Acto CIV: El ritmo de la noche

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Aquel instrumentista no se equivocaba: Cordeonica era, sin duda, una de las ciudades más marchosas que habían visitado.
La música era la peana que sostenía la urbe, y todos los músicos conformaban con su melódico entusiasmo la riqueza del lugar. El ritmo estaba presente allá donde miraran: violinistas, guitarristas, tamborileros, cantantes, algún que otro bailarín...
De hecho, los antiguos juglares y músicos errantes aún se paseaban por aquellas calles. Resultaba de lo más curioso, pues habían transcurrido cientos, tal vez miles de años desde su decadencia. Aquella ciudad era una joya inmersa en un tiempo paralizado.
Pero a nadie le fascinaba aquel ambiente tanto como a Aia. El ritmo hacía del paso por la ciudad algo más ameno, cosa que el maestro mental agradecía. Disfrutaba de la música tradicional que se tocaba en las calles, donde el verdadero talento de los artistas salía a la luz.
Sin embargo, siempre había algún pretencioso en busca de leurs fáciles que tocaba sin saber, provocando molestas notas agudas que alteraban la parsimonia general. Aun así, eran pocos los que se atrevían a llamarles la atención.
No faltaban tampoco iniciados en el mundo de la música con poco más que un instrumento barato, sus manos y un sueño por cumplir. Sus notas no solían sobresalir, pero daba gusto ver cómo aprendían de sus errores para mejorar en su empresa.
Pero sobre todo abundaban los expertos talentosos, individuos que hacían gala de sus dotes en cada esquina. Muchos de ellos autodidactas, tocaban como auténticos ángeles bajados del cielo. Quienes decían que no se podía hallar en ningún otro lugar tanto talento artístico como en Cordeonica llevaban razón.
Mientras escuchaba las agradables melodías de las engalanadas calles de Cordeonica, Aia silbaba felizmente al ritmo de las múltiples canciones.
A Soka, próximo a Kayt, parecía serle todo indiferente. Y su amo, de forma contraria a su maestro, no había tardado en cogerle asco al jovial ambiente. ¿Cómo podían expresar alegría a los cuatro vientos en unos tiempos tan oscuros? Además, ni siquiera le agradaba aquel tipo de música. No era de su estilo, pero, en un lugar en el que la música era el pan de cada día, sus oídos habían de asimilarlo. No era algo del todo molesto, pero las felices flautas dulces y los danzantes violines no casaban con él.
—Mira, Kayt —Aia le mostró una riñonera que acababa de adquirir en un mercado, del tamaño de un gato mediano—. Me ha costado tan solo ocho leurs, ¿a que está de lujo?
—No me gustan las riñoneras —desinteresado. Kayt miró hacia otro lado—. Soy más de mochilas, o de alforjas.
—Las riñoneras pueden ser más versátiles dependiendo de la situación. Imagina que has de extraer una reliquia en un instante a vida o muerte. Si te demoras en extraerla de tus alforjas, morirás. Pero, de tenerla accesible sobre tu abdomen, sobrevivirás. Actos tan sencillos pueden salvar la vida de un hombre precavido —afirmó Aia, capaz de sacar a la luz su sabiduría incluso con temas tan triviales.
—Siempre haces un mundo de todo —resopló Kayt.
Pero maestro no tardó en reparar en el pesimismo de Kayt.
—¿Qué te pasa? —le preguntó—. ¿Estás triste o algo parecido? ¿Es por Soka?
Kayt suspiró. Su suposición lo hizo rebuscar en el baúl de los recuerdos. Pero no, no era ese el foco principal de la molestia.
—Simplemente no me gusta el ambiente de esta ciudad. Es... cómo decirlo... demasiado... ¿despreocupado?
—¿Y de verdad crees que eso es algo malo? —Aia frunció el entrecejo—. Deja a las gentes cordeónicas ser felices.
—Lo sé, pero no estoy acostumbrado a estos ambientes. Siempre pasamos los días en lugares tan vacíos y tristes, pero este es distinto. La sensación que transmite me resulta hasta hostil. Son tiempos oscuros, la alegría se extinguió hace mucho. No le veo sentido a fingir tantas sonrisas.
—Hay personas que disfrutan de la pena, sea o no cruda la situación. Yo no soy una de ellas, pero he conocido a muchas a lo largo de mi agitada vida. Veo que tú eres una de ellas —Aia escupió una carcajada.
—Puede ser —Kayt rio también, aunque a su sobria manera—. Sé que la Caída no golpeó de lleno a Bistario, que estas tierras están repletas de esperanza, pero el daño persiste allá donde el infectado vaya. La pena por la miseria no abandona jamás a quien la porta.
—Es comprensible —supuso el sabio Aia, una mano sobre el hombro del joven—. Pero te diré algo más, Kayt: intenta olvidarlo, aunque solo sea por unas horas. Disfruta del ritmo de la música, y quizá seas feliz por unos instantes.
Al encontrarse frente a un grupo de cuatro animados músicos, Aia se dispuso a explicar a Kayt la belleza en cada nota de aquellos cánticos, además de la estructura sinfónica de la canción. Para el joven Dracorex fue algo aburrido cuando menos, pero al propio Aia le resultó divertido solo por recordar conocimientos de aquellos días en los que la música era el pan de cada día.
—Es importante que las voces se coordinen, pues son como un instrumento más. Deben sonar como es debido, ¿sabes? Con potencia, cargadas de sentimiento. Así es como debe ser. No deben desentonar, claro está, mucho menos a la hora de los agudos. Si lo hacen, la armonía se rompe y no hay ritmo. El cante es como un cirujano: no debe fallar jamás —mientras Aia relataba, Kayt no dejaba de bostezar. Ni siquiera intentaba disimularlo. Detestaba cuando su maestro se explayaba con cualquiera cosa—. Esta agrupación sabe cómo se hace, no hay más que verlos —el poseedor se mantuvo en silencio unos segundos, deleitándose con la agradable melodía—. Son expertos. Ojalá hubiera más gente como ellos en el mundo, en Yettos por ejemplo. Animarían esas caras tan largas.
Kayt puso los ojos en blanco.
"—Suerte que no es así".
Al final Kayt acabó por echar a andar junto a Soka, distanciándose de los banales asuntos del maestro. Desganado, se alejó hacia las afueras de la ciudad. Se colocó lo suficientemente lejos como para no escuchar el rumor musical, donde el mundo salvaje volvía a abrirse paso. Tomó asiento sobre la verde hierba, alejada de la para nada silenciosa humanidad. Estaba oscureciendo, pero aún había suficiente sol en el firmamento como para iluminar todo Bistario. Pronto caería, así que decidió observar junto en compañía de Soka las últimas horas de luz en aquel lugar apartado del mundanal barullo.
Frente aquel sol a punto de dar paso a la luna, Kayt empezó a reflexionar. Dedicó sus pensamientos tanto a Dorann como a Soka, dos de sus ejes de preocupación.
Profundizó en el incidente que tanto daño le había causado, y no solo por el ámbito físico. ¿Realmente Dorann estaba dispuesto a matarlo? Había afirmado con anterioridad que lo necesitaba, y le había pedido que se uniera a su bando aunque Kayt no hubiera hecho más que negarse. No parecía haber tomado una decisión clara.
En cambio, Kayt estaba totalmente convencido de que su hermano merecía el castigo final: la muerte. Alguien tan cruel como él, un segador de tempestades con eterna sed de sangre, no merecía seguir viviendo en su mismo mundo. No había cabida para él y sus discutibles acciones en el nuevo mundo con el que soñaba.
En cuanto a Soka... Kayt ni siquiera sabía qué opinar. Aia le había recomendado sutilmente que se deshiciera de ella, pero Kayt no lo veía siquiera como una opción. Soka era parte de él, como un órgano vital. Era ese lado dulce y cariñoso, necesitado de amor, pero también la violencia desmedida, sin cuartel ni distinciones entre amigos y enemigos.
Planteada la cuestión, no sabía si merecía realmente la pena escuchar a su maestro. Soka ya le había causado graves problemas con anterioridad, y lo había vuelto a hacer recientemente. En ambos casos, Dorann había estado también relacionado y había acabado pagando las consecuencias. ¿Acaso era Dorann el origen de todos sus males, o había creado por su cuenta sus propios demonios?
Pero Kayt ni siquiera sabía cuándo su tulpa podría volver a rebelarse por cuestionables motivos. Después del todo, la dulzura del ser que había creado, ese mismo que ahora descansaba plácidamente a su vera, no era más que un disfraz. La traición era el mayor de sus miedos, e incluso podría ocurrir que se volviese del bando de Dorann. No por propia cuenta, pues le había entregado todo el amor posible para que jamás lo abandonara, sino manipulada por la retorcida psicología de su hermano.
Aún recordaba la trágica historia de Kopepod. Aia le había dejado claro en su narración que los seres tulpas eran pérfidos, traicioneros, reflejos de lo peor de sus creadores. La mente era sabia, quizá demasiado, lo que la conducía a semejantes encrucijadas. Tanta energía desatada acababa siempre por golpear al propio emisor.
Cuando Kayt reparó en Soka la encontró apoyada plácidamente sobre su costado. Ella le hacía compañía siempre que la necesitaba, no daba un ruido mientras perdía su mirada de oro líquido. No quería perderla, no de nuevo. Ansiaba que siguiera junto a él por siempre, su confidente, su apoyo moral. Que jamás se volviera a rebelar, que pasara a su lado el resto de una vida sin duelo, una vida de caricias y sentimientos recuperados. Un sueño que nunca había llegado a plantearse, quizá por lo quimérico que era.
—No me dejes nunca solo, Soka.
Entonces se inclinó hacia ella y le dio un fuerte abrazo, envolviendo su esbelto cuerpo con sus brazos. Soka se lo devolvió y comenzó a emitir calor, una forma de demostrar su amor.
—No cambies jamás.
Al cabo de un rato, cuando el sol se escondió más allá del horizonte, Kayt se irguió con cuidado. La noche volvía inseguros los lugares salvajes como aquel.
—Volvamos a la ciudad —ordenó—. Aia debe estar preocupado.
No fue difícil localizar al maestro gracias a la ayuda de las ondas mentales. Lo halló en una zona comercial, contemplando con estupor los escaparates repletos de objetos de lujo. Destacaba una serie de caros instrumentos con etiquetas que rezaban números de tres, incluso cuatro cifras.
—Me encantaría aprender a tocar el laúd, pero son doscientos cincuenta leurs. Y eso que es el más barato —comentó Aia, disgustado.
—Siempre te queda la opción del hurto —Kayt dejó escapar una risa.
—Estos vendedores no son idiotas —Aia comenzó a gesticular—. Son profesionales, Kayt, no son los típicos tenderos estúpidos a los que hasta un niño puede engañar. Hay que tener mucha osadía para intentar robarles algo.
—Recuerda que tienes contigo el poder de la mente. Puedes lograr lo que sea, y supongo que llevarte un laúd sin pagar debe estar entre esa infinidad de opciones.
—Vaya, qué mal empleas tu astucia —dijo Aia con ironía—. Aun así, ¿quién me iba a enseñar? ¿Y qué se supone que iba a tocar?
—Puedes ser tu propio maestro —razonó Kayt.
—Eso sería difícil, pero no imposible. Ainque tal vez me anime un día de estos —Aia colocó sus manos sobre la cadera sin quitarle ojo a un bello laúd de quinientos leurs—. Nunca es tarde para empezar.
—Claro —Kayt se acercó más a él, y Soka hizo lo mismo—. Cuando volvamos a Yettos, iremos a Ventorr e intentaremos conseguirte alguno. A lo mejor Azmor puede usar sus habilidades para obtenerlo gratis... o rebajado, si no te parece ético.
Entonces, Aia entonó una carcajada.
—El viejo Azmor no es de esos, nos instaría a sacar nuestras propias castañas del fuego —se estiró—. Además, la manipulación no funciona con todas las personas. Tendríamos todo a nuestro alcance si no.
—Sería fantástico —afirmó Kayt.
—Tal vez, aunque la moral se nos quedaría por los suelos —Aia se frotó la barbilla.
—¡Qué más da! —exclamó Kayt en un tono poco elevado—. Lo importante es que nosotros salimos ganando. Nosotros, que hacemos y predicamos el bien. ¿Por qué no obtener una recompensa por nuestra propia cuenta?
Pero Aia lo miró con cierto recelo.
—¿Y tú quieres cambiar el mundo para liberar a la humanidad? —comenzó a reír—. Pues no lo parece con esa actitud.
—Poco a poco —dijo Kayt—. Primero tengo que lograr mis objetivos, soy un hombre humilde. El Emperador de la Tormenta siempre hace lo correcto, dentro de lo que cabe.
—Ojalá sea así —Aia extendió la mano hacia él y le revolvió el pelo. Llevaba teniéndolo hecho un lío desde hacía tiempo—. Oye, ¿y de dónde has sacado ese apodo?
—¿El Emperador de la Tormenta?
—Sí, ese tan presuntuoso.
—¿Presuntuoso? Evoca misticismos, poder poder —Kayt se cruzó de brazos—. Se me ocurrió durante una noche mientras contemplaba una tormenta. Además, casa con el nombre de mi espada.
—Disculpa que siempre se me olvide.
Tempestad perpetua —Kayt combinó emoción con frustración.
—Qué te gusta llamar la atención —sonrió Aia—. Y también las las tormentas, por lo que veo.
A su manera, Kayt asintió.
—Muestran el verdadero poder escondido de la naturaleza. Como cuando yo desato la fuerza de mi interior —Kayt se llevó la mano a la empuñadura de su aliada de acero—. Dentro de mí hay una tormenta eterna, y no cesará hasta que no llegue el día en el que el mal se marche de estas tierras. Por eso me gustan, porque me identifico con ellas. Creo que, de una u otra forma, yo soy la tormenta.
Y Aia exhaló una risita nasal.
—Y yo el rey de Última Corona —dijo—, pero de sueños no se vive.
Llegada una siniestra noche, los tres buscaron un lugar donde comer. No iban faltos de dinero, y deseaban disfrutar de una cena en condiciones. Así pues, acabaron en un restaurante llamado El Juglar Borracho. No solo era un local ideal para comer y beber hasta la arcada, sino que también contaba con música en directo. A Aia le fascinaba la idea, aunque a Kayt le era indiferente. Le bastaba con que se sirviera buena comida. Al fin y al cabo, ¿no era ese el cometido de un restaurante?
Una vez dentro, algo que llamó la atención de Kayt y Aia fue la gran cantidad de objetos firmados por músicos destacados que había distribuidos por las paredes. Desde instrumentos a camisetas, se extendían por doquier.
Aunque Kayt se fijó en todos ellos, se dio cuenta de que no conocía a ninguno.
—Son músicos de mi época —comentó un nostálgico Aia—. Me alegra ver este tipo de recuerdos por aquí. Hace años que no oigo hablar de ninguno de ellos.
Kayt miró hacia los lados.
—Ajá.
De pronto, Aia hizo ademán de sorpresa.
—¡Anda, si hasta hay una maceta firmada por el mismísimo Cústiko!
—¿Quién demonios es ese? —preguntó Kayt, ceja arqueada.
—Era un cantautor más famoso que el pan cuando yo era joven. Sus canciones eran tan apasionadas que hacían llorar a cualquiera. Pero, como muchos otros artistas, desapareció. Nadie sabe si sigue o no con vida. Es una pena —Aia colocó la mano sobre el pómulo y suspiró—. Cuánto talento desaprovechado.
Mientras tomaban asiento en una mesa para tres del fondo, Kayt y Aia repararon también en la presencia de un escenario. La música en directo era inminente, y Aia la esperaba con ansia.
Después de pedir la cena (no sin tener que dar una excusa para la falta de apetito de Soka), Kayt preguntó por hidromiel. Llevaba semanas sin probarla, pero no parecía que ningún local contara con su distribución.
—¿Por qué no habrá en ningún sitio? —preguntó confuso—. Me saca de mis cabales.
—O han cortado las comunicaciones comerciales, o no gusta por aquí —dedujo Aia.
—Me extraña que no guste —Kayt se frotó la barba cada vez más frondosa—. Tiene un sabor exquisito y repleto de vitalidad. Además, se tomaba hace miles de años. Fue una de las primeras bebidas alcohólicas que se fabricaron, ¿sabes?
Aia asintió. Lo sabía de antemano.
—Era muy apreciado por los antiguos caballeros, que heredaron la fórmula de los bárbaros de Cincirius —comentó—. Tiene un sabor potente, y eso fascinaba a los guerreros. Quizá por eso haya dejado de gustar.
Kayt soltó una risotada.
—Maldición, no saben lo que se pierden.
A medida que transcurría el tiempo, más gente iba llenando el local. Toda clase de individuos cruzaron la puerta de acceso, desde juerguistas ávidos de alcohol hasta refinadas parejas.
Gracias al poder de la mente (aunque también al aburrimiento), Kayt decidió atender a las conversaciones de otros clientes. Unos jóvenes galanes hablaban sobre la hermosura de una chica que todos ellos parecía conocer bien. Ojos celestes, oscuro cabello rizado y rostro ovalado, también pechos abundantes. Kayt no entendía cómo podían ser tan superficiales.
No muy lejos de allí, una pareja conversaba pausadamente sobre música tradicional. Sin duda, Aia le hubiera encantado ser partícipe de esa conversación. A él le era indiferente.
A su vera, dos amigas cotilleaban sobre los demás clientes, burlándose de algunos y elogiando a otros. ¿Qué habrían dicho de él?, se preguntó. Posiblemente nada agradable. No solía dar una buena primera impresión.
Entonces, Aia interrumpió el entretenimiento de Kayt al darle unos golpecitos suaves en el hombro. Al sentirlos, Kayt desconectó y perdió la frecuencia que le permitía acceder a conversaciones ajenas. Todo volvía a ser parte de un repetitivo murmullo.
—¿Pasa algo? —le preguntó Kayt, falto de todo interés.
—Sí, mira —Aia señaló con el dedo hacia el otro extremo de la sala, donde dos personas apoyadas en la pared parecían esperar algo.
Kayt frunció el ceño.
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó.
—Fíjate bien —El dedo de Aia apuntaba directamente a un violín posado en el suelo—. Son músicos.
Sardónicamente, Kayt dijo:
—Vaya, serán los únicos de Cordeónica.
Al cabo de un rato, al subir al escenario, la pareja se dispuso a tocar. Para ello se prendieron los focos, alumbrando a ambos músicos.
El violín lo empuñaba un hombre joven de cabello rojizo. Su rostro era afilado, portador de plena seguridad. Al igual que su compañera, desprovista de instrumento, iba vestido con prendas tradicionales de una clase social baja.
Al carecer de instrumento, era evidente que la chica iba a usar su voz. Tenía el cabello largo y castaño, decorado en lo alto con una flor de ibisco, e iba levemente maquillada. Destacaba la línea de sus ojos, afilada cual saeta.
De pronto, el violinista extrajo de su manga un arco de madera. Era su momento.
—Esta noche —declaró—, mi compañera y yo tocaremos una versión algo modificada de Fríos días, amor abierto. Esperemos que os guste, porque la hemos preparado con esmero —esbozó una elegante sonrisa y la gente comenzó a aplaudirle, especialmente las jovencitas.
Cansinamente, Kayt contó segundo a segundo la duración de la canción. Resultó un total de cuatrocientos veintidós segundos, eso sin contar los casi treinta latidos de aplausos tras semejante cruce de notas atropelladas.
—Qué talento —suspiró el maestro Aia tras su ráfaga de aplausos.
—Qué cosa tan melosa, cielos —se quejó Kayt—. No soporto lo trivial.
Pero Aia puso los ojos en blanco y dijo:
—No hay quien te entienda, Kayt.
Tras una pareja de enamorados cantarines y un borracho muy marchoso que entornó una ridículo versión de una canción popular sin un ápice de vergüenza, un inesperado grupo subió al escenario. Su aspecto y sus pesados instrumentos llamaron la atención de Kayt, que al fin se sintió cautivado. Todos los miembros de la banda llevaban el cabello largo, al igual que él, aunque salvajemente suelto. Vestían por completo de negro y lucían collares y pulseras con diversos símbolos paganos que fascinaron al joven.
—¡Vamos a tirar este sitio abajo! —exclamó el cantante con su gutural voz—. ¡Dadle duro, Demonios!
Solo entonces los ojos de Kayt titilaron como estrellas.
—Esto sí, joder.
Su maestro, indiferente, se cruzó de brazos.
—Supongo que ahora me toca a mí ser el estirado.
Cuando la guitarra y el bajo fueron afinados, la marcha dio comienzo. Un potente riff rebotó por toda la sala gracias al par de altavoces, el estruendo hecatómbico cautivando por completo a Kayt. La canción lo tenía todo para agradarle: agresividad, potencia y un matiz de melancolía.
Finalizado el tema tras un atrapante solo del guitarrista, Kayt aplaudió más que nadie y hasta silbó con los dedos. O al menos lo intentó, ya que no salió como esperaba.
—Gracias a todos, gracias —dijo el cantante, el rizado cabello alborotado debido a sus brutos movimientos—. Somos Demonios de Hielo, y este tema fue el primero que compusimos, Sangre de un Traidor, del disco La Senda del Horror. Próximamente en venta.
Aquello hizo que a Kayt se le ocurriera una idea.
—¿Te imaginas que ese disco sonara en Bastión Gélido a todas horas? —preguntó con entusiasmo—. ¡Sería brutal!
Del todo reacio, Aia negó con la cabeza múltiples veces.
—A mucha gente le resulta algo... insoportable, este tipo de música. A los diez minutos llegaría alguien con un hacha a cargarse el reproductor.
—Supongo que no todos tienen la capacidad de captar el verdadero arte —resopló Kayt.
Al cabo de una hora, estando el restaurante a punto de cerrar, Kayt, Aia y Soka abandonaron la mesa para dirigirse a la posada y dormir al fin. Antes de todo eso, Kayt buscó a los Demonios de Hielo en pos de ayudar a reducir su curiosidad. Le había ordenado a Soka que no lo siguiera, pues deseaba conocerlos en solitario. Hablar con ellos podría resultar bastante satisfactorio.
Tan escandalosos como eran, no fue difícil encontrarlos. Se estaban tomando unas cervezas tras la puerta del local, a un lado de un maloliente contenedor de basura. No parecían tener muchos escrúpulos.
—Me ha encantado vuestro tema —les dijo un honesto Kayt al aproximarse con sigilo.
—Me alegro, tío. Que el espíritu del metal te acompañe —el cantante, que lucía gafas de sol aunque fuera de noche, le sonrió—. Siempre es de agradecer ver más hermanos de la noche.
—Ah, y no olvides comprar La Senda del Horrorel bajista le guiñó un ojo—. Saldrá de aquí a una semana en todas las tiendas de música, o eso esperamos, aunque solo el treinta por ciento de los beneficios acaban en nuestra cartera. Lo demás se lo queda esa condenada compañía discográfica.
—¡Malditos cabrones! —ladró el batería, un hombretón con una gran barriga cervecera y larga barba enmarañada—. Los diablos se los lleven a todos ellos.
—Seguro que las ventas superan las expectativas —dijo Kayt.
—Ojalá sea así, chaval. Está la cosa regular, y necesitamos que nos suelten guita si queremos seguir componiendo —siguió el guitarrista. Sus entradas denotaban que tarde o temprano perdería su preciada melena rubia—. Si no, todo se irá al carajo. Y no es plan.
—No os preocupéis —Kayt se fue alejando poco a poco. Le molestaba el hedor del contenedor, y además debía volver a sus aposentos—. Tendréis lo que os merecéis —alzó el puño—. ¡Seguid así!
—¡Lo haremos, hermano! —el cantante levantó también el brazo, y los otros tres lo imitaron.
Rememorando la despedida, Kayt se dirigió alegremente hacia la posada tarareando lo poco que recordaba de la canción. Había pasado un buen día, al fin podía admitirlo. Acostumbrarse a ello podría realmente marcar la diferencia.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora