Acto CXLIII: La espada

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—¿Veinticinco leurs? ¿Pero esto qué es? ¡Ni los Intendentes eran tan descarados!
Kayt salió escandalizado del cuartel policial, cruzándose de brazos mientras estallaba en ira. El alarido de furia que ahogó espantó a los transeúntes más cercanos.
—Ha sido injusto, pero será mejor que lo paguemos —supuso la sensata D'Erso—. Han llevado a Koda a ese centro de atención animal, y hasta te han quitado la espada.
—No tuve que haberlo permitido —refunfuñó Kayt.
—Sabes que no puedes depender de tus poderes, mucho menos en la gran ciudad —dijo la chica—. No queremos que toda Ronavian sepa que hay alguien como tú suelto.
—Ni que fuera un asesino en serie —gruñó el poseedor—. ¿Sabes? Por esto odio tanto las ciudades. Son sucias, están corruptas y la gente te trata como a escoria. ¿Acaso tenían esos agentes algo contra nosotros?
—Bueno, atravesamos una carretera principal con un mastodonte —D'Erso esbozó una mueca cómica—. No es algo que se vea todos los días.
—No creo que tal cosa aparezca en su código penal. ¿Es que tienen motivos para juzgarnos? Pienso llamar a un abogado, ¡o ocuparme por mi propia mano!
—Uno, yo que tú no me metía en asuntos jurídicos; y dos, no vuelvas a armarla. Tuvimos suficiente con un oso herpento y un monstruo de humo negro.
—Ya —Kayt refunfuñó entre dientes, maldiciendo a quienes lo habían multado—. Odio la vida moderna, con sus estrictas leyes y su irreverencia hacia la naturaleza humana. Saldremos de este infierno de asfalto y no volveremos a desviarnos del camino.
—Genial —D'Erso puso los ojos en blanco—. ¿Por qué no le echamos un vistazo a las tiendas? Algo bueno podremos sacar de todo esto.
Decidido, Kayt se encogió de hombros.
—Tú lo has querido. ¡Pero que sea rápido!

Una vez pagaron la multa y una patrulla policial los escoltó hacia los límites de Ronavian, los viajeros abandonaron la gran ciudad a lomos de Koda. Lo estaban deseando, especialmente Kayt, así que no miraron atrás.
Los bosques de Pkrell poseían una variación de tonalidades claras, en contraste con la oscuridad predominante de Duttos y Yettos. La amplia extensión entre árbol y árbol provocaba que la nieve atestara cada fracción de tierra, apilándose sobre distintas capas de sedimentos.
El terreno era la antítesis del duttiano, donde los protagonistas eran la espesura vegetal y la irregularidad del terreno. Las aves se avistaban por bandadas en los claros, entonando vivarachos cantos con un toque primaveral a un gélido invierno que poco tardaría en perecer. Azotando las más débiles ramas, levantaban el vuelo cuando el ser humano se hacía presente en los alrededores, alejándose a toda prisa dejando caer copos de nieve desde sus gráciles plumas. Allí quedarían sepultadas hasta que el verano hiciese su aparición, trayendo consigo suficiente calor como para convertir la nieve en agua purificadora.
Koda, reduciendo el plumífero recuerdo de un ave invernal que despegó hacia tierras mejores de un pisotón, marchaba con sosiego. Aunque las ciudades de Pkrell no eran precisamente acogedoras para los extranjeros, los bosques eran pacíficos, bellos y con un toque salvaje al mismo tiempo. La vida brotaba y se desvanecía de mil maneras en su trepidante mundo de batalla, donde lo dejado atrás era pasto del olvido bajo tantas capas de nieve.
Kayt y D'Erso no eran relevantes para nada ni nadie allí donde no quedaban ni cánticos remotos, mucho menos para la hostil naturaleza de la región. Si a alguien importaban, debía ser tan solo a ellos mismos. Aunque memorias mejores los sepultaran, cada paso dado quedaría en el recuerdo de su rumbo errante.
Acomodándose cerca de unos arbustos de hojas lobuladas, Koda se acomodó tranquilamente. Arrullados por una complaciente brisa, Kayt y D'Erso durmieron como lirones aquella noche, a escasa distancia, mano contra mano como solo un dulce sueño los permitió.

Kayt fue despertando poco a poco, con la espalda algo dolorida debido a una postura inadecuada. Veía el mundo distorsionado, como un débil borrón gris. Lentamente se le fueron separando las pestañas, arrugadas por las legañas.
Entonces, algunas voces extrañas de desconocida procedencia se proclamaron como un lejano eco. Fue al final una fría sensación lo que consiguió espabilarlo, no producto de la nieve o el hielo ambiental, sino de algo mucho más gélido, casi glaciar: el acero de una espada, cuya punta afilada rozaba la suave piel de su cuello.
Empuñándola, un hombre peculiar sonreía de manera taimada.
Y no estaba solo.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora