Acto CXLVII: Piedras preciosas

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El pavo no era ni mucho menos la carne predilecta de Kayt, pero conocía demasiado bien lo que la escasez alimenticia podía suponer como para no llevarse lo que fuera a la boca sin rechistar.
Los viajeros compartieron cena bajo la luz de luna llena en un precioso bosque de luciérnagas, al calor de una tenue hoguera. Después se fueron a dormir, y al fin pudieron descansar sin interrupción. Les esperaba uns jornada ardua atravesando los últimos kilómetros de Pkrell, así que debían aprovechar cada hora de sueño. No sería un recorrido enriquecedor, pero no esperaban que ninguna bestia acechara entre las ramas esta vez.
Después de pasar la noche arropados por los mantos al calor de las brasas, despertaron a temprana hora de la mañana para proseguir con un camino cada vez más cansino. Al principio la travesía había resultado una experiencia fascinante, una bocanada de aire fresco para ambos; la cosa había cambiado después de tantos días, hasta el punto de convertirse en su rutinario día a día.
Incluso a Koda se la veía más relajada, adaptada al hábitat propio de su especie. Comía de lo que la naturaleza le ofrecía, bebía de los ríos y lagos frígidos y atravesaba los pastos con disimulo. Era posible que, tras aquellas semanas de liberación, la doméstica Koda hubiera aprendido a sobrevivir en la naturaleza más salvaje.
Al cabo de un par de horas que Kayt aprovechó para bucear en las fosas abisales de su mente, tanto D'Erso como él avistaron un cartel de metal oxidado cubierto de nieve. Mentalmente, Kayt retiró la lívida película que lo recubría. Rezaba: "Cindirious, trece kilómetros".
No andaban nada de la última y más vasta región de Cincirius, también la de mayor antigüedad histórica. Teniendo en cuenta los pasos agigantados de Koda, no tardarían en atravesar esos once kilómetros que establecían la frontera de la sofisticada Pkrell.
Según el mapa de D'Erso, los núcleos urbanos eran tan escasos en Cindirious como un rayo de sol en invierno. Únicamente permanecían bajo la nieve ruinas y cimientos de aquello en lo que alguna vez prosperó la vida humana. Lo salvaje había vuelto a dominarlo todo como antaño, devorando un triste pasado que para muchos jamás acaeció. La naturaleza impartía el castigo del olvido siempre con mano dura: su impiedad no soñaba con nadie.
Cada vez que Kayt y D'Erso se veían inmersos en un nuevo territorio con fauna y flora propias, descubrían cómo se podía apreciar paulatinamente el cambio de una naturaleza en constante evolución. El sosiego propio de los parajes naturales otorgaba una visión analítica, capaz de profundizar en aquellos detalles que la visión más superficial ignoraba. Así eran capaces de hallar criaturas encaramadas a los árboles, o reptando entre las nieves.
Sin embargo, las cosas eran diferentes en Cindirious. Todo se les hacía monótono, productor de constantes bostezos. Árboles, arbustos y nieve, no había nada más a la vista. Ni siquiera el sol, pues las nubes se habían levantado amargamente aquella mañana.
Al tener la oportunidad de dejar atrás Pkrell, pudieron advertir cómo, poco a poco, los árboles iban viniendo a menos. Aquellos altos guardianes aglomerados, que entrelazaban sus ramas unas con otras, eran cada vez más escasos, a la par que distantes. El clima fue también tornándose algo más agresivo, pues ya no existía una barrera natural que los protegiera del viento o las nevadas.
La fauna escaseaba, al igual que los refugios. No era un ambiente precisamente afable para un viajero solitario, pero ellos tenían consigo a Koda, que con su tamaño y su pelaje les otorgaba tanto calor como protección. Contaban también con el refuerzo de la ropa térmica, además de los optimizados poderes térmicos de Kayt. Había hecho bien en hacerle en su momento algunas consultas a Cortijo, aunque la mayoría del mérito era suyo. Una vez se daba el gran paso, lo demás resultaba mucho más asequible.
La noche hizo su aparición cuando se adentraron definitivamente en la más salvaje Cindirious, donde nevaba como en una cruel tormenta de invierno. Incluso abrigados hasta el punto de parecer torpes pingüinos, el frío los azotaba impíamente. Aquel resultó ser con diferencia el territorio más gélido de toda la región, un dato llamativo teniendo en cuenta que estaba más alejado del norte que ningún otro. Se habían unido las peores condiciones climáticas para forjar una tierra yerma y letal, del deleite de cualquier señor del caos.
Cuando llegó la hora del sueño, Koda se tumbó en el interior de una hendidura en el terreno y dejó espacio para que Kayt y D'Erso se acurrucaran.
—Me muero de frío —declaró D'Erso, que no dejaba de chasquear los dientes.
—No te preocupes —indicó Kayt, sonriendo confiadamente—. Yo me ocupo de eso.
Entonces, Kayt cerró los ojos y pensó en la idea del calor, pues solo así era capaz de infundirlo. Resultó ser más complicado que otras veces puesto que centrar sus pensamientos en algo abrasador no era fácil cuando se estaba en mitad de un páramo congelado. Aun así tenía suerte de haber alcanzado un nivel superior, pues ahora era capaz de concentrarse incluso en mitad de una conflagración apocalíptica.
Así logró (no sin gran esfuerzo previo) dar origen a una masa de ondas caloríficas dirigida hacia D'Erso para librarla del atenazador frío. Se sintió a gusto enseguida, tanto que resopló dejando ir un vaho tenue, etéreo.
—Gracias —le dijo.
El jovial ademán de Kayt le confirmó que no había problema.
—¿Es que no vas a calentarte tú también? —preguntó D'Erso al verlo todavía tiritando.
Al instante, Kayt negó con la cabeza.
—Estoy bien —aseguró—. El frío nunca me ha sentado mal.
D'Erso frunció los labios de incertidumbre.
—¿Seguro? Mm, no sé yo. Las temperaturas pueden bajar durante la noche, y eso podría afectarte de forma inconsciente.
—Todas las ondas están contigo —declaró Kayt, señalándola con la barbilla.
—Pues quítame algunas de encima —exigió D'Erso—. No quiero que tú pases frío.
—Pero es que...
D'Erso lanzó una mirada tan severa como fulminante a Kayt.
—Nada de peros —exclamó—. Hazlo.
Una vez más, Kayt no pudo hacer otra cosa sino hacerle caso. D'Erso podía ser bastante imperativa cuando quería, aunque no se lo podía achacar: solía tener la razón de su lado.
Sin más, transmitió a su propio ser algunas de las ondas térmicas que envolvían de calor a la chica. Ella pudo percibir cómo una pizca de frío rodeaba su cuello, pero no le importó en absoluto. Aun así Kayt solo le retiró una pequeña cantidad, ya que prefería que D'Erso no lo pasara mal. No estaba tan acostumbrada a las desgracias como él, principalmente por carecer de su mismo don psíquico.
Cuando arreció la ventolera, ambos soñaron con hielo. Dorann volvió a hacer su aparición en el subconsciente, pero esta vez lo dejó pasar. La pesadilla acabaría algún día, cuando la venganza cobrara forma, pero hasta entonces solo podía huir de él.
A la mañana siguiente, tras pasarse la mano por la frente para retirar el sudor, Kayt se puso en pie y se dispuso a organizar el material. Las nevadas habían cesado, y la nieve se acumulaba sobre el terreno en grandes ingentes. El lomo de Koda se había vuelto pulcro al quedar desprotegido, pero la mastodonte estaba inmersa en un sueño tan profundo que lo ignoraba todo. Dormitaba tiernamente, como un bebé de varias toneladas.
Con las manos en la cadera, Kayt oteó el distante horizonte sureño, bañado por vetas sombrías que se deslizaban en un firmamento cambiante. Diversas tierras quedaban por recorrer y explorar, y el joven seguía sin saber qué les depararía, tampoco hasta dónde los conduciría su periplo. Tenía fe en que el destino los guiase por la senda adecuada, aquella en que no morase la temida muerte.
A su lado, D'Erso disfrutaba con pasión de la alegría de viajar y conocer lugares diferentes. Kayt tenía un punto de vista similar, pero a su vez corrompido por un mal presentimiento. Con frecuencia le latía el corazón acelerado, como con intención de escapársele del pecho, a la par que la visión se le ennegrecía.
Al fin y al cabo era innegable que, a cada paso que lograba dar, Dorann se encontraba cada vez más cerca.
Ya podía ver la espada colisionar contra el tridente, y, una vez se derramara la sangre Dracorex, solo podría quedar uno.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora