Acto VIII: El mundo es tuyo

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Matar el tiempo era para Kayt una necesidad. El recorrido del tren parecía ir aún para largo, y solo una aventura concisa podría sacarlo de aquel tedio. El interés por la exploración le había ayudado a mitigar el dolor por la trágica muerte de su maestro Dagro.
Su avance dio paso al siguiente vagón, donde tanto Soka como él pudieron observar a los primeros pasajeros. Aun así, la estancia no era en absoluto de su agrado. Las paredes estaban en mal estado, con abundancia las grietas. Los asientos ni siquiera tenían aspecto de ser demasiado cómodos. Parecía incluso mejor idea sentarse sobre una de aquellas cajas de cargamento.
En el lado izquierdo, una mujer mayor de cabello rubio recogido en un moño y chaqueta rosada (de esas que una persona con los bolsillos a medio vaciar no podía permitirse) protestaba a grito pelado. A los demás pasajeros se los veía irritados, pero no estaban en situación de contraatacar. A personas como esa era mejor aislarlas, en su mundo de filantropía y hedonismo.
—¿Dónde se supone que está mi bolso? —preguntó en un chillido—. ¡Lo dejé aquí, que acabo de llegar del baño y ya no está! ¡Exijo respuestas ahora mismo!
Rápidamente, un empleado se plantó delante suya, absoluto desconocedor del asunto. A la mujer no le quedó otra que explicárselo todo con un elevadísimo tono de voz.
—¿Seguro que no se lo ha dejado debajo del asiento, o en el guardarropa? —preguntó el desconcertado empleado.
—¿Cómo? —la vieja desveló una dentadura reparada por sendas operaciones—. ¿Qué dices? ¡Pues claro que no! ¡Es evidente que me lo han sustraído! ¡Esto es inadmisible!
El empleado, un trabajador inexperto al parecer, se quedó en incómodo silencio. No sabía exactamente cómo reaccionar. Después de que la señora le profiriese tal cantidad de quejas a la cara, su cobardía se había visto acrecentada. Tras sus gafas de sol veía unos ojos que no dejaban de acusarlo.
—Ay, qué incompetentes sois los trabajadores hoy en día... En mis tiempos las cosas no eran así, ya te digo yo que no —la anciana se colocó en mitad del pasillo para que todos los presentes la escucharan—. Atención, pasajeros. Yo soy Daila McVespin, la pasajera número 236 de este tramo. Para seros sincera no me gusta derrochar mi dinero en sandeces, pero, tal y como está la situación, no me queda otra. El que encuentre mi bolso perdido o (como sospecho) robado se llevará una recompensa de nada más y nada menos que cien leurs. Todos los interesados en ganar dinero fácil pueden comenzar ya la búsqueda —explicó la señora, usando un refinado tono de voz.
Una bombilla se iluminó en la cabeza de Kayt. Tenía los bolsillos vacíos, pero la ambición repleta de ilusión.
—¡Esta es nuestra oportunidad para ganar dinero, Soka! —la sujetó por los hombros—. ¡Aceptemos el reto!
Soka asintió con la cabeza, y juntos se dirigieron hacia el siguiente vagón. Al igual que el anterior, era exclusivamente de pasajeros.
Kayt resopló ante la dificultad que se les presentaba. Encontrar el bolso iba a ser toda una epopeya.
—No será fácil dar con él entre tantas personas. Y para colmo, el tren no puede ser más largo. Pero no podemos rendirnos, así que revisemos todo el lugar —el chico se frotó las manos.
La búsqueda comenzó en ese mismo instante. Juntos, comenzaron a rebuscar entre todos y cada uno de los recovecos de aquel vagón. Mas no eran los únicos, ya que al instante apareció una miríada de buscadores ávidos de ganarse aquellos cien leurs. Sus miradas indicaban que no les importaría pisotear al resto por la recompensa.
—Maldita sea, no estamos solos —Kayt los miró de reojo—. Mejor que vayamos al siguiente, porque no parece que esté aquí —indicó un reflexivo Kayt—. Estarán distraídos por un rato. Tendremos ventaja sobre los demás.
Tras eso, Soka lo siguió hasta el vagón posterior. Ocurrió lo mismo en aquel. No lograron encontrar nada, ni siquiera una mísera pista. Además, la competencia se abría ya paso con gran ímpetu. Como no se dieran prisa, todo el esfuerzo se volvería vano.
La mala fortuna se repitió en al menos cinco vagones, hasta que, en uno de ellos, Kayt clavó la inquisitiva mirada sobre un joven de cabeza rapada. Sentado con una postura incómoda, miraba con los nervios a flor de piel a todos aquellos que rebuscaban por doquier. Su descarada angustia no podía ser más sospechosa.
No se cumplieron sus sospechas hasta que no advirtió que ocultaba disimuladamente bajo su cazadora algo de un rosa pastel. El bolso de la vieja Daila, sin duda. Kayt estaba del todo seguro de que aquel joven era el ladrón. Percibía con su poder cómo el miedo recorría cada centímetro de su cuerpo, cómo el sudor se deslizaba despacio por su piel. Su culpabilidad no podía ser más obvia.
Sin rodeos, Kayt se acercó a él y lo apuntó con un dedo acusador. No debió quedar tan bien como cuando lo ideó, pero al menos cumplió su finalidad.
—¡Eres tú el ladrón, lo sé! —profirió—. ¡Entrégame ese bolso ahora mismo si no quieres salir perjudicado!
El joven de ojos verdosos enarcó una ceja.
—¿Acaso un hombre no puede llevar bolso o qué? ¿No te da vergüenza? —le preguntó titubeando el sujeto—. Oh, esto es indignante...
Kayt se llevó una mano a la nuca. Se percató de que necesitaba un urgente lavado de pelo.
—Bueno, yo no he dicho que un hombre no pueda llevar bolso —explicó a todo trapo—. A lo que me refiero es que me parece sospechoso que le haya desaparecido el suyo a una pasajera, y que, casualmente, tú tengas ahí debajo uno que no parece barato. No tienes pinta de que te salga el dinero por las orejas, y aparte se te nota el nerviosismo a la legua. Es muy, pero que muy sospechoso.
—Tengo una explicación. Pero has de mantenerte atento, ¿vale? —le guiñó un ojo—. Verás, el caso es que... —y salió corriendo de allí a toda prisa, empujando al suelo al chico para poder escapar.
El ladrón se colocó como pudo la cazadora de cuero sobre los hombros y corrió a lo largo del vagón. Agarraba el bolso con dedos codiciosos. No podía escapársele, bajo ningún concepto. 
Se posicionó ante la puerta que lo conduciría lejos de allí. No obstante, vio su desgracia brotar cuando la única salida posible se cerró de golpe en sus narices. Soka, la mano en alto, había intervenido.
Sin escapatoria, el joven comenzó a hiperventilar. Trataba de gestar una estrategia, una de esas que siempre salvaban a un hombre audaz de cualquier apuro. Mas no había forma, no en aquella ocasión. Tenía el corazón en un puño. ¿Sería aquel el fin de su gloria?
—¡No me hagas nada, por favor! —exclamó preocupado, los ojos cerrados y las manos por delante del rostro—. Solo soy un hombre humilde, como puedes ver. Me gano la vida de forma poco honrada. Es lo que hay.
Indiferente, Soka le agarró las manos con la fuerza de un adulto y decidió llevarlo de vuelta al vagón donde la señora esperaba. Antes volvió junto a su amo.
—Excelente trabajo, Soka —Kayt se puso de nuevo en pie para acompañarlos—. Ahora, ocupémonos de él —se frotó las manos—. ¡Cien leurs, qué delicia! Nunca he tenido tanto dinero entre mis manos. ¿Y tú, ladronzuelo?
—Ni cien, ni cincuenta —el retenido lo miraba con ojos cansinos—. Fíjate tú, este bolso es de los buenos. Debe valer cinco de los grandes. Si haces que tu amiga me suelte, puedo darte un poco. Te saldrá más rentable.
—No —Kayt ni se dignaba a mirarlo—. Un trabajo honrado me es más satisfactorio.
Completado el trabajo, el empleado condujo al delincuente hasta sus compañeros de trabajo para decidir qué se haría con él. Mientras, la vieja Daila se dispuso a entregar la ansiada recompensa. El dinero, sujeto en un taco por sus dedos arrugados, salió de una cartera del mejor cuero.
—Excelente labor, chavalines. Habéis sido rápidos. Tomad, cincuenta para cada uno —Daila les tendió el dinero—. No os lo gastéis en bobadas.
—Muchas gracias, señora —le agradeció Kayt—. Estos leurs serán bien administrados.
—Eso espero —Daila guardó la cartera de nuevo—. Malgastar el dinero es inadmisible.
La misión acabó por darle hambre a Kayt. Siempre había sido de comer bastante, por lo que solía sentirse hambriento con frecuencia. Para saciar esa necesidad, decidió ir al vagón restaurante e invertir como era debido parte del dinero que le acababa de ser entregado. El lugar, de forma contraria al resto, era precioso, de madera barnizada, muebles antiguos pero bien restaurados y abundancia de luces de verbena.
—Póngame un bocadillo de lomo y pimiento, camarero —pronunció Kayt al sentarse en la barra, ansioso—. Que no se le olvide el tomate.
—¿Y de beber? —le preguntó el camarero de ojos caídos. Limpiaba una copa con un paño.
—Me basta con un vaso de agua —respondió el modesto Kayt.
El camamero asintió.
—Marchando.
De repente, Kayt sintió una presencia familiar. Tal era su deseó de llevarse algo a la boca que pasó completamente desapercibida para él.
—¡Kayt! En las mismas que yo, ¿verdad? —le preguntó la sonriente D'Erso, a dos taburetes de distancia de él.
—Oh, hola, D'Erso. No te había visto —rio entre dientes—. Pues sí, tengo mucha hambre, y aprovechando que Soka y yo hemos ganado cien leurs voy a disfrutar de una buena comida —le explicó. Llevaba días sin comer nada decente, por lo que lo iba a gozar.
—¿Cien leurs? ¡Anda! ¿Cómo ha sido que te los has ganado?
—He impedido el robo de un bolso.
—¿Un robo? —D'Erso formó una O con los labios—. Uau. Enhorabuena.
—Gracias. Supongo.
¿Y Soka no come nada? —le preguntó D'Erso intrigada. La miraba de soslayo.
—Oye, pues no lo tengo claro —Kayt, dos dedos en la barbilla, comenzó a dudar—. Espera, voy mirarlo en el cuaderno... —lo sacó del interior de su túnica—. A ver... Fíjate tú. Los tulpas no necesitan comer ni beber, a menos que hayan sido diseñados para ello. Mejor así, que no estamos para alimentar otra boca.
—Entonces, ¿de dónde sacan las energías?
Kayt volvió a bajar la mirada hacia las ajadas páginas.
—Según esto, de su creador. Vaya. No sé hasta qué punto no me agrada eso —y cerró con delicadeza el cuaderno para volverlo a guardar.
A continuación, D'Erso dejó su vaso de agua sobre la mesa, parpadeó con lentitud y suspiró. Se desplazó hacia la izquierda para estar más cerca de su amigo, ruborizándose.
—Todo ha cambiado tanto en unas pocas horas... Esta sensación es extraña, ¿no crees? Somos fugitivos y nos tienen como a criminales. Siento miedo, pero a la vez noto algo distinto en mi interior. ¿Es eso a lo que llaman libertad? Puede ser —unió las manos sobre el pecho—. Y me complace. Me hace sentir viva.
Las emotivas palabras salidas por la pequeña y dulce boca de D'Erso sorprendieron con creces a Kayt. Comprendió entonces que no pudo haber hecho mejor al rescatar a la pobre joven del malévolo dueño del local. Le fascinó cómo en su voz, tan aguda y deleitosa (debía cantar como los ángeles), había ahora un mayor grado de entusiasmo.
—Esa es la actitud, y te lo digo yo que nunca he sido muy positivo —Kayt le guiñó un ojo—. Es cierto que estamos huyendo de esos Cazadores, que hemos perdido a un líder y amigo, pero aun así sentir el viento fresco de la libertad golpear tu rostro es muy satisfactorio —explicó—. En este mundo cruel, es lo más a lo que se puede aspirar. Al fin y al cabo, ¿no es ser libre la mayor ambición del ser humano?
—Supongo que sí —indicó D'Erso. Una nueva luz resplandecía en ella.
De repente, una curiosidad repentina respecto al pasado de la chica invadió la mente de Kayt. Necesitaba saciar su duda.
—Siento recordártelo, D'Erso, pero... ¿cómo fueron todos aquellos años?
Un suspiro prolongado por su parte.
—Bastante duros, sin duda, como si hubiera vivido en un infierno. Aquel local no dista mucho de ello. Los primeros días no tanto, aunque es cierto que no tenía amigos ni tampoco me dejaban relacionarme con nadie. Me tenían bastante desatendida, cosa que en el fondo era beneficiosa. Fue a los diez años cuando todo cambió para mí. Tuve que ejercer ese despreciable trabajo, porque, si no lo hacía, me entregarían a uno de los socios del jefe y, por lo que había oído, eran gente crudelísima —el rostro de la chiquilla pasó a expresar horror—. El hecho de que tú aparecieses para ayudarme lo cambió todo. Llevamos juntos solo unas horas, pero es como si hubiesen sido días. Te estaré eternamente agradecida por romper mis cadenas, por volver a infundir la alegría en mis venas. Te debo mucho.
Kayt comenzó a sentirse muy bien consigo mismo. Le había ocurrido algunas veces, pero nunca de forma tan intensa. ¿Era eso lo que llamaban ser un héroe?
—No hay de qué, hice lo que mi mente me sugirió —sonrió—. Se ve que acertó. Por algo decía Dagro que siguiera siempre lo que mi mente dictaba. Era un hombre sabio. Pobre de él.
—Se sentirá orgulloso de ti allá donde esté —dijo D'Erso.
Aunque no creía en un destino de ultratumba, Kayt sabía que así sería.
Segundos más tarde, el camarero trajo el deseado alimento que minutos atrás había ordenado el joven. La carna estaba recién cocinada y tenía un exquisito aspecto. El aroma que despedía cautivaría a cualquiera, y más si se encontraba tan muerto de hambre como Kayt.
—Que aproveche —pronunció el camarero mientras colocaba el plato delante del joven. La boca se le hizo agua.
—¡Mmm, qué bien huele! — Kayt levantó sus manos para probar su almuerzo. Lo miraba como un pastor bucólico miraría a su deseada amada, como un dios observaría su creación tras un inhumano esfuerzo. Y, una vez ejecutado el primer mordisco, el resultado fue el mismo. Satisfacción.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora