La sangre llovía sobre el campo de batalla como agua durante un día húmedo de otoño. El humo que manaba tóxico de los cañones de las armas hacía la función de niebla, y los cuerpos ensangrentados de charcos obra de la lluvia acumulada. Todo aquello era lo que Pit presenciaba con horror desde su ubicación. Un paisaje lúgubre y desolado en el que el bien colisionaba brutalmente contra el mal sin detenerse ningún bando a sopesar dilemas morales. Allá donde llevase la vista, la muerte se hacía presente. Nadie escapaba de ella, tan dulce y devastadora al mismo tiempo. Su moneda de pago era la sangre, un caro billete hacia un camino de no retorno.
El captor se encontraba sentado sobre los restos derruidos de la sala carcelaria, ahora condenada al olvido mortal. Su larga labor había sido una completa tortura, pero en lo más hondo de su marchita alma había algo de aprecio hacia Aval. Debía admitir que le había cogido cariño. Aún recordaba como un día cualquiera, cuando cierto grupo procedente del sur del continente llegó a Bastión Gélido, le fue otorgado al fin un trabajo. Llevaba mucho tiempo demandándolo, mas lo que le tocó no era lo que había estado esperando. Ser el cuidador de un prisionero de lo más denostado no era un empleo digno. A Pit no le agradó demasiado la idea, pero aun así asintió y la aceptó. Al joven de nariz pecosa le habían narrado brevemente la historia de Aval y todos los macabros actos ejecutados bajo su mano, y lo que escuchó le dio arcadas. Nunca había tenido demasiadas agallas. No obstante, con el tiempo se acostumbró a su mirada vacía y su inopia, cualidades que, en el fondo, lo volvían un ejemplar curioso. No quería admitirlo, pero había acabado encariñándose con él tras tantos años de cuidado. Que hubiese sido en el pasado un asesino serial era lo de menos. Algo similar le ocurría con el soldado de la barba oxidada, cuya discreta redención había ido presenciando a lo largo de los días. La diferencia radicaba en que no se había ocupado lo suficiente de él como para llegar a comprenderlo.
Desde los sucios escombros, Pit observaba pesarosamente la brutal confrontación. Su posición lo dejaba en evidente riesgo de muerte, mas no parecía preocupado por ello. Después de tantos desastres y perjuicios, era imposible que todo empeorase. Sentía una pena de lo más profunda cada vez que veía a alguien ser liquidado, fuera del bando que fuese. Su intrínseca cobardía le impedía unirse a la lucha. Sabía con certeza que, si lo hacía, no tardaría mucho en acabar ocupando espacio nevado junto a sus compañeros caídos. Fue por eso que decidió permanecer sobre las ruinas del que había sido su segundo hogar, el rostro demasiado desolado como para reaccionar.
Llegó a una decisión, y consistía en que, si las fuerzas enemigas derrotaban a los suyos, se entregaría para morir. Prefería una ejecución rápida e indolora a una huida arriesgada con sufrimiento asegurado de por medio. Suspiró y prosiguió observando el terrible panorama de angostas señales de muerte.
"—Cuánta sangre..."El conflicto no podía continuar más reñido. Al principio, el bando de Nevkoski y Gñ-Okh T'Roth había ido en cabeza, derrotando a sus enemigos velozmente y con admirable destreza. Pero con el paso del tiempo los roles habían dado una vuelta de tuerca hasta que los hombres de Bastión Gélido recuperaron todo el terreno perdido, plantándoles cara con una ejecución bélica más estratégica. Además, debían dar gracias a Koda por lograr que los soldados de la lengua indescifrable retrocedieran debilitados tras su barrido de tropas enemigas. Ante su trompa y sus colmillos, todo escudo se volvía una hoja de papel.
Atentos y analíticos, los férreos defensores de Bastión Gélido aprovecharon el pavor en el cuerpo de sus enemigos para fulminar a gran parte de la primeras filas enemigas. El contraataque, que resultó exitoso, lo determinó todo. Engrandencidos, los soldados gélidos arremetieron valientemente contra los hombres de Nevkoski. Estos, incapaces de cubrirse, fueron reducidos a secciones cercenadas de sangre. No importaba el tamaño ni la fiereza: todos caían por igual. Escudos, corazas, lanzas y mandobles eran quebrados por la osadía defensora del bastión. Incluso las balas parecían haberse potenciado, capaces de atravesar el metal de los cascos y penetrar en los cráneos con eficacia.
Testigo del inevitable avance enemigo, Gñ-Okh T'Roth empezó a comprender que las cosas iban realmente mal para su cada vez más diezmado bando.
—Tenemos que unir la retaguardia al ejército directo —decidió el pétreo líder, preocupado por sus tropas como un padre por sus hijos—. Bastión Gélido está destruyendo nuestras legiones demasiado rápido. Nos está aniquilando. Nunca he visto unos guerreros tan fieros y bien organizados —gruñó—. Si os fijáis, ellos no cuentan siquiera con una retaguardia. Lo dan todo sin rodeos, cada soldado directo al campo. Me temo que necesitamos unirnos también a la causa. Solo así podremos estabilizar el conflicto.
El grandullón de barba pelirroja dio un paso hacia delante, entusiasmado. Había retornado a la retaguardia recientemente, pero no le preocupaba volver a partir testas de dos en dos.
—¡Yo iré! ¡Volverán a sufrir la furia de Dur Dhurk! —tronó—. ¡Se lo merecen!
El titán de cabellos besados por el fuego no tardó en salir corriendo hacia la más intensa pelea. Se abrió de nuevo paso entre sus compañeros, y tan pronto como pudo azotó a uno de sus más próximos enemigos con la porra hasta volver su cabeza una mandíbula ataviada con algo de sangre. Le salpicó el rostro y el torso la sangre del caído, pero eso solo lo motivó aún más.
—¿Y tú, Neive? —preguntó Nevkoski, mirando directo a los ojos de su amante—. ¿Vas a unirte también a nosotros, amor mío? —le lanzó una mirada seductora a su manera—. Sé que sí.
Al oír sus tentadoras palabras, Neive se acercó hacia el jefe lentamente. Con una mano lo rodeó, con la otra acarició su torso cubierto por un manto de tantón. Se alzó sobre sus talones y lo besó en la frente, no sin antes levantarle el flequillo mal peinado.
—Sí, amor —le dijo al fin, todo en la lengua aldeana—. Todos tenemos que prestar nuestra fuerza, solo así venceremos. Y si no volvemos en pie, al menos estaremos juntos en el más allá. Así que, Nevkoski mío, luchemos juntos por nuestro hogar. Seamos uno en esta guerra.
—Así me gusta —Nevkoski le dedicó una sonrisa al mismo tiempo que levantaba su cuchillo ensangrentado con algunas maniobras manuales—. No esperaba menos de ti, mi amor de ojos de miel.
—Está decidido —declaró Roth sin elevar demasiado la voz. Aun así, todas sus fuerzas situadas en la retaguardia captaron el mensaje. Su escuadrón de escoltas golpeó cada lanza contra la nieve, que tembló como temerosa de lo inminente—. Marcharemos todos juntos a la batalla, sin vacilaciones ni retrocesos. Esta vez, nada saldrá mal para nosotros. Sed lo más eficaces posible. Si vuestro destino queda sellado, tratad de llevaros a tantos como podáis antes de desfallecer. Ese es nuestro espíritu.
Acto seguido, toda la retaguardia gritó como si la totalidad de soldados fuera una sola entidad. Las armas fueron levantadas formando un círculo mal trazado que rodeaba al jefe de collar dentado. El cuchillo ya danzaba entre sus dedos.
—Yo me quedaré aquí —decidió Gardon con voz grave y desenfadada, todavía en lo alto del cañón—. Mándale saludos de mi parte a Gorgóntoros, Nevkoski. Dile que jugaremos al Beto cuando todo esto acabe.
—No lo olvidaré —Nevkoski pestañeó de forma grácil, diciendo adiós a su manera a su nada locuaz secuaz.
Justo después, el líder deshizo su habitual sonrisa para darse la vuelta. Marchó a la cabeza de las últimas tropas hacia la más intensa de las batallas que Yettos hubiese conocido en mucho tiempo. Si perecerían o ganarían era algo que solo el destino sabía.
Antes de marchar, el atento Roth, las manos en la espalda, levantó la vista para comentarle algo al gordinflón. Había forjado con él en un corto periodo de tiempo algo que se asimilaba a la amistad, y abandonarlo a su suerte conociendo sus debilidades no le resultaba apetecible. Aun así, confiaba en él.
—Si nuestra contribución no es suficiente y las fuerzas enemigas vuelven a ganar terreno, no dudes en disparar el cañón hacia sus huestes. No solo eliminarías a un pequeño grupo, sino que también distraerías a los de alrededor. Eso nos será de gran ayuda en cualquier momento —le ordenó, señalando a su aparato con un arrugado dedo—. Tengo esperanzas puestas en ti, Gardon.
En ese instante, Gardon comprendió que añoraba aquel líquido alcohólico de dulce toque conocido como hidromiel. Sus labios lo exigían a base de gritos sordos. Ni siquiera estaba en lo que debía estar.
—Ha-haré todo lo que esté en mi mano. Vosotros tan solo volved con vida —Gardon sonrió a pesar de la situación, a sabiendas de que probablemente no volvería a ver jamás a muchos de los que marcharían. Demasiado se había perdido en esa pérfida guerra, y aún más estaba por perderse.
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La Leyenda Perdida I: El Fin Del Camino
AventuraUn mundo desolado por la cruel y mezquina mano del hombre. Un joven atormentado por un arduo pasado en busca de respuestas. Una humanidad afectada por una vertiginosa caída, seguida por un hilo de muerte a la espera de segar almas. Poderes ocultos s...