Acto XXXIX: Levanta y pelea

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La noche más terrible se cernió sobre ellos. Creyeron que la habían visto llegar al ponerse el sol, mas eso solo fue al principio. Nevkoski no se equivocaba al afirmarlo. De hecho, fue también él el primero en percatarse del hecho de que el bando contrario conocía su presencia. Ver caer muerto a su secuaz lo confirmó. Así pues, un alarmado Nevkoski se irguió ante todo su ejército y exclamó:
—¡Gente mía, ellos están aquí! ¡Levantad vuestras armas y luchad! ¡Ya sabéis que hacemos con los cobardes! ¡Congelación no paga traidores!
Y todos, sin excepción, le hicieron caso. Sabían bien qué ocurría con quienes no lo hacían. Se alzaron en ese mismo instante pistolas, rifles, espadas, hachas y toda clase de armas. Unos escudos de roble protegían las filas primeras del aterrado ejército de Nevkoski. Estaban entrenados para no temer, pero a veces el miedo era un enemigo superior. Todo sentimiento solía serlo.
Los soldados de Congelación mantenían las armas altas, pero no atacaban. Lo único que hacían era esperar a la salida de entre las sombras del enemigo. No debían andar muy lejos, y tarde o temprano lo harían. Era evidente para las huestes conquistadoras que, hasta que el enemigo no hiciese su aparición, no podrían contraatacar. De hacerlo por su pronia mano, lo único que conseguirían sería sufrir bajas una y otra vez. Como era obvio, nadie quería eso. Solo unidos y con mente fría resistirían.
Repentinamente, las balas cayeron sobre ellos como lágrimas en la lluvia, aunque lágrimas de plomo y destrucción. El llanto fue letal, tanto que la sangre saltó en su agonía de fuego. Se apretaron gatillos, mas el metal salió despedido hacia rincones desconocidos. La mayoría de los proyectiles se hundió en la madera de las coníferas. No fueron pocos los que murieron sin la más mínima oportunidad de contraatacar. La mayor parte de supervivientes, siguiendo la táctica de Nevkoski, aprovechó el terreno para tomar posiciones seguras y esconderse. No podían desaprovechar un escondite tan ventajoso. Las armas bien sujetas, aguardaban con ansias la llegada de los tiradores.
Nevkoski tenía la desgracia de saber que sus hombres no eran inteligentes como tal. Muchos de ellos ni siquiera sabían leer y escribir, solo repartir golpes. Algo así era útil en campo abierto, pero no en territorio tan hostil. Comprendió que la única solución para bajar los humos de la derrota inicial era colocarse en el centro de ellos, arriesgando en el acto su vida, para dirigirlos con su voz de líder. Su intención consistía en que nadie más muriera de forma inútil, aunque no lo tenía fácil.
—Amigos míos, resistid —pronunció Nevkoski con una voz tan rígida como el mismo hierro. Aferraba su daga como si fuera un dedo más—. Disparad a los árboles con toda vuestra fuerza ígnea. Es allí donde se ocultan, y tendrán que escapar. Ya sabéis: aniquiladlo todo, ¡TODO!
Como era habitual, las palabras de Nevkoski fueron escuchadas. No tuvo que pasar más que un instante para que los desesperados soldados abrieran fuego contra la oscuridad de la noche. No les importaba que no viesen nada, tampoco el hecho de que no tuvieran objetivo. De forma inesperada, funcionó. Aullidos y lamentos retumbaron en la distancia cuando las balas alcanzaron su destino, e incluso algo de sangre saltó hacia ellos. El sonido de derrumbe sobre la nieve era indicatorio de la muerte. Nevkoski, convencido, miró a los suyos. Iban en buen camino. Solo debían resistir un poco más.
—¡Seguid, seguid! ¡No os canséis! —anunció Nevkoski mientras señalaba hacia los árboles. Su sonrisa volvió a emerger como un caracol tras la lluvia.
Los portadores de armas de fuego formaban la primera fila de la horda conquistadora, unos salvajes que preferían barbarie asesina a precisión. No eran personas sensatas, por lo que obedecían todo mandato de Nevkoski sin sopesar las consecuencias. Así pues, no hicieron cesar la impasible tormenta de balas que derrumbó sin esfuerzo la estrategia de los tiradores de Bastión Gélido. Había sido un movimiento arriesgado, pero acertado. Nevkoski era un hombre de gran fortuna.
La segunda fila la conformaban los brutos portadores de armas blancas, quienes, encogidos e incapaces de pronunciar palabra, esperaban la llegada del combate cuerpo a cuerpo para darlo todo. Estaban dispuestos a morir por la causa de su jefe.
Entonces, el bando de Nevkoski vio la luz. Podían ganar, no cabía duda. No estaban perdidos como creían. El plan inicial no había sido del todo un fracaso, solo había que actuar y pensar rápido para compensar sus muchas deficiencias. Y esa era precisamente la tarea de Nevkoski. El jefe era el cerebro de las huestes, uno de los pocos hombres verdaderamente racionales de Congelación. Sin él, el cuerpo se desmoronaría.
Nevkoski sonrió como solo él sabía. Tenía muy en cuenta lo bien que lo estaba haciendo. Se consideraba todo un estratega, un genio en las batallas. Aunque los suyos fallaran, su infinito ingenio siempre estaba ahí para arreglar las cosas. Nevkoski solía decir que, a veces, un problema solo necesitaba un yettiano de pura cepa para ser solventado.
Pero Nevkoski hizo mal en confiarse. No era la primera vez que lo hacía con el bastión, como si no tuviera en cuenta la presencia de aquellos a quienes él denominaba psíquicos. La hipotética ventaja de su bando se desvaneció tan pronto como uno de ellos hizo aparición al tiempo que la carga enemiga irrumpía. Pensaron en abrir fuego, mas los árboles harían de barrera y no conseguirían otra cosa sino malgastar balas. Muchos de los soldados del bastión empuñaban largas espadas de doble filo, sujetadas por los letales guerreros a dos manos. En los laterales, la carga con hachas enormes funcionaba como un ariete descontrolado. No faltaban los arqueros, algunos de ellos a lomos de fieles corceles. Podía avistarse incluso algún que otro yettiano, probablemente de sangre pura, a lomos de toros de las nieves. Solo un descendiente de los bárbaros de Cincirius podría lograr algo así.
Dirigiendo a las legiones se encontraba Kayt. Corría con mayor velocidad que nadie, adelantando incluso a los corceles. Ambas manos sujetaban su afilada y brillante espada del más recio acero, y no dejaba de gritar con furia. Saltaban chispas de su cuerpo barbárico, curtido por el frío merodeador. No iban muy lejos suya Azmor, Aia, Artur y Lauren, cuyos poderes mentales serían utilizados contra ellos de la manera más mortífera posible. La carga inicial contaba con los mayores ases del ejército, un movimiento que podía llegar a parecer precipitado para ciertos estrategas.
—¡Abrid fuego! —gritó Nevkoski al señalar hacia ellos.
En aquel mismo instante, los soldados al servicio de Nevkoski dispararon al frente para impedir su llegada, pero el poder de la mente no tenía barreras. Ante su fuerza, las balas se volvían simples briznas de hierba. Las podían hacer levitar a su conveniencia tan fácilmente como un niño cargado de ilusión soplaba un diente de león, por lo que la ráfaga de plomo no sirvió para nada. La jauría de salvajes quedó con la mandíbula descolocada del asombro.
—Son ellos, jefe —le aseguró Umber al acercarse a él. De haber sido alguien más expresivo, se hubiera mostrado bastante preocupado—. Aquellos a quienes nadie puede detener.
—Nadie... hasta ahora —ladró Nevkoski—. Esta vez los destruiremos, ¡así que no desfallezcáis! ¡Alzad vuestras armas y luchad, no por mí esta vez, sino por vosotros mismos! —y disparó al aire, perdiéndose la bala entre las copas de los árboles—. ¡Abajo Bastión Gélido!
Algunos repitieron sus gritos, otros guardaron silencio. Había quienes preferían reservar sus palabras para orar, ya fuera al destino o a dioses en los que solo creían cuando sus vidas estaban en riesgo.
Tras una carga breve, Kayt llegó hasta las filas enemigas. Irrumpió entre ellas de un salto, la espada reverberante y envuelta en energía. Aulló como una bestia indómita, lo que a veces consideraba que era, para intimidar. No le importaba ser el único ante el rival, pues podía con eso y más.
Lo primero que hizo fue arrojar un tajo letal, y el primer golpe bastó para acabar con la vida de dos hombres. Un tercero trató de evitarlo, pero lo hizo de refilón. Suspiró de alivio, mas se le acabó la gracia cuando se preguntó "¿y mi mano?".
Al combinar el poder de la mente, la destreza con la espada y la astucia guerrera, Kayt se convertía en un individuo practicamente invencible. Eran muchos los luchadores que intentaban contener su fuerza lanzándose agresivamente hacia él en conjunto, y eran pocos los que salían de la ofensiva con vida. Las constantes avalanchas de cuerpos fueron vanas, pues que Kayt los destrozó a todos de un único mandoble. A la hora de matar, Kayt no entendía de clases, sexos o edades. Ya fueran mujeres, hombres, niños o ancianos, todos caían mutilados a sus pies. Ya podían intentar huir, que nada conseguirían. Un tajo de la bestia Dracorex bastaba para eliminar a un grupo reducido, por lo que todo intento de escapatoria solía ser fútil.
Dos soldados veloces cuyos rostros ocultaban máscaras blancas aplacaron al impasible Kayt con sus estiletes curvados. Le dieron bastante guerra, especialmente por su agilidad. El filo de uno alcanzó su rostro, lo que le dejaría cicatriz. Pero, al final, de poco les sirvió ser más rápidos que el resto. La sangre caliente se derramó sobre su rostro de Dracorex y se impregnó a su cuerpo mientras observaba caer al enemigo, cuyos gritos atroces quedaron enmudecidos al arrastrarse entre las entrañas de sus aliados muertos o en proceso de ello. Otros hubieran sentido repudio hacia el baño rojo, pero Kayt no. En cambio, sentía como si la sangre le otorgase un ardiente poder. Esto lo ayudaba en cierta medida a resistir al frío, aunque de una manera bastante macabra. La visión de un hombre teñido de carmesí ayudaba también a infundir temor entre los malvados más osados. El grito que profirió tras decapitar a uno de los comandantes superó al rugido del oso herpento.
Mientras tanto, Azmor y Aia luchaban juntos sin nada en su poder más que la mente. A la desesperada, los soldados disparaban ráfagas de balas que no parecían tener fin. Rechinaban los dientes cuando observaban cómo ambos hombres de aparente simplicidad las detenían en el aire, fastidiando todo su pérfido esfuerzo. Después, los poseedores las dejaban caer al suelo. No querían esmerarse demasiado.
El experimentado Aia se ocupaba de los hombres armados con pistolas, aquellos cuyo movimiento era más reducido. Las habilidades sobresalientes de las ondas que manejaba le permitían prescindir de los puños. La mente era lo único que necesitaba para sobrevivir, bien se lo habían inculcado durante tiempos de Menta. El maestro mental era incluso capaz de devolver las balas a aquellos que las disparaban. Solía apuntar hacia zonas mortales, preferiblemente a la cabeza. Los quejidos mortuorios se acababan así, mejor para todos.
—Como en los viejos tiempos, Azmor —le dijo a su amigo mientras abatía a un grandullón.
—Te falla la memoria, Aia —continuó el frenético Azmor—. No recuerdo yo vivir tanta acción durante tiempos de Menta.
A un lado del maestro de Kayt, Azmor controlaba con brazos y piernas a los portadores de espadas, hachas, lanzas y demás. Los detenía como si nada, como si fuesen niños. Gracias al poder de la mente, Azmor era capaz de reforzar los músculos de sus extremidades. Conseguía así formar alrededor del tejido una película de ondas con la capacidad de detener el letal filo de las armas blancas sin complicidad. Frenaba los tajos con la misma palma de la mano, y no recibía ni un solo rasguño en el acto.
Uno de los hombres enemigos, un chaval con bigote ridículo de unos veinte años, se dirigió hacia Azmor con una increíble movilidad. Manejaba un cuchillo oculto bajo la manga con la intención de clavárselo en el estómago. Tras verlo fracturar huesos aliados, pensó que él podría marcar la diferencia y quitarse un problema de encima. Cuán equivocado estaba, pensó el hombre del sombrero. Estuvo de hecho a punto de lograrlo, mas Azmor lo agarró la muñeca. No solo detuvo la puñalada, también ciñó sus carnes hasta hacerlo chillar cual niña pequeña. Acto seguido, lo miró con sus celestes ojos con una frialdad inusual.
—No —le dijo Azmor, y las ondas de manipulación que controlaba con tanta destreza hicieron el resto.
Los pensamientos redistribuidos y la razón modificada, el chico otrora fiel a Nevkoski se avalanzó contra sus propios amigos. Sus puñaladas fueron impías, y derramaron entrañas. No fue hasta que uno de sus compañeros se armó de valor y hundió el hacha en su frente que su dudosa felonía llegó a su fin. Diez latidos después, aquel mismo hombre fue eliminado por Azmor. Era corpulento, por lo que llegó a complicársele. No obstante, sucumbió como todos y cayó de rodillas. Indiferente al cansancio mental y físico, Azmor se recolocó el sombrero y prosiguió. La manipulación aún tenía un largo trabajo por delante.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora