Acto CV: Perdón de uno mismo

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En una pulcra habitación de hospital, Bottollo Sáenz aún se recuperaba la herida de bala. Su sacrificio fue honroso, un acto de heroicidad, pero ni siquiera tuvo valor. Como Bástidas nunca llegó al exterior, se confirmó que había acabado pereciendo consumido por la explosión que voló el edificio en mil pedazos. Aun así, se sentía parcialmente orgulloso. Había contribuido a la causa, aunque a veces el amago no era suficiente.
Pero sobre todo se sentía desolado. Siempre admiró profundamente a Bástidas como su superior, y su pérdida había sido devastadora. Llegó incluso a pensar que debió haber muerto él en lugar de Bástidas. Hubiera sido mejor para todos, estaba convencido.
Aquel día, uno de los supervivientes al servicio de de Bástidas llegó al hospital de Necrópolis. Su nombre era Roger Pines, hombre de palabra y con la mente bien amueblada. Llevaba el brillante cabello recortado hacia atrás, con gafas cubriendo sus diminutos ojos pardos. Vestía un traje negro de importación con corbata de rayas: iba siempre impecable, velando por todo detalle.
Cuando accedió a la habitación, Roger encontró a la enfermera colocando el enorme pero débil cuerpo de Bottollo sobre la camilla de nuevo. La víctima no paró de lamentarse y maldecir durante todo el proceso.
—Buenas tardes —saludó Roger con voz casi mecánica—. ¿Cómo se encuentra, señor Sáenz?
Escuchar aquello fue como un soplo de esperanza para Bottollo. Creyó por segundos que su profundo tono pertenecía a Bástidas, que quizá hubiera sobrevivido sin ser documentado, pero estaba equivocado.
Su emoción cesó al ver a aquel sujeto desconocido. Aun así, su forma de hablar era sumamente similar a la de su difunto amigo.
—Oh, hola —Bottollo escrutó de arriba abajo a Roger, pero no consiguió identificarlo—. ¿Quién eres?
—Me llamo Roger Pines —explicó—, y fui uno de los empleados de primera categoría de Bástidas. Trabajo en el sector de Silvera. Es un placer.
Roger caminó hacia Bottollo para darle la mano. Al acercarse a él, el necropolitano levantó con esfuerzo la suya y se la estrechó. Al retirarla, la dejó caer sobre su pecho vendado de una punta a otra. Algunos vellos rizados sobresalían con ansias de libertad.
—Es agradable poder charlar con alguien como tú, Roger. Admiraba mucho a tu jefe —Bottollo sonrió ampliamente.
—Yo también. Bástidas fue un gran hombre, uno sin parangón —Roger se ajustó las gafas—. Lo que ocurrió es una injusticia en toda regla.
La expresión de Bottollo oscureció, pero no la de Roger. Se asemejaba a un autómata sin sentimientos, configurado para ser impasible ante toda adversidad.
—Bueno, ¿cómo se encuentra el señor? —le preguntó a la enfermera.
Esta reaccionó tardé y con voz acelerada.
—Esto... —comenzó a leer en sus apuntes—. Pues está mostrando diversos avances. El proyectil pudo haberlo matado, pero tuvo suerte. Sus músculos son anchos y protegieron a los órganos. Aun así, llegó hondo y laceró masa a un nivel preocupante.
—Sí, presencié la escena —declaró Roger—. Fue un acto de heroísmo —miró a Bottollo—. Si no hubiera fallecido posteriormente, se lo hubiera agradecido de por vida. Bástidas le tenía mucho aprecio, señor Sáenz.
—Sí, así era —Bottollo tosió, lo que no le arrebató la sonrisa del rostro—. Éramos... grandes amigos.
Mientras la enfermera le hacía ingerir agua al paciente, Roger abrió su maletín para extraer un cartel. Estaba impreso en blanco y negro, pero eso no impedía que se distinguiera un retrato: el del hipotético culpable, quien se suponía que había provocado aquel desastre.
—Este individuo —Roger señaló a la cara, dibujada con rostro afilado, odio en la mirada, barba de tres días y un flequillo demasiado largo— fue el que atentó contra la vida de Bástidas y colocó la bomba. Unos empleados lo vieron salir del edificio para después huir de él a rastras. Gracias a sus descripciones, la Guardia Técnica de Necrópolis hizo este retrato. Lo han apodado como la Bomba Negra, un terrorista por cuya cabeza se están ofreciendo desorbitadas recompensas.
Solo su apodo puso de punta el abundante vello de los brazos de Bottollo. Era un nombre de lo más escalofriante, digno de una tenebrosa pesadilla.
Y, además, el nombre de quien había matado a Bástidas.
—Que se le dé caza —declaró Bottollo con pleno rencor. No solía ser así, pero la situación lo merecía—. Quiero verlo muerto.
—Ya está en busca y captura, pero aún no hay pista de él. Según los testigos acabó bastante malherido, ergo no debe andar muy lejos —dedujo Roger, que no dejaba de gesticular.
Entonces, los ojos de Bottollo parecieron arder brutalmente.
—Si se le encuentra, quiero ver su castigo con mis propios ojos —ladró—. Él mató al hombre a quien más respetaba, debe pagar un alto precio por tamaño crimen.
El insensible Roger asintió de tal forma que Bástidas ni lo percibió.
—Su muerte se televisará. Su cabeza rodará ante el Ayuntamiento de Phasmos, como antaño. Puedo asegurárselo, señor Sáenz.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora