció antes de volver a taparle los ojos. El hombre comenzó a llorar y suplicar por su vida cada vez más fuerte. Los soldados, cada uno de ellos, tenía un arma diferente; una hacha, pistola, navaja, sierra. Todas esas opciones que el líder podía elegir, o traer una nueva. 

Mientras se decidía, alguien tocó la puerta gruesa y metálica, interrumpiendo por completo el momento del soviético. Él mismo fue a correr la ventanilla pequeña para ver de quién se trataba, siendo un soldado.

—Camarada, tiene un paquete y le están llamando por teléfono. 

—¿Puede esperar unos cinco minutos?

Preguntó el soviético mientras miraba hacia atrás, dejando a medias su ejecución. 

—Claro que puede, pero no sé si guste hacerlo esperar... El paquete proviene de la República de Weimar. 

De golpe, cerró la ventanilla, le hizo una seña a uno de los soldados, apuntando hacia el hacha, abrió con fuerza la puerta de metal, la azotó y salió a paso rápido de aquella planta de sótano.

Pyotr ya lo esperaba en su oficina con el teléfono sonando y el paquete en el escritorio. Se acercó el soviético, le dio una palmada en el hombro para que se pudiera retirar, y una vez a solas, respondió la llamada:

—Privet? ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

Como fue de esperarse, le respondió una voz que siempre atraía la atención del rojo:

—Ya sabes con quien, Sov. 

Una risa baja se escapó del comunista. 

—Supongo que ya te llegó el paquete ¿verdad? Calculé el tiempo para no tener que escribir una carta adherida.

La Unión Soviética se sentó en la silla y analizó la caja que estaba dedicada hacia él. 

—Oh sí, aquí lo tengo conmigo, ¿qué es? No es mi cumpleaños. 

Escuchó que Alemania suspiró al otro lado de la línea, no podía mantener la fachada misteriosa porque el mayor quería ir directo al grano debido a la intriga. 

Lieber Edelweiß | CountryhumansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora