Acto LXXXVIII: Leviatán

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Despertó tumbado en un sofá descolchado de tonalidad clara. Parecía haber tenido una algo más oscura en el pasado, pero el desgaste obra del tiempo le había arrebatado lo que alguna vez le perteneció. Pero, naturalmente, eso era lo de menos. Estaba vivo, y eso era algo a tener en cuenta. Se había dado por muerto, pero la esperanza le había sonreído por primera vez en mucho tiempo.
Inisthe se desplazaba dolorido de lado a lado, intentando que las vendas que habían aparecido sobre sus heridas no se desprendieran.
No sabía por qué, pero un anciano cualquiera le había dado cobijo bajo su humilde morada. Además había tratado y vendado sus abundantes rasguños, entregándole también una pastilla que alivió considerablemente su dolor. Llevaba bastante tiempo en uno de los cajones del amable anciano, afirmó este, pero no parecía haber caducado. Eso le bastaba a Inisthe.
A pesar del consuelo médico, Inisthe se sentía dolorido a más no poder. La cabeza le daba vueltas sin cesar como si fuese a derrumbarse. Los hombros le pesaban aun estando tumbado. Las heridas sanadas gracias a compuestos medicinales le escocían con creces, pero tenía que soportar el dolor y dejar que cicatrizaran con paciencia. El tiempo se ocuparía de todo, una vez más.
La habitación en la que Inisthe se hallaba era en cierta medida siniestra, pero acogedora. Una ventana amplia custodiaba la pared frontal, sucia y de cristales oscurecidos. La luz atravesaba los tres centímetros de grosor con dificultad, por lo que la oscuridad lo dominaba todo. Por todos los rincones se avistaban muebles que habían visto tiempos mejores.
Según pensaba Inisthe, todas aquellas posesiones eran robadas o, como mínimo, sacadas de un desguace. Tanto material roído y dispar no podía significar otra cosa. Incluso el mismo sofá en el que se encontraba tumbado pudo haber pasado años en un depósito, siendo recorrido diariamente por ratas, cucarachas y demás alimañas infectadas por diversas enfermedades virulentas. A Inisthe le inquietaba un poco la posibilidad, aunque tras unos minutos dejó de abrumarlo. Al fin y al cabo, tan solo era un sofá. Su deber consistía en generar comodidad y nada más, sin importar qué o quién hubiera pasado anteriormente sobre su superficie.
También, una estufa pequeña y de polvorienta superficie se mantenía apagada en mitad de la habitación. El continente de Leurs estaba pasando por un invierno gélido como ninguno, y, aun así, Necrópolis permanecía cálida como los fogones de una cocina. La ciudad de los muertos se encontraba situada en el sur del continente, rodeada por áridos desiertos. Las temperaturas altas eran comunes, especialmente en la época veraniega, pero incluso el invierno necropolitano podía padecer la abrasadora maldición. Ayudaba a ello el microclima condensado que envolvía a Necrópolis tras años de contaminación industrial, creando algo así como un invernadero colosal, también las profundas emanaciones que emergían de los suburbios por las alcantarillas. Sin embargo, las noches resultaban extremadamente frías. Probablemente por eso había allí una estufa.
Su salvador se encontraba sentado en una mecedora oscura, moviéndose constantemente hacia delante y detrás. Leía un periódico lentamente mientras se mesaba una barba grisácea que le crecía hasta el pecho. Parecía intentar localizar algo entre las páginas, por lo que ponía ahínco al repasar cada título. ¿Sabía realmente leer?
—Mmm —gruñía—. Acabo de comprar esto, pero aquí no parece poner nada sobre la explosión —el anciano parecía muy interesado por el atentado.
—Ha ocurrido recientemente, es lógico que no figure nada sobre ello —afirmó Inisthe mientras asentía con la cabeza débilmente. Debía ser discreto, comprendió—. Pero yo la he visto de primera mano, incluso la he sentido en mis propias carnes.
—No te he preguntado hasta ahora cómo acabaste así, pero supongo que ya lo sé —el viejo liberó una risa profunda e inmunda.
—Sí, es eso. Nunca te acerques demasiado a un edificio rodeado por personas histéricas. Es probable que estalle en mil pedazos segundos después —Inisthe sabía mentir como un bellaco, algo que siempre daba sus buenos frutos.
—Lo tendré en cuenta —el anciano dibujó una horrible sonrisa desdentada, y volvió presto a reír—. ¿Y qué hacías tú caminando por allí justo en ese momento?
Inisthe se tomó unos segundos para idear una trola que pareciese lo más real posible. No era tan sencillo como parecía.
—Iba a comprar tomates. Sí, tomates —la voz de Inisthe sonaba algo nerviosa, factor en su contra—. A una verdulería que hacía esquina con el edificio. Ahí tienen los mejores tomates, cultivados en Teduen.
—Ajá, eso quiere decir que eres de la zona rica —comentó el viejo hombre mientras se mesaba la punta de la barba y la retorcía como con esfuerzo—. No lo pareces, sinceramente. Tu aspecto es algo más bohemio.
Inisthe no se había parado a pensar en ello. Si su falso yo tuvo la necesidad de comprar tomates en la zona acaudalada, significaba que pertenecía a aquel selecto elenco. Bajo ningún concepto quería Inisthe afirmar aquello, ni aun siendo todo una elaborada mentira. Debía innovar de alguna manera.
—No exactamente. Soy de Visólotos —afirmó venir de la ciudad vecina de Necrópolis, aquella tan miserable y nauseabunda—. Simplemente estaba aquí para pasar un buen día, e iba a comprar dichos tomates para hacer una ensalada de rechupete. Siempre he preferido hacer yo mismo la comida. En las tabernas te cobran demasiado, y no está la cosa como para gastar en exceso. Algunos lo llaman perder el tiempo: yo lo llamo ser inteligente.
—Entiendo... —el anciano, evidentemente, no parecía muy convencido—. ¿Y qué hacías preparando una ensalada si estabas allí para pasar el día? ¿Dónde ibas a cocinar? Bueno, la verdad es que hay cosas que es mejor no cuestionárselas. La duda es un beneficio en algunos casos.
Inisthe suspiró para sus adentros. Fue un acto gélido, casi sin vida.
—Y que lo digas.
Inisthe tuvo suerte de que el viejo hombre no mostrara gran interés en profundizar en la historia. Sabio como parecía ser, debía haber sospechado su mentira. Aun así, no parecía importarle. A Inisthe le venía de perlas.
Al cabo de unas horas, el anciano trajo bajo el brazo una mesa plegable y un par de sillas de plástico de mala calidad. Tras colocarlo todo sobre el suelo de la cada vez más ensombrecida habitación, trajo consigo un par de latas de comida y las colocó sobre la superficie de la mesa. Eran latas de conservas, de atún con guisantes, de esas que se acumulaban durante años en el desván.
Inisthe detestaba aquel tipo de comida. El sabor parecía artificial, y las paredes metálicas del envase le arrebataban todo cuanto le quedaba a lo largo del tiempo. Aun así, no parecía haber nada mejor. Su sistema reclamaba alimento, y no podía decirle que no.
Cuando el anciano virtió la primera lata con sus temblorosas manos sobre un plato a medio quebrar, el atún cayó en forma cilíndrica con los guisantes adheridos como con silicona alimenticia. Hasta que no aplicó fuerza con un tenedor, la comida no se desperdigó por el plato. Incluso el sonido de su movimiento resultaba frígido, bastante insulso.
—Sé que no es lo mejor, tampoco lo más sano, pero es que no hay para más —admitió el anciano con rostro apenado, todo ello por no tener más para su invitado que dicha bazofia—. Lo siento.
—No pasa nada. La comeré con gusto —pronunció Inisthe, aunque hasta él mismo dudaba de ello.
Al hundir el tenedor en un duro pedazo de atún, lo levantó y se lo llevó a la boca. Era gélido, tanto como la tierra de Yettos, además de insípido. No era muy distinto a comer nieve, algo que había probado durante alguna de sus aventuras nevadas.
—Pues no está tan mal —Inisthe mintió para no deprimir a su salvador, aunque le costó lo suyo—. A todo se le acaba cogiendo el gusto.
—Me alegra oír eso. A mí la verdad es que me parece basura, pero uno se acostumbra después de haberse zampado tanta roña —el anciano volvió a esbozar aquella sonrisa tan espantosa, pero honesta al menos.
Acabó el plato lo más rápido que pudo para no tener que volver a probarlo, aunque se temía que no sería ese su último encuentro. Después, Inisthe caminó lentamente de vuelta al sofá. Lo hizo apoyándose sobre la pared para no caer, sus piernas tambaleantes y sus manos como su única guía. Como resultaba evidente, aún no tenía la fuerza suficiente para poder andar por sí solo. Los abundantes daños que lo atenazaban al dolor no se lo permitían.
Inisthe cayó de espaldas sobre el descolchado sofá, y sintió como si mil agujas penetraran su piel a la vez. El dolor se volvía ígneo, condenadamente infernal, allí donde las heridas se recuperaban.
"—El dolor sana, el dolor sana, el dolor sana..."
A la noche, el bondadoso anciano cedió su cama a Inisthe ofreciéndose a dormir en el sofá. Al principio, Inisthe no quiso aceptar dicha oferta. No obstante, tuvo que hacerlo tras un largo debate. El anciano era demasiado hospitalario, más que cualquier convencional y avaro necropolitano, y no iba a permitir que su inquilino pasase la noche sobre un frío mueble.
Llegado a la cama del anciano, se tumbó rápidamente sobre su colcha. Desde luego, la limpieza no se cobijaba en ella. Había por doquier pelusas y minúsculos pedacillos de piel muerta, pero le resultaría aceptable mientras no tuviese parásitos. Al menos era suave, y la almohada cómoda. Mientras sirviera para dormir, a Inisthe le bastaba. Al fin y al cabo, para eso estaban las camas.
"—¿Cuánto más vas a hacerme sufrir, destino? ¿Por qué me haces todo esto? ¿Qué tienes preparado para mí? ¿La gloria, la venganza, la felicidad, el amor? ¿Qué tramas, condenado traidor?"
Como era obvio, ninguna pregunta recibió respuesta. El destino era un jugador silencioso, y sin competidor.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora