Acto CXLV: El Mundo Roto

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Las reuniones que Berillio organizaba en la sala de NeoMenta no siempre resultaban fructífera, aunque sí solían acabar siendo agotadoras. Incluso Azmor no podía evitar terminar abatido tanto en lo físico como en lo mental, y no había mejor remedio para luchar contra ese hastío que acudir a su personal santuario: la biblioteca.
En esta predominaba el silencio, pues debía ser el lugar menos frecuentado del bastión. Por escasas actividades de ocio que hubiese disponibles, sus habitantes no mostraban interés por la lectura. Azmor no entendía por qué: necesitaban descubrir el pasado para forjar un nuevo futuro, ¿cómo si no la barbarie de la rebelión podría convertirse en aristocracia?
Una de las pocas asistentes habituales era Carla, aunque incluso su presencia era cada vez más extraña. Kayt era también un lector empedernido, pero no ayudaba el hecho de que siempre anduviera de viaje. Era tan impulsivo que siempre se marchaba antes de que pudiera sugerirle llevarse consigo alguna lectura enriquecedora.
Azmor tenía claro que, en el fondo, el mejor compañero de lectura era uno mismo. No hacía falta nada más para vivir las vidas de papel que podían encontrarse en la vastedad de las estanterías.
"—Ellos se lo pierden".
Despertó aquel día ardiendo en deseos de leer algo histórico, relacionado con el pasado de Leurs. Así fue que comenzó a indagar en las estanterías en busca de algo por el estilo, un contenido que no lo dejara indiferente. Acabó encontrándose al final un polvoriento tomo de más de mil páginas ocres, encuadernado en cuero y con a saber cuántos años de antigüedad.
La obra narraba la organización territorial de un pasado reciente, cuando las regiones aún se estructuraban por naciones con autodeterminación. Azmor había vivido aquellos tiempos de gloria, pero la subsistencia en una ciudad de ignorancia causaba olvido.
Y no había nada mejor que la lectura para volver a estimular la mente.
Cuando estuvo a punto de abrirlo por la primera página, alguien tocó la puerta. Se levantó de la silla para abrirla, pero quienquiera que fuera lo hizo antes. Distinguió una silueta infantil, de reconocibles cabellos rubios y grandes ojos celestes.
Carla estaba de vuelta.
—Hola, pequeña —saludó Azmor alegremente, hincando la rodilla para estar a su altura—. No sabes cuánto me complace verte por aquí. Eres única en tu especie —le dio un golpecito con el índice en la nariz.
Carla sonrió de una forma sensata, impropia de los niños de su edad.
—Hola —dijo también—. Me ha entrado el gusanillo de leer.
—Suele pasar. Se lo habrás dicho a tus padres, ¿no?
—Claro.
Azmor no tuvo claro si mentía o no. Por algún motivo, las ondas no eran concluyentes con ella.
—Niña buena —sonrió aun así el maestro mental—. Justamente estaba a punto de comenzar la revisión de un libro de historia. ¿Te interesa conocer nuestro hogar antes de la Caída?
Carla asintió.
—Mucho —dijo felizmente—. Mi madre me ha hablado de cómo eran las cosas. Tuvo que ser bonito.
Satisfecho, Azmor sonrió. Sabía que, de preguntárselo a todos los niños de Bastión Gélido, Carla sería la única cuya respuesta sería un rotundo sí. Le resultaba esperanzador saber que aún quedaban jóvenes con ansias de aprender, no despojados de su sed de conocimiento por el Gobierno, que había anulado todo proyecto de fomento cultural hacia la gente joven. Su influencia había hecho estragos más allá del ámbito político y económico, gracias al simple hecho del abandono. Sin embargo, erradicar un sentimiento no era tan fácil: siempre había un último adalid.
Sin más dilación, Azmor sentó sobre su rodilla a Carla y abrió de una vez el enorme volumen. Las primeras páginas eran un tedioso resumen que condensaba los acontecimientos acaecidos en Leurs en los últimos siglos, historias de rebelión, héroes y tiranos, libertadores y políticos corruptos, todo harina de otro costal. Azmor pasó directamente a la página en la que figuraba un antiguo mapa con leyenda, explicando la ya añeja división del continente. El maestro mental, que había vivido aquella Leurs en sus tiempos mozos, conocía la mejor forma de contárselo todo a Carla.
—Y esta era nuestra Leurs cuando yo era un zagal —le dijo—. Todo muy distinto, ¿a que sí?
Carla asintió.
—Cuesta reconocerla.
—Desde luego—indicó Azmor—. Nuestra tierra ha sufrido múltiples cambios a lo largo de la historia, bien sea por guerras, golpes de estado o simplemente por intentar establecer una mejoría en conjunto, cosa que no siempre (por no decir nunca) ha resultado fructífera. La estructura que ves perduró durante décadas, pero al final, como todo, cayó.
—Ajá —Carla lo miró a los ojos—. Continúa, por favor.
Entonces, Azmor colocó su dedo sobre Yettos. Tantos años atrás seguía recibiendo el mismo nombre, solo que se categorizaba como una nación independiente en lugar de como un territorio más. Duttos, Pkrell y Cindirious eran también países del norte, dentro de la gran región geográfica de Cincirius, además de una isla-Estado situada en el mar de Hielo conocida como Vofcanda. Grandiosa otrora, para aquellos tiempos no era sino un territorio desolado por el exceso de contaminación.
—Todo esto conformó antaño Cincirius —Azmor pasó con cuidado la mano sobre el mapa—, aunque este nombre era deshonor entonces, un recuerdo de tiempos bárbaros. Los que ahora son territorios salvajes eran entonces países económicamente poderosos, con un avance tecnológico increíble —colocó el dedo sobre la isla norteña—. Vofcanda, a pesar de su terrible clima y un huso horario de lo más extraño, era el reino del absoluto progreso: para que veas que el tamaño no importa. Eso sí, la industrialización pudo con él. Sus acaudalados habitantes migraron hacia Pkrell en su mayoría, lo que impulsó la riqueza que hasta hoy perdura.
—¿Queda alguien en Vofcanda hoy en día? —preguntó Carla.
—No llegarán ni a las mil personas —respondió Azmor—, y creo que ya es decir mucho.
Luego, descendiendo el dedo llegaron al territorio medio, el más habitado y concurrido desde que Leurs era Leurs. Carla quedó anonadada al descubrir el enorme cambio que había sufrido en tan poco tiempo, e incluso Azmor se llevó una sorpresa por todo aquello que tristemente había ido olvidando. Se centró primero en la templada área que separaba el centro del norte, como un istmo a gran escala.
—Este territorio conformaba un país de gran densidad demográfica llamado Traledia. Casi sesenta millones de personas lo habitaban, y combinaba a la perfección el ámbito rural con el urbano. Desgraciadamente, la mayor parte quedó devastada por cruentas guerras y otros conflictos. Amarch, su capital, bastión del progreso, fue una de las mayores víctimas. Nunca volvió a conocer tamaño esplendor —Azmor arrastró el dedo hacia la izquierda, hasta la costa—. Este país era Ortefonn, donde los marineros se hacían de oro con la riqueza de sus aguas. Pero todo se agota, y el océano Nortínago quedó seco y arrasado por la explotación de los buques pesqueros. Antes de eso, Finist, ciudad que hoy día perdura como una pequeña aldea, era un punto neurálgico. No solo por sus aguas atestadas de peces y moluscos, sino por su valor religioso. Una enorme estatua del célebre san Dossk se alza incluso hasta hoy frente a la mar, separando el océano Nortínago del mar de Hielo. Los devotos peregrinaban en la antigüedad hasta Finist para que la estatua los bendijera, y algunos incluso le hacían ofrendas. Y no solo los creyentes, sino todo aquel que tuviera interés. Hoy en día, la estatua solo es un recuerdo —descendió rápidamente—. Esta ciudad era la capital, Tierra Sagrada. Nunca destacó por su progreso, pero era considerada la piedra angular de todas y cada una de las religiones, un símbolo de paz que unía a los que alguna vez se enfrentaron en guerras, lugar que los verdaderos creyentes tenían obligación de visitar al menos una vez en su vida. Tras la Caída, Tierra Sagrada se convirtió en un enclave comercial, pasándose a llamar Terra Incognita. Todo el arte, símbolo de fraternidad y grandeza, fue tirado abajo por fuerzas ignorantes. O quizá no tanto, pero con otros intereses.
—Es una pena —añadió Carla.
—Aun así, lo que te he contado solo es una pequeña parte —Azmor se dirigió al centro, donde destacaba un territorio en vivo color rojo—. Aquí estaba situado el país central, Guiermenzia, cuya capital es Phasmos, que perdura hasta hoy en día. Donde yo nací y me crie, por cierto. Guiermenzia fue el eje del progreso sin límites, de modernismo y fraternidad, donde por primera vez se creyó en la felicidad del hombre como centro del mundo. La nación sufrió lo incontable a lo largo de la historia, pero el progreso siempre salía ganando. Sus ciudades perduraron y se alzaron como nunca, pero, como todo, acabaron por caer —golpeó el dedo contra la página—. Excepto Phasmos, claro. Esta dichosa metrópolis de diez millones de habitantes no ha caído jamás. No ha habido ejército que haya podido tomarla. Aunque se encuentra en decadencia, y es una enorme pena. Con todo el arte que conserva, y las maravillas que sus bibliotecas conservan...
Carla quedó patidifusa, absorbida por la sublime narración de Azmor. El maestro expresaba lo concerniente de una forma cautivadora, capaz de transmitir al oyente los sentimientos de todos los pueblos caídos en tiempos remotos. La niña se imaginaba sobrevolando el continente cual grácil ave migratoria mientras el maestro mental la guiaba por las tierras de Leurs, retrocediendo en el tiempo para ver ver más allá. Cada nombre, cada territorio, cada nación, cada recuerdo brotando en su corazón a medida que él lo cincelaba. Todo era completamente nuevo para ella, un mundo complejo y por descubrir de la mano del mejor guía turístico.
—Al este de Guiermenzia tenemos el siguiente país, Explosia. Uno de los más antiguos e icónicos, especialmente por sus parajes boscosos, sus planicies y su vino, excelente por cierto. Explosia era un país rural donde la tecnología siempre estuvo en segundo plano, lo que no tiene por qué ser algo negativo. De hecho, siempre les fue viento en popa. Con la tradición por estandarte, el ser humano aprende a vivir de una forma más austera. Incluso la capital, Lestorm, al norte del reconocido bosque de Explosia, conservaba los encantos de los días previos a la revolución industrial. Pero sin esclavitud, servidumbre, diezmos y esas sandeces. A continuación nos encontramos con Turías, capital de Walsh. Un país pequeño pero de lo más hermoso, especialmente por sus marismas y sus islas borrascosas. No queda lejos la península de Discordya, deleitoso territorio que yo mismo he visitado. Te recomiendo que lo hagas cuando seas mayor. No te arrepentirás —Carla asintió ante su recomendación—. Turías tenía gran influencia de Explosia, especialmente por el amor a las costumbres. Estas islas de aquí, Ozzimand, Ozzai y del Viento pertenecían a Discordya, aunque su posesión levantó ampollas durante siglos y fue causa de sendas guerras entre la península y Walsh. El siguiente país, o mejor dicho par de países, son Servedar y Molera. Molera era una nación costera, de gran pobreza, que nunca pinchó ni cortó. No obstante, su país vecino, Servedar, tenía unos encantos únicos. Desiertos inmensos, baldíos salvajes, yermos que se extendían más allá de donde alcanzaba la vista. El Yermo de Huland es el claro ejemplo, un lugar por el que parece que haya pasado el armagedón. La capital era Ferventos, que sigue existiendo aunque sin ser más que una sombra de lo que fue. A un lado de Servedar tenemos Nicalos, actualmente llamado vulgarmente Valle Cernícalo.
—Ah, sí. He leído sobre el sitio. ¿No es ahí donde se libraron las Guerras de Sangre?
—En efecto, y donde pereció Yos el Gran Rey. Pues era territorio de grandes palacios y castillos, todos en una situación estratégica entre montañas que los hizo perdurar en el tiempo. A mi parecer, uno de los lugares más bellos de nuestra eterna Leurs —Azmor se afinó la garganta para poder continuae—. Llegamos al sur, y con ello a los recientes desiertos de la nación de Yrendaron, donde el calor es el amo y señor. Tuvo su capital en Lowna, una ciudad que ha cambiado más de estilo y denominación que ninguna otra. Yrendaron fue una de las mayores potencias, aunque siempre muy inestable. Su milicia llegó a ser la número uno del mundo, ¿sabes? Lowna quedó devastada de nuevo por una política discutible hace no mucho, y años más tarde se dio el gran paso al surgimiento de la ciudad de los muertos, Necrópolis —malos recuerdos afloraron en la mente de Azmor, pero prefirió ignorarlos—. Bajo Yrendaron se ubicaba Hurt, abarcando una enorme bahía, y a un lado se hallaba Godoluna, capital de la arquitectura tradicional y una de las civilizaciones más antiguas del continente. Sin embargo, poco significa al lado de la península de Concordya, aquí en el este. Te parecerá una nación pequeña, pero la riqueza cultural que posee no tiene parangón. De ella proviene una de las más primeras civilizaciones, y de las más desarrolladas para su época. Los cánones artísticos y culturales de hoy en día beben absolutamente de lo establecido por los concordyanos, ¿sabes? Hace miles de años, en las costas vírgenes de la península, sus habitantes llegaron a erigir ciudades arquitectónicamente impensables y artilugios que para los arqueólogos parecen fuera de lugar. Reflexionaron sobre lo que nadie jamás había reflexionado, e incluso llegaron a desallorar el poder de la mente y crear teorías metafísicas que lo relacionaban con fuerzas inusitadas del cosmos. Tanto llegaron a conocer que algunas de las formulaciones de los teóricos clásicos han acabado confirmándose de la mano de la ciencia en los últimos años. Pero, después de tantos casos similares, seguramente ya sabes qué ocurrió con Concordya.
—Cayó —Carla no dudó—. Como todo lo que se alza.
Azmor levantó las cejas y lo corroboró con una mueca.
—Así es. Combinaron sapiencia y fortaleza, pero las inquietudes internas los precipitaron hacia el abismo. Un desastre total —dejó escapar por sus labios un suspiro matizado de decepción—. Bueno, ya solo nos queda Bistario. Siempre se organizó dentro de instituciones independientes, formando parte de ellas tres grandes países: Zaxonas, abarcando el selvático sur, Phethack, con los norteños desiertos, y Cheind, con parte de la mitad este. Se caracterizan por su ascendencia soular, lo que los llevó a desarrollar una cultura única y aislada por la cerrazón religiosa. Aun así, siempre han sido parte de Leurs. Somos una unidad, Carla, y eso solo se sostiene si todos los pueblos se dan la mano. Pero, como habrás comprendido, eso no funciona cuando hay intereses económicos de por medio.
Entonces, Azmor chistó con la lengua y cerró de golpe el libro, haciendo dar a Carla un leve respingo. La brisa provocada agitó sus cabellos recortados.
—Y esto es todo, podría decirse. Lo básico y lo profano —declaró Azmor, casi canturreando.
—Ha sido divertido, y he aprendido bastante —indicó Carla con una fluidez impropia para alguien tan joven—. Me gustaría que me leyeras más libros así. Narras como los ángeles.
Azmor se sintió complacido.
—Solo te he leído un mapa, pequeñaja, ni que te hubiera traducido un texto en esdárfaro. Si quieres, puedo hacerte un resumen del resto del libro un día de estos. Será interesante, te lo aseguro. Puedes venir cuando quieras. Recuerda que estoy aquí todas las mañanas —le guiñó un ojo—. No hay mejor forma de comenzar el día.
Carla asintió y, tras despedirse de su amigo, se marchó. Una vez más Azmor quedó solo, consigo mismo. Añoraba la compañía de la astuta chiquilla, pero tampoco se estaba tan mal en soledad. Probablemente volviera a verla el día siguiente, y las interesantes historias de un pasado remoto danzarían de nuevo en el aire hasta asentarse en sus recuerdos y permanecer allí cual altar a la cultura.
Era una suerte que aún quedasen jóvenes como ella, con los nobles valores de Menta implícitos en el alma.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora