Acto CLXII: La sombra de tu legado

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Una lúgubre mañana plagada de niebla, los numerosos habitantes de Palacio Boureaux asistieron al funeral de Nana Roce.
Su inmensa sabiduría no había perecido con ella, pues había inculcado sus audaces valores a cantidad de jóvenes del palacio, futuras cabezas de sus prestigiosas familias. Gracias a la dama Roce, nuevas fortunas se forjarían para reforzar el imperio de aquellas nobles casas destinadas a regir Leurs.
En un cementerio célebre por albergar los féretros de algunas figuras de renombre pasó a yacer eternamente Nana. Con el ataúd aún abierto, su arrugado rostro asomaba cadavérica. Podía verse a la perfección incluso desde la distancia, infundiendo un inquietante terror en todo aquel que se atreviese a mirar. Muchos de los jóvenes debían apartar la mirada a petición de sus padres.
Según los forenses que habían analizado su cuerpo antes de llevarlo a la fosa, la vieja Nana había muerto de un paro cardíaco repentino, pues eran las ya muchos los años que pesaban a sus espaldas. Sin embargo, Felix seguía teniendo sus dudas: estaba convencido de que la causa del deceso era otra. Le parecía extraño que, después de pasar días delirando acerca de Dorann, hubiese muerto justo después de escupir todas sus sospechas. Por rocambolesco que pudiera parecer, Felix comenzaba a creer que Dorann podía tener algo que ver en el asunto. Su hijo adoptivo poseía unos misteriosos poderes que nunca había llegado a comprender: sabía que existían, pues había nacido y crecido en los tiempos de Menta, pero nunca le habían suscitado curiosidad. Ni siquiera le agradaban, como si perteneciesen a una casta infrahumana.
Por anciana que fuera, Nana tenía una salud de hierro, algo intrínseco en la sangre Roce, y un inexplicable infarto repentino le resultaba inusual. Aun así, no tenía pensado compartir con nadie su teoría. Desde luego, nadie lo creería. Lo mejor que podía hacer era mantener cerrado el pico y llorar la pérdida tanto como los demás. Después de todo, Nana Roce había sido como una mentora para él.
A su lado, Mellania y Bress miraban con cierto pesar el sepulcro de Nana. Ambas vestían largos vestidos de luto, bordados en negro con elegantes ribetes, mientras que él iba ataviado con un sombrío traje acompañado por una corbata gris. A diferencia de los demás padres, Felix no tenía intención de cubrir con una mano la visión de sus hijas. Algún día tendrían que verlo a él en la misma tesitura, y sería mejor que estuviesen preparadas.
Al ver que el rito no arrancaba, Felix levantó la vista para escudriñar el cementerio. No era la primera vez que asistía allí a un entierro, pero aun así le daba la impresión de que había cambiado desde la última vez. Recordaba bien aquella ocasión, cinco años atrás, en la que tuvo que pasar para dar el pésame a los familiares de su amigo (cosa de la que nunca estuvo seguro) Kitesboy Riee. Los lóbregos túmulos abundaban como cuervos alrededor de un cadáver putrefacto. Desde luego había más que cuando lo visitó por última vez, tanto que incluso una de las secciones parecía haber sido expandida por necesidad. Muchas de las lápidas se mostraban agrietadas por el paso del tiempo, pues quedaba constancia de que algunos de aquellos cuerpos llevaban siglos bajo tierra. Aunque todos habían sido afortunados en vida, a algunos parecía haberles ido mejor que a otros. Se deducía por el tamaño de las losas, algunas contando con auténticas obras de arte esculpidas en piedra o mármol. Otros de aún mayor prestigio yacían en pequeños mausoleos que encogerían a cualquiera. Los menos célebres (que habrían estado posiblemente al borde de ser arrojados a una fosa común) contaban con lápidas que pronto serían cubiertas por el barro y las enredaderas. El césped, de un sombrío verde, no recibía los cuidados adecuados, aunque aun así filas de altos cipreses acariciaban firmes las copas del cielo, una capa de niebla envolviendo sus tupidas ramas.
Definitivamente, un par de encargados llegaron para cerrar el ataúd y empujarlo para la eternidad. Tras eso, un enterrador fortachón se encargó con una pala de cubrir de tierra la fosa. Al acabar, uno de los nietos de Nana, Isaac Roce, un enjuto y refinado veinteañero, caminó hasta la lápida con la forma de una estrella cruzada, emblema de la casa Roce, para hacer unas declaraciones con su húmeda voz.
—Diana Roce, conocida por muchos como la señora Nana no solo fue una mujer insignia para muchos, sino también una abuela ejemplar. Me enseñó a ver las cosas desde varios ángulos, y a cómo organizar los negocios y administrar ganancias y pérdidas con la misma precisión. Si no hubiera sido por ella, no sé adónde hubiera ido a parar. Su pérdida ha sido para mí desoladora, y supongo que también para todos ustedes —las lágrimas afloraron en sus astutos ojos—. Nuestra familia llorará largo tiempo su ausencia, y por eso esperamos recibir apoyo del resto de habitantes del palacio. Sin la abuela Nana nuestro futuro será incierto, ya que ella siempre iluminó nuestro camino. Trataremos de seguir adelante mediante su sabiduría y recordarla como la gran mujer que fue en vida —a falta de un pañuelo, Isaac se pasó la mano por la nariz. De haber ocurrido durante una ocasión menos fúnebre, le hubieran soltado alguna que otra reprimenda—. Cabe destacar que mi amado abuela pasó unos últimos días terribles, un auténtico suplicio para ella. Nana actuaba extraño, ni siquiera parecía la misma. Un día incluso me llamó para comentarme que me alejara de ciertas personas, por precaución. La demencia comenzaba a hacer estragos, pero eran cosas de la edad, qué le íbamos a hacer —sorbió por la nariz—. Agradezco a todo Palacio Boureaux por asistir al funeral y rendir homenaje a mi abuela, pues no merece menos tras una vida ejemplar. Gracias por tanto, Nana. Los Roce no te olvidaremos jamás.
Nada más acabar, todos aplaudieron con emoción y lástima a partes iguales. Sollozando, Isaac Roce volvió con el resto de su familia, siendo su padre quien le tendió instantáneamente un pañuelo.
Mientras todos aplaudían con solemnidad, Felix se encontraba ensimismado, cosa extraña teniendo en cuenta su carácter centrado. Le había desconcertado descubrir que Nana había hablado incluso con su nieto de ciertas personas hostiles antes de perecer. Desde luego, Dorann debía estar involucrado de alguna forma. Debía haber una buena razón más allá de los delirios seniles, supuso.
Quizá su pasado hubiese ocultado algo. Tal vez tuvo problemas con algún poseedor del poder de la mente durante su juventud y comenzó a verlos a todos como una amenaza, al igual que lo hizo el Gobierno durante sus primeros años. Los traumas solían emerger durante los últimos latidos del corazón, acompañando al reo hasta el final.
Lastimosamente, ese secreto se lo había llevado a la tumba. Enterrada para la eternidad a tres metros bajo tierra, Nana no volvería jamás para responder a sus dudas.
—¿Cuándo volveremos a casa, padre? —le preguntó su hija menor, Bress, quien parecía cansada.
—Eso, eso —siguió Mellania en voz baja con el mismo desánimo que su hermana.
—Cuando acabe el funeral —respondió Felix severamente —. Aún quedan por salir a decir unas palabras los demás miembros de la casa Roce, y después tendré que hacerlo yo. Para no hacerlo solo, tendréis que acompañarme.
A juzgar por los rostros de las chicas, no iba a ser sencillo convencerlas.
—Nosotras no, padre —protestó Mellania—. No queremos llamar la atención.
—No lo haréis —les aseguró su padre—. De hecho, no diréis una sola palabra.
—Que lo haga la señora Alicia, o el señor Jaramillo —Bress frunció levemente las cejas—. No nosotras.
Felix se sentía demasiado fatigado como para ser tan severo como de costumbre.
—No os supondrá nada. Solo tendréis que quedaros quietas a mi lado, ya está. Probablemente os haga mención, pero ni siquiera tendréis que hablar. Así que basta de protestas, ¿de acuerdos?
Tras algunos refunfuños menores, Mellania y Bress aceptaron, más que nada porque su padre no era de los que daba opción.
Finalmente, cuando Felix salió para dar su breve pero conciso discurso, las hermanas Schwarz se colocaron cada una a un lado del sepulcro de Nana, ambas cruzando los dedos a la altura de la cadera. Felix se sintió complacido de encontrarlas a su lado, pues la ligereza que existía en sus portes le recordaba a su fallecida esposa. El mismo cabello sedoso y rubio, la misma elegancia espectral en cada paso dado hacia delante. El recuerdo de su mujer volvió con él, del mismo modo que cuando la perdió. Jamás había llorado tanto, y trató de ocultarlo de todos a toda costa. La sensibilidad nunca había sido su especialidad.
El discurso no duró más de un minuto y medio, pero fue lo suficientemente emotivo como para desatar lágrimas. No habló de Nana Roce como una fuente de beneficios andante como podría haberse cabido esperar, sino como una auténtica amiga. No derramó ni gota por ella, pero lo sintió en el corazón. Nada más acabar, Mellania y Bress escaparon a toda prisa mientras que Felix se tomó su tiempo. Por alguna razón, sentía que se gestaba un cambio radical en su interior. Tal vez fuese la edad, la ausencia de su herdero o el misterio en torno al fallecimiento de Nana.
Fuera lo que fuese, descansar después de tanto agotamiento era su prioridad. Ni el ser una de las personas más valoradas del continente lo salvaba de trabajar sin dar abasto. De hecho, era mayor el esfuerzo que debía ejercer.
No obstante, antes de volver con su agotador deber pensó en llamar a Dorann. La profunda pero melódica voz de su hijo siempre era reconfortante, y la echaba de menos. Esperaba verlo, y cuanto antes mejor.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora