Acto L: Penitencia de uno mismo

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Una plácida mañana de jueves blanco nació amablemente, y Berillio se despertó antes que nadie en todo el bastión. La noche anterior, con ayuda de sus fieles Daila, Cortijo y Azmor, había extraído de los almacenes todo el material de valor posible. Entre los montones de reliquias abandonadas con el paso del tiempo encontraron joyas en collares, pulseras, anillos, pendientes y demás ornamentos corporales. Además, lograron hallar una gran cantidad de ropa en perfectas condiciones que se vendería como la espuma sobre las mesas de su puesto. También electrodomésticos como microondas, hornillos, cafeteras y demás máquinas prácticas, por no hablar de otros modernos aparatejos que ni siquiera sabían que se encontraban ahí. Aquellos cacharros tenían una larga historia de uso por detrás, perteneciendo la mayoría a modelos obsoletos con escasas mejoras, pero a un buen precio siempre se podría encontrar un comprador.
Así estuvieron durante unas cansinas tres horas, sacando toda clase de objetos varios en cajas de cartón de las profundidades polvorientas. Los conducían después hasta una habitación situada a la vera de la entrada de Bastión Gélido, donde el material aguardaba para la salida matutina de la jornada siguiente. Habían sido ellos cuatro únicamente quienes habían llevado a cabo todo el trabajo, y eso que no eran los más jóvenes ni estaban en muy buena forma. Acabaron la tarea con el sudor desbordando en sus rostros y las rodillas y los codos raspados de haber introducido las extremidades en tantos recovecos en pos de extraer el material cual diamantes de una mina. Los huesos de algunos acabaron crujiendo, especialmente los de Daila, la mayor del grupo.
Pero aquello, aunque no lo pareciera, era tan solo lo más sencillo. Lo siguiente era la venta, que no consistiría únicamente en mover cajas de un lado al otro. Necesitarían algo de ingenio y astucia para conseguir compradores adecuados. Que la gente llegara ansiosa al puesto y se dejase todo lo que llevaba en el bolsillo en sus productos era la única manera de llegar a la meta de beneficios. Pero Azmor lo tenía bien pensado, todo perfectamente planificado en su mente a la espera del día venidero. Nada iba a salir mal mientras él estuviera junto a ellos, lo tenía claro. Era demasiado sagaz como para dar un solo paso en falso. "Siempre que estés en una situación crítica, ya sea psicológica o física, recuerda tu as oculto: la mente", le dijo un sabio hombre de Menta alguna vez, y jamás olvidó sus palabras.
Bastión Gélido era un lugar de lo más práctico, eso no se podía negar. Contaba con toda clase de servicios, y la presencia de vehículos no era una carencia que se necesitase suplir. En el ala izquierda de la estructura había una pequeña cochera que contaba con varios automóviles apretujados. Como el garaje era tan estrecho, era necesario sacar todos los previos al último si se necesitaba usar este. Pero Berillio y compañía se conformaban con el primero. Era de menor calidad que el resto, mas aceptable igualmente. Tenía un buen tamaño, y eso era suficiente para la tarea que necesitaban llevar a cabo.
Una vez abiertas las puertas, procedieron a introducir todo el cargamento en el interior del vehículo. Los adentros del coche rebosaron de material, aunque por buena fortuna todo cupo. Bien abrigados a consecuencia del frío mañanero, Berillio, Daila, Cortijo y Azmor marcharon en el todoterreno en dirección a Ventorr. Para llegar a la gran ciudad de Yettos era necesario atravesar un escabroso camino nevado trazado por los primeros pobladores de Bastión Gélido. Había sido construido años atrás para que los vehículos pudieran llegar hasta otros núcleos urbanos apartados, pero había quedado en un profundo desuso. Por eso la nieve lo invadía, aunque esta no suponía ningún obstáculo para el recio todoterreno.
Berillio ejerció de conductor. No era mucha su experiencia, pero había llegado incluso a domar fieros camiones que podrían a cualquiera contra las cuerdas. Así pues, siguió la ruta indicada sin desvíos hacia la capital de Yettos, la gélida Ventorr. Se solía pensar que la auténtica capital era Darckold, una urbe mayor que la anterior y situada aún más al norte, pero ello era solamente una falacia infundada por aquellos que pensaban que un tamaño superior era indicatorio de supremacía. La capital de Yettos era Ventorr desde su fundación infinidad de años atrás, cuando los mamuts lanudos aún pululaban por las taigas y las tundras. O quizá mucho antes. Quién sabía.
Una vez las ruedas comenzaron a circular sobre las carreteras rocosas y abruptas de Ventorr, Berillio se dirigió hacia el descampado terroso donde el mercadillo era organizado todos los jueves. La nieve del día anterior aún lo invadía, tornándolo todo blanco. Le otorgaba una pureza reconfortante.
Para poder organizar un puesto, lo único que se necesitaba era puntualidad. Si se llegaba a una buena hora se podían encontrar mesas decentes en excelentes posiciones. Y, si la buena fortuna sonreía, incluso se podía llegar a hallar libre una triple mesa. No abundaban, así que solo los más afortunados vendedores podían ocuparlas.
En cambio, si se llegaba a una hora tardía, lo único que se podía aspirar era a comprar algún producto. Las mesas libres desaparecían tan pronto como la espuma al bajar la marea. Los yettianos eran avaros y ladinos, y eso se advertía en cada aspecto de la vida.
Como Berillio y los demás alcanzaron el mercadillo a primera hora de la mañana, se apoderaron de una resistente mesa doble. Colocaron todos los productos sobre la madera antes de que algún taimado comerciante pudiera tenderles una emboscada. La pareja de mesas rebosaba, repleta de material de una punta a a la otra, de arriba abajo y de izquierda a derecha. Por probabilidad, aunque no se comprara todo, teniendo en cuenta la oleada de objetos decentes, debería haber beneficio.
Pasadas unas cuantas horas, la zona comercial comenzó a albergar un alto número de personas con los bolsillos llenos a la espera de gangas y chollos. Como en lugares tan concurridos los ladrones eran abundantes, Cortijo decidió colocarse delante del puesto apoyado sobre una de las altas patas de la mesa. Evitaría así cualquier tipo de hurto, de brazos cruzados y escrutando a cualquier sospechoso.
Mientras el latinko vigilaba, Daila ideaba precios justos para los productos. Por otro lado, Azmor meditaba a un nivel superficial. Pronto haría germinar la estrategia que había preparado. Por último pero no por ello menos importante, Berillio esperaba a los clientes con impaciencia entre la anciana y el maestro mental. Sus ilusiones eran casi infantiles.
Como el gordinflón esperó, la gente se lanzó rápidamente a la compra. El ver a los clientes acercándose con las carteras en mano lo hizo muy feliz. Sin embargo, la actitud que los mismos presentaban le hizo invertir esa jovial sonrisa. Los ventorreños llevaban lo de ser yettianos en la sangre.
—Te doy veinte leurs por este anillo —dijo un señor bigotudo señalando con un dedo a la resplandeciente pieza plateada.
—No, no, no, para nada —Berillio sacudió el índice de lado a lado—. Ese anillo está hecho en parte de plata de ley. No es caro, pero tampoco es barato. El precio que le pongo es de cincuenta leurs, y me estoy arriesgando.
—¿Cincuenta? ¿En serio? Eso no vale tanto —dijo el maleducado comprador, un mentiroso de pura cepa según Berillio—. Puedo darte veinticinco, y demasiado es. Tengo mejores anillos en mi casa.
Pero Berillio no tenía pensado permitir que se saliese con la suya.
—En absoluto voy a permitir un precio tan bajo. Cincuenta he dicho y cincuenta serán. Bueno, te lo dejo en cuarenta y cinco, pero no pienso bajar un solo leur más —frustrado, el gordito apretó las palmas de las manos con fuerza sobre los tablones de la mesa.
—Paso —el hombre dio una vuelta perfecta sobre sí—. No pienso pagar más de veinticinco.
Lo ocurrido decepcionó bastante a Berillio. Sus ánimos cambiaron por completo desde ese mismo instante. Comprendió la verdad del mundo de la compra y venta, de cómo era en realidad la clase de gente que asistía a esos eventos. El montar un puesto en un mercadillo no era como tener una tienda, sino todo lo contrario. Uno se topaba con muchas más decepciones por parte de pérfidos interesados de las que podía pensar. El gentío no parecía capaz de comprender el esfuerzo y la motivación de los vendedores. Aun así, Azmor, ensombrecido tras él, sonreía mientras sus llamativos ojos azules relucían ambiciosos.
—No pierdas la esperanza, Berillio. Yo estoy aquí —le dijo el maestro mental con plena confianza, adelantándose y colocándose a su vera como con interés—. Es fácil influir en las personas, y yo soy experto en eso.
Con Azmor encargándose de las ventas, parecía que las cosas iban a dar una vuelta de tuerca. Su oscuro sombrero desgastado y sus ropajes sombríos le otorgaban una sensación de misterio que atraía intrigados compradores a montones. Sus ojos refulgentes como el mar emitían un destello atrayente a medida que los interesados se iban arrimando más y más al puesto. En unos pocos segundos, una buena parte de los asistentes al mercadillo se encontraban comprando bajo la vigilancia de Azmor. Berillio no tardó en temerse que podría ser todo obra de sus peculiares mancias.
¿Cómo si no hacía para atraer a tantos hacia el puesto? ¿Era simplemente su aspecto, o había algo detrás? Berillio no paraba de cuestionarse el increíble éxito de Azmor, que había comenzado a ganar billetes uno tras otro y no tardó en superar el ciento.
A medida que el puesto se iba abarrotando con mayor abundancia de personas ansiosas, Berillio comprendió qué ocurría exactamente.
Entonces fue cuando lo recordó. Azmor era un excelente manipulador de mentes, un maestro de marionetas en toda regla. Ya lo había visto en acción otras veces, y sabía de lo que era capaz. Berillio había tenido siempre en cuenta que dicha habilidad era de gran utilidad en combate, pero no pensaba que otra clase de aplicaciones pudiesen ser igual de exitosas. Conocedor de la verdad, lo único que hizo fue seguir animando a Azmor para que continuara recibiendo leurs, así hasta que los bolsillos de los cuatro no pudieran más. No era un acto honrado aquel al que apoyaba, pero Berillio estaba dispuesto a mirar hacia otro lado.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora