Acto XXIII: La posada de los muertos

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Todas las atrocidades cometidas por Aval estaban a punto de ser ajusticiadas. Todos y cada uno de los demás crueles hombres de la aldea habían caído muertos, y él se encontraba en el suelo abatido y en soledad. Su rostro había sido teñido de rojo tras el ataque de Risend. Los rasguños parecían palpitarle como obra de un castigo divino.
—Por favor, sé que no suena bien, pero os ruego que me perdonéis la vida —el asesino suplicaba sin parar—. Solo soy un loco. ¡La culpa no es mía, sino de mi subconsciente!
Diolo no pudo evitar proferir una risotada.
—La peor excusa que he escuchado en toda mi vida —pronunció, las manos en los bolsillos—. Y mira que he escuchado excusas ridículas.
El resto del grupo ignoró las palabras del reo de muerte. Independientemente de aquello que escapara de sus agrietados labios, su miserable vida había de recibir su final.
El joven Kayt se encontraba frente a él. El deseo de venganza crecía en su interior, y se sentía deseoso de fulminarlo de una vez por todas. No esperó a escuchar más indignas palabras, así que levantó su brazo y liberó una salvaje horda de ondas. Se dirigieron violentamente hacia su mente con el fin de culminar su estrepitosa caída. Sin embargo, no todo ocurrió como él esperaba.
Kayt nunca había enviado ondas hacia la mente de una persona, por lo que aquella experiencia fue algo completamente nuevo para él. Consiguió con éxito penetrar en lo más hondo de sus pensamientos, un lugar tan sombrío como se podría imaginar. Buceando entre recuerdos sanguinolentos, consiguió localizar imágenes de su pasado. Su misión era arrancarle la vida de cuajo, pero no perdería nada revisando antes un poco su existencia pasada.
Lo que Kayt vio lo dejó anonadado. Trece años y medio atrás, cuando Aval tenía tan solo veintiuno a sus espaldas, ocurrió algo fatídico. A pesar de su edad, tenía dos hijos bastante jóvenes. La mayor era una niña llamada Visne; el menor, un chico llamado Petro. Tuvo lugar duranta el aniversario de Visne, que cumplía cuatro años. Para celebrarlo de una forma económica, la novia de Aval, con quien pronto tenía pensado contraer matrimonio, organizó una pequeña fiesta de cumpleaños en su propio hogar, a la que asistieron amigos y familiares. No fue algo solemne debido al bajo nivel adquisitivo de la familia, cuyo hogar se hallaba en un barrio marginal, pero hubo ingentes cantidades de cariño.
La celebración fue viento en popa, por lo que la madre decidió traer la tarta, que contaba con cuatro velas rojas. Las llamas se balanceaban sobre ellas. La novia de Aval le cedió el cuchillo a su pareja para que cortara la tarta, y fue en ese instante cuando el latir del mal despertó.
Cuatro llamas. Un augurio. Algo se activó en su interior, e incluso su mirada cambio. Miró el cuchillo afilado y reluciente que le había sido entregado y se fijó en su propio reflejo. Cuando visualizó su rostro retorcido, ya no era el mismo. Avalore Flowers había muerto.
Un tajo veloz rebanó el cuello de su hija. El caos se desató en la sala, chillidos sin cesar y descarnados llantos. Nadie era capaz de creer lo presenciado. La hoja ensangrentada fuera de la carne muerta, Aval agarró con una nudosa mano a Petro. El pequeño sufrió el mismo destino que su inocente hermana. La sangre lo salpicó todo, la desesperación arraigando en el infame lugar.
Tras la brutal masacre, la justicia se ocupó del asesino. Aval, considerado de alta peligrosidad, acabó ingresando en una de las más inmundas y remotas prisiones del país. Su condena lo mantendría de por vida entre rejas, donde no podría hacer daño a nadie más que a sí mismo.
Las cruentas imágenes de los niños degollados por su propio padre dejaron a Kayt paralizado. El chico reflexionó durante un instante, pues la situación requería de una premeditación en condiciones. Llegó pronto a una conclusión, y con ello decidió que destruir su psicopatía desde dentro sería una bueno opción.
Desconocedor de la estructura y organización de la mente, el joven Kayt mandó ondas gamma hacia todas direcciones. No obtuvo el resultado deseado, pues Aval cayó inconsciente al instante. Kayt, los ojos como platos, volvió a la realidad.
—Por fin —suspiró Tyruss.
—¿Ya se ha muerto? —Wills se acercó al cuerpo lánguido.
Kayt frunció el entrecejo, algo confuso. A su espalda, Soka lo protegía de un mal que ya no existía.
—Creo que no —declaró el joven—. Lo he hecho mal. Me temo que su corazón sigue latiendo.
—Lo corroboro —dijo Azmor de brazos cruzados tras todos ellos—. Late, pero con un ritmo distinto.
De repente, Aval se despertó. Miró hacia todas direcciones con unos ojos que no le pertenecían. Jadeaba como un animal desorientado y hambriento.
Tyruss, decepcionado al descubrir que el condenado seguía con vida, volvió a sujetar su escopeta de doble cañón. Ser quien se ocupara del criminal le hacía mucha ilusión.
—Esto va a ser satisfactorio —dijo, y apuntó a la cabeza.
Sin embargo, no abrió fuego debido al desconcierto. Tyruss no fue el único en advertir que Aval estaba actuando de una manera inusual, algo nunca visto hasta el momento. Abría la boca en vano, incapaz de pronunciar palabra, y no dejaba de inclinar la cabeza hacia un lado y hacia el otro como un perro callejero lo haría. Azmor, frotándose con los dedos la frondosa barbilla, sacó algunas deducciones en base a su comportamiento impropio de un ser humano promedio.
—Creo que ya sé qué has hecho, Kayt —dijo—. Has inhabilitado ciertas secciones de su mente, pero sin llegar a matarlo. Ha perdido funciones motrices y la capacidad de raciocinio, por lo que se puede decir vulgarmente que se ha quedado medio tonto. Creo que será mejor que lo sacrifiquemos de una vez por todas.
En ese mismo instante, Diolo apartó al maestro mientras retiraba el seguro de su pistola.
—Dejádmelo a mí, gandules.
El preciso pistolero apuntó hacia la cabeza a Aval, mas el ahora estúpido criminal se percató rápidamente. Estando el pistolero a punto de acabar con su lamentable vida, Aval se irguió como un simio lo haría y salió corriendo en dirección al ramaje del bosque. Sus torpes bamboleos lo salvaron de recibir la bala que le daría sentencia final. Diolo, enfurecido, asestó al suelo un pisotón que retumbó.
—¡El muy cerdo ha escapado! —gritó.
Azmor se encogió de hombros.
—Ten en cuenta que en ese estado de deficiencia mental no sobrevivirá mucho tiempo en un lugar hostil como es el bosque, así que podemos darlo por muerto —razonó—. Por si os sirve de consuelo tendrá una muerte agónica, probablemente por inanición.
—O quizá lo devore algún animal —supuso Wills—. Así al menos servirá de algo.
—Me gustaría haberlo matado yo mismo, sinceramente —admitió el mosqueado Diolo—. Habría sido reconfortante.
Tyruss gruñó, apretando además la mandíbula. Lo ocurrido consiguió sacarlo de quicio, pero al menos podía contar con que no volvería a ver de nuevo al tan criminal. Imaginar su deceso era lo único que lograba tranquilizarlo.
—Debemos volver a la base —ordenó entonces—. Retornaremos cuanto antes para recoger a los fallecidos de nuestro bando. Les daremos a todos ellos un entierro digno como héroes caídos que son —Tyruss pudo al fin enfundar la escopeta—. A los enemigos muertos, en cambio, los incineraremos.
Wills estaba en desacuerdo.
—Será mejor dejarlos en el bosque. Así comerán los felinos.
—No, Wills —el aventurero lo miró de reojo—. Se envenenarían con su carne putrefacta. Lo que estos malditos merecen es ser ceniza para la eternidad.
Tras eso, los supervivientes dejaron atrás la pequeña aldea para marchar en dirección a la base. Diolo, que se encontraba en la última posición de la fila debido a su holgazanería, se fijó en algo que había pasado hasta entonces por alto. Tras la cabaña donde recibió Pot el disparo se encontraba su cuerpo inmóvil. En cambio de lo que pensaba, no había muerto. El traidor seguía retorciéndose de dolor en el suelo, por lo que Diolo se desvió del grupo para acercarse a él con pistola en mano. Su semblante lo decía todo.
—Mátame... —le rogó Pot. Tenía la boca a rebosar de sangre.
Diolo lo miró de soslayo.
—Eso ni lo dudes.
El viejo no volvería a cometer traición.
Mas Diolo no fue el único que quedó atrás a voluntad. Algo similar le ocurrió a Kayt, aunque no por una razón tan violenta. Se detuvo en el claro donde la batalla había acontecido, pudiendo observar a Risend el aurill devorando el cadáver de uno de los excarcelarios caídos. Sintió algo de grima, aunque se le pasó pronto. Poco después, se acercó a él para acariciarle el escamoso lomo de bandas color naranja.
—Gracias por salvarme antes —le dijo el chico—. Eres un reptil muy inteligente.
Curiosamente, Risend se quedó mirando al joven con sus afilados ojos. Sacó la lengua y estuvo por lamerlo, mas Kayt evitó que ocurriera. La tenía recubierta de humores enemigos. Tras despedirse a su reptiliana manera de Kayt, desapareció de un salto entre la maleza del bosque. Sacudió un árbol de un latigazo con la cola antes de desvanecerse.
Cuando todos los asuntos quedaron zanjados, Diolo y Kayt marcharon juntos en dirección a la base. El pistolero y el joven tuvieron por vez primera ocasión de hablar en privado. Sus personalidades eran las más opuestas del grupo original, por lo que ya podía imaginar uno cómo podían acabar tras cinco minutos de conversación.
Cuando llegaron de nuevo al lugar que se había convertido en su hogar, presenciaron cómo Luna y D'Erso aguardaban desde la entrada la llegada del equipo.
—¿Cómo ha ido? —les preguntó Luna. Ver a Tyruss entre los muchos supervivientes pareció aliviarla.
Antes de responder, Tyruss echó hacia atrás una fugaz mirada.
—Como puedes observar, hemos sufrido bajas. Han caído valerosos guerreros, pero hemos vencido a los salvajes —poder decirlo lo enorgullecía—. Ha habido que pagar un alto precio.
Justo después, se acercó a su amiga Luna para darle un abrazo.
—Me temí lo peor cuando no te localicé entre las filas —se lamentó Luna.
—No te preocupes —Tyruss le acarició cariñosamente el cabello dorado—. Volveré siempre contigo, Luna.
D'Erso trataba de otear a sus amigos, aunque localizarlos le no fue sencillo. Se hallaban al fondo del equipo, tras unos altos soldados.
—Me alegro de que estéis bien —D'Erso les dedicó una dulce sonrisa al encontrarlos.
Kayt se la devolvió.
—Ha sido una experiencia ardua —admitió—. Contártela puede ser divertido.
La idea ilusionó a la joven.
—Me encantaría.
—Te advierto de que es un poco violenta —dijo Kayt.
—No importa —sonrió cálidamente D'Erso—. Estoy acostumbrada.
Se alejaron en dirección a la base, dejando solos a la irregular pareja conformada por Azmor y Diolo. Eran polos opuestos, pero los años como supervivientes necropolitanos seguían uniéndolos.
—¿Les ves futuro a esos dos? —Diolo señaló con el pulgar a los jóvenes que se distanciaban de ellos—. Porque yo sí.
Azmor prefirió no contestar. El destino decidiría. Siempre lo hacía.
Finalizada la hostilidad, aquellos que mayor fuerza física tenían se ocuparon bajo la comandancia de Tyruss de cargar hasta la base con los cadáveres de sus difuntos compañeros y darles sepultura, también de incinerar los cuerpos de los enemigos. El emotivo funeral que se dio al atardecer convirtió a los mundanos en mártires.
La paz y la quietud había vuelto a establecerse en los adentros de la base, lo que supuso un paso hacia delsnte. No obstante, Kayt no se sentía partícipe de aquel sosiego unánime. Permanecía fuera de lugar respecto al asunto de las visiones. También le arrebataba el sueño lo acontecido con el habla de Soka, un hecho extraordinario. Antes de acostarse, Kayt siempre se detenía ante la tulpa durante algunos minutos. Por mucho que esperase, su mirada no volvió a ir más allá.
Cuánto misterio envolvía su vida, se decía al caer la noche. Él solo deseaba la verdad, nada más. Lucharía hasta desfallecer por ella, pero antes había de descansar. Solo el sueño profundo podía revertir todo ese dolor.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora