Acto LXVII: Congélame

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Tacos de folios escritos de principio a fin se amontonaban sobre la mesa de Bástidas, creando interminables torres de papeleo de varios palmos de altura. Algunos se hubieran visto abrumados hasta llevarse las manos a la cabeza con desesperación, pero no el señor Bástidas. Él lo tenía todo bajo control, y la redacción era algo tan básico para él como el comer y el beber. Lo hacía con eficiencia, siempre en absoluto silencio. Si un trabajador de una sala colindante repiqueteaba con los dedos, Bástidas intervendría para hacérselo pagar caro.
A vista de otros (o de cualquiera), la vida de Bástidas era un martirio diario sin escapatoria. Una condena monótona, inmensamente soporífera, en la que, llegados al final, todo habría sido en vano. Pero Bástidas no lo consideraba así, ni mucho menos. Para él, su inagotable labor era algo realmente esencial para el óptimo mantenimiento del continente, y él era la pieza clave, el supremo engranaje, el rey del tablero. Y le fascinaba serlo.
Usualmente, el señor Bástidas ejercía su trabajo sin interrupción alguna. No porque fuese casualidad, sino porque no cualquiera tenía valor para distraerlo. Muchos habían perdido por ello su empleo. Sin embargo, aquel día lo detuvo una llamada. Podía decirse que tenía el teléfono en desuso a causa de su exigente status, mas Bottollo Sáenz comenzó a romper con esa costumbre. El necropolitano consideraba verdaderamente a Bástidas un amigo. El propio Bástidas no podía decir lo mismo, pero tendía a seguirle la corriente. No deseaba discernir con él en ningún ámbito. Su conexión sería producto de un aumento de poder, y lo ansiaba.
Interrumpiendo un asunto de vital importancia, el enorme señor Sáenz lo llamó por teléfono para comunicarle algo. Bástidas no se lo reprochó. Jamás llegó a hacerlo.
—Amancio Bástidas, sector Silvera, dígame.
—¡Hola, Bástidas! ¡Soy yo, Bottollo Sáenz!
—Buenos días, señor Sáenz. ¿Puede decirme a qué se debe su repentina llamada?
—Pues mira, quería comunicarte algunas cosas que quizá te interese saber. Para comenzar, he de decir que desde que realizamos juntos aquella peligrosa operación de asalto en los barrios bajos de Necrópolis los ataques a traición han disminuido drásticamente. Los pocos que siguen dándose son ya controlados fácilmente por los Cazadores, los policías Highterr y los Actuarios. Las cosas van de bien en mejor, y todo gracias a nuestra ayuda, Bástidas, ¡todo gracias a nuestra ayuda!
—Me alegro de ello, señor Sáenz. Es un gran paso hacia delante para esa Leurs gloriosa que tratamos de erigir día tras día.
—¡Sí que lo es, ja!
—En fin. Tengo mucho papeleo pendiente que realizar, señor Sáenz. Si no le importa colgaré ahora mismo, ¿de acuerdo?
—¡Pues cla...!
Bástidas colgó de sopetón, y Bottollo no tuvo siquiera tiempo de acabar su frase de despedida. Quizá lo hiciese, aunque no llegó a tener receptor. El pobre hombretón no era consciente de lo poco que a quien consideraba su amigo le importaba.
En el remanso de paz que era su despacho, Bástidas continuó con su eficaz labor tras cesar la conversación telefónica con el otro jefe. Mientras lo hacía, reflexionó profundamente. Siempre había disfrutado al darle vueltas a los asuntos que le concernían. Ser consciente de su propio triunfo lo entusiasmaba, aunque no lo reflejara en el rostro.
"—Todo va viento en popa. Cada día que pasa maduran más los frutos de nuestra labor. Con el pueblo bajo de Necrópolis controlado y amansado, el temor unánime es menor. Todo vuelve poco a poco a la normalidad. Sin revueltas ni influencias revolucionarias, como debe ser. Todos en quietud, satisfechos con la paz."
Pero entonces, recordó amargamente a Daila. La mujer que había ensombrecido sus planes, el único puente que no había podido abrasar. No había vuelto a saber de ella desde su huida junto a Tristán Cortijo, el sujeto con el que había planeado experimentar para extraer el máximo potencial del ser humano. Su único error, el que jamás pudo enmendar. Aún no se lo perdonaba.
Al volver a pensar en la anciana, el poderoso empresadio teorizó sobre dónde podría encontrarse en aquellos momentos. No llegó a una conclusión, así que se limitó a desearle la muerte. Consideraba que se lo merecía como única subordinada traidora que había sobrevivido para contarlo.
"—Pero por poco tiempo."

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora