¿Libertad? No, había dejado de creer en ella. Sin embargo, tenía una alternativa.
Boris llegó a toda prisa a una pequeña aldea en el que buscó refugio. Con la mochila abarrotada y prendas corrientes trató de no llamar la atención entre la escasa población. Se había arrancado el día anterior el emblema de los Cazadores de Élite del pecho para pasar desapercibido, arrojándolo hacia el pasto campestre, donde sería sepultado para quizá no ser encontrado jamás. Cuando despertara a la mañana siguiente, su objetivo sería marchar hacia Phasmos de vuelta al cuartel de los Cazadores de Élite, lo más lejos posible de Dorann.
Se había dado cuenta después de tanta estúpida negación de lo alocado que estaba aquel a quien se había visto obligado a servir. Le había pagado bastante bien durante mucho tiempo, pero ni tan jugosas cantidades de dinero merecían la pena cuando la prestación implicaba riesgo de muerte. Más allá del imbatible Ventigard, solo él había sobrevivido al asalto en el que Dorann les había implicado contra su voluntad. Lui, uno de sus mejores amigos, podría haber persistido en pie junto a él, pero el propio Dorann lo había asesinado por acusaciones sin fundamentos. Asesinar a sangre fría nunca era el mejor castigo, pero Dorann no era de los que se atenía a las reglas de la moralidad. Él regía un escalafón distinto.
En aquel mismo instante, en cuanto los borbotones de sangre emergidos del cuerpo de Lui impregnaron sus ropajes, comprendió que no estaba luchando contra el enemigo. El verdadero adversario estaba a su lado, sonriendo a pesar de haber provocado la muerte de un aliado. Boris sintió semejante rabia que deseó desenvainar la espada corta para tratar de hundirla en el costado de Dorann, pero fue incapaz. Sabía que hacerlo era muerte segura, pues el Dracorex se daría cuenta mucho antes. Su única opción, si quería conservar la vida, era reprimir sus sentimientos. Solo la cobardía tenía cabida para la supervivencia.
Aun así, Boris había logrado tomar venganza a su sutil manera. Antes de marchar sin previo aviso de Villa Dracorex, había sustraído de la pared del salón principal una excelente obra del maestro Jairod Tunière, la destacable Lluvia de Plata. Había encontrado incontables veces a Dorann observando con asombro aquella pintura, apreciando los tramos del pincel, los matices y los claroscuros. Una sonrisa complacida le salía en cada ocasión, pues era uno de sus favoritos de su colección, además de uno de los más caros. Boris lo sabía, así que llevárselo con él era perfecto para desquiciarlo sin necesidad de plantarle cara. El plan le había salido de diez: sin fallas, y con un enorme beneficio de por medio.
Boris halló un anciano sentado frente a la puerta de su morada en una silla de playa endeble, que parecía que fuera a quebrarse en cualquier momento. A su lado, una idéntica pero de otro color apuntaba vacía hacia delante.
El anciano, las trémulas y manchadas manos sobre los reposabrazos, dio un respingo.
—¿Quién erez tú? —preguntó, un curioso acento en su voz.
—Me llamo Borisand, pero me llaman Boris —respondió el Cazador de Élite con el tono más jovial que pudo emular.
—¿Y qué hacez aquí, en Rozaz? —preguntó el intrigado anciano. Saltaba a la vista que la aldea llamado Rosas no era un gran destino turístico.
—Estoy de viaje, y mi objetivo es llegar a Phasmos —con una mano a modo de visera para cubrirse del sol, Boris levantó hacia el celeste la vista—. Pronto anochecerá, ¿sabe dónde puedo quedarme a dormir? ¿Alguna posada, hostal, o algo por el estilo?
Meditabundo, el anciano lo pensó por unos segundos. Sin embargo, su estriado rostro no denotó gran claridad.
—Me temo que no. Ezte pueblo ez pequeño, no encontraráz gran coza —determinó, un dedo escondido bajo la canosa barba—. Puedez quedarte en mi caza zi quierez. Dezde que mi ezposa murió, eztoy muy zolo. Necezito tu compañía, aunque zolo zea por un día.
Boris aceptó sin dudar y le ofreció la mano. El anciano levantó la suya, amoratada como si hubiese recibido varios golpes a traición, y se la entregó.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó Boris.
—Lladro.
—Pues encantado, Lladro —Boris se asomó por el filo de la puerta abierta, mirando hacia el interior con interés—. ¿Puedo pasar?
—Puez claro —dolorido, Lladro se levantó de la silla de playa. Expulsó un gemido después de que uno de los huesos de su pierna derecha crujiera. La edad, como a todos, le pasaba factura—. Ay, ay, ay. ¡Mecagon todo!
Preocupado, Boris lo sujetó por los hombros.
—¿Quiere que lo ayude, Lladro? —le preguntó con un titubeo de por medio.
El anciano sacudió la cabeza de una forma impropiamente vigorosa.
—Llevo añoz azí. Eztoy máz que acoztumbrado —Lladro se sacudió para librarse de las manos de su inquilino, poniendo un pie con una chancla en el interior de su hogar—. Zígueme, zagal. Te llevaré a tu habitación.
Felizmente, el Cazador de Élite lo siguió cual niño a su abuelo tras ser dejado en un pueblecito rural durante un fin de semana. Tuvo una primera mala impresión al entrar al pasillo, pues el acre olor a polvo se le hizo tremendamente pesado cuando caló en sus fosas nasales. Le llamaron la atención la escasa altura del techo y la estrechez de las paredes. Boris, que tenía la desgracia de ser claustrofóbico, se se sintió algo agobiado, lo que lo obligó a mordisquearse las uñas.
Volvió a la normalidad tan pronto como llegó a la que debió haber sido la habitación de la esposa de aquel anciano. Era amplia y tenía un aroma fragante, como si todavía vibrasen en ella virtudes femeninas. Suelo y paredes se mantenían impecables debido al trabajo de Lladro, y la cama, de rosadas sábanas, tenía un hermoso estilo tradicional. No era ni mucho menos del estilo de Boris, pero bastaría. Siendo un ofrecimiento gratuito, ¿cómo iba a protestar?
—¿Era aquí donde su esposa dormía? —le preguntó el Cazador de Élite, curioso.
El anciano dio un suspiro que pareció más bien un incómodo carraspeo.
—Zí, aquí pazaba las nochez cuando yo no eztaba —los melancólicos ojos del anciano relucieron al pensar en ella—. Ahora te toca a ti ocupar zu cama. La he mantenido tal y como cuando zeguía viva, por lo que eztá como nueva.
—E-es un gran detalle —Boris volvió a mirar al anciano, por quien sintió honda pena—. Muchas gracias, Lladro.
El anciano asintió meramente, solo para marcharse a paso de tortuga por el angosto pasillo. Boris quedó solo en la habitación, cosa que aprovechó para acercarse a la cama y derramar sobre la sábana el contenido de su mochila. Tuvo que empujar un poco para que el cuadro pudiese salir (las afiladas puntas del marco se habían incrustrado como lapas), lográndolo tras no escaso esfuerzo.
Colocándolo sobre el colchón, pudo apreciar el impresionismo por el que destacaba la obra. No era de extrañar que fuese así de exclusiva, pues su trazo era hipnótico. La Lluvia de Plata desvelaba una ciudad misteriosa, de una lobreguez que quitaba el aliento. Era de noche, y la luna resplandecía en un firmamento tan negro como el hollín. Unos nubarrones enormes atenuaban el brillo de las distantes estrellas, provocando incesantes precipitaciones sobre toda la metrópoli. No obstante, las gotas que se derramaban contra las calles no eran de un color azul o blanco como cabría esperar, sino argénteas como la misma plata.
Entre dos altos y sombríos edificios, una figura caminaba indiferente a la plateada lluvia. Un sombrero de latón puntiagudo escondía su rostro. No era muy alto, tampoco portentoso, y llevaba prendas sencillas, las que cualquier donnadie de los callejones vestiría. La pobre luz que el pincel había trazado se abría hacia su camino, como si la buscase. No era tan distante, pero la perspectiva la hacía al mismo tiempo fríamente inalcanzable.
Boris volvió a esconder el cuadro y colocó la maleta a un lado de la mesa de noche. Poco después recibió desde la cocina la llamada de Lladro, y el Cazador de Élite disfrutó minutos más tarde de un excelente puchero casero, preparado con los pocos productos que había en la despensa, no por ello pobre en sabor.
La noche llegó pronto arropada por una conversación sosegada, y Boris, cansado después de tan dura jornada, se dispuso a arroparse con las sábanas que alguna vez protegieron el sueño de la esposa de Lladro. El edredón era mullido, al igual que los cojines, por lo que no tardó en caer en una profunda somnolencia.
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La Leyenda Perdida I: El Fin Del Camino
AventuraUn mundo desolado por la cruel y mezquina mano del hombre. Un joven atormentado por un arduo pasado en busca de respuestas. Una humanidad afectada por una vertiginosa caída, seguida por un hilo de muerte a la espera de segar almas. Poderes ocultos s...