Acto LXXXIV: Sangre, lágrimas, tierra

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Un disparo certero perforó el cráneo de uno de los guardias, y al caer muerto arrolló a su esbelto compañero que, jadeando, junto a él pereció. Aquella última baja dejó a Diolo sin munición, así que no tuvo más opción que marcharse.
Caminó lo más rápido que pudo teniendo en cuenta el disparo recibido en la pierna, pero finalmente consiguió escapar de la sala sin llevarse un segundo recuerdo. Los obstáculos garantizaron su supervivencia.
Después de enfundar su vieja y ahora inútil pistola, Diolo quedó desarmado. Aún portaba encima el rifle de francotirador con los cargadores hasta arriba, pero a tan corta distancia era algo más que inútil, un simple peso extra. De no tener que devolvérselo a Alissa, lo hubiese abandonado allí mismo para aligerar la huida.
A Diolo le sonrió la fortuna durante el resto del recorrido, ya que no se topó con ningún otro enemigo. Todos parecían haber sucumbido de una u otra firma ante la amarga muerte, y el camino había quedado completamente despejado. Era libre de salir al exterior y volver al vehículo aéreo, aunque había tenido que dejar atrás a Daila. La sala colindante a la que ocupaba la anciana mujer se encontraba repleta de peligros caminantes, a pesar de que él hubiese acabado con gran parte de ellos. No había forma posible de rescatarla, pues no existían pasadizos secretos. Un hipotético rescate sería un suicidio.
Al fin y al cabo, no podía hacer nada por salvar su vida. Tuvo que empezar a asumir que Daila iba a fallecer, que era ese su destino. Y, cuando Luna contactó con él, comprobó que su previa hipótesis no erraba.
"—Al menos sigo teniéndome a mí mismo."
Antes de abandonar el edificio (que dejaría de serlo como tal segundos después para convertirse en meros escombros), Diolo se ató con un trozo de tela arrancado de unas cortinas la zona donde había recibido el disparo con tal de no dejar rastro de sangre. De esa manera, nadie le seguiría la pista. Tampoco quedaban demasiados con vida como para localizarlo, así que no sería inculpado ni buscado por la justicia. Respecto al dolor del daño, ya se ocuparía en su debido momento. Mientras tanto, podría soportarlo.
Caminando lenta y silenciosamente por los callejones colindantes al enorme edificio, Diolo escuchó un repetino estallido. La explosión se lo había llevado por delante, lo comprendió al sentir la brisa azotar sus rizos negros. No quiso mirar atrás, solo por si acaso. Una vez dado el primer paso, no había vuelta atrás.
Cuando llegó inadvertido cojeando hasta el vehículo de Óbero, Diolo esperó encontrarse con Inisthe. Sus suposiciones le traicionaron. De todas formas, veía improbable que hubiese sufrido el mismo destino que Daila. Acabaría dando señales de vida tarde o temprano.
"—Inisthe no puede haber muerto también. No, no puedo ser el único superviviente. No podré vivir con algo así."
Diolo sabía que ese sentimiento de remordimiento era algo nuevo en él. Tres años atrás, jamás de los jamases se le habría pasado algo tan empático por esa cabeza suya. Su habitual individualismo había ido abriéndose al mundo, y ese era un rasgo que aprendió a apreciar. Aunque pensar en su progreso como persona en aquellos momentos no era más que una mera distracción. De alguna manera, tan solo quería olvidar.

Calles cruzadas, a algunos metros de distancia del edificio. Allí, los empresarios restantes observaron perplejos cómo todo el lugar que minutos antes habían ocupado explotaba en mil pedazos de magistral manera, dando forma a un cuerpo etéreo rojo, negro y dorado que aniquiló la estructura hasta deformarla y consumirla. Después, diminutos trozos pétreos de la construcción salieron desperdigados a gran velocidad en compañía de un molesto humo grisáceo. Los trabajadores tuvieron que protegerse las cabezas con los brazos de la lluvia de perdigones. Algunos fueron golpeados y, a pesar del tamaño diminuto de las piedras, manó sangre. La explosiva destrucción del edificio hizo que se precipitaran con tal brío que hasta el beso de un simple pedacito de escombro podía provocar severas hemorragias.
Bottollo había sido disparado recientemente en la espalda por parte de un francotirador oculto, agonizando sobre la improvisada camilla que le ofrecieron. Y, cuando vio desvanecerse todo el lugar frente a sus ojos, aquel molesto dolor que lo atosigaba quedó olvidado. La devastación absoluto solo significaba una cosa para él: su gran amigo Bástidas había muerto.
—B-Bástidas... no puede ser esto cierto, no... —un devastado Bottollo Sáenz cayó de rodillas del catre consumido por la desolación.
Ninguno de sus empleados había visto nunca al jefe reaccionar de esa manera. Había caído en desespero, y tal era el dolor en su interior que el daño que hendía sus músculos ni siquiera parecía serle relevante. Cuando llegó la ambulancia, ni siquiera quiso poner nada de su parte. Tuvo que ser arrastrado por los médicos que llegaron a por él, que incluso pensaron que necesitaría ayuda psicológica. El recuerdo de su amigo Bástidas permanecía vivo en su mente, y era tan auténtico que ejercía mayor fuerza que un disparo.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora