Acto XXVI: Corre por tu vida

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Correr sin cesar era lo que Daila, Cortijo, Daves y todos los demás supervivientes debían hacer si no querían que Laine los alcanzase. Conociéndola, conseguiría detenerlos a todos sin ni siquiera inmutarse como había hecho con el resto. Más les valía no disminuir su velocidad si querían evitarlo.
—¡Maldición! ¡He dejado atrás a nueve hombres! —el apenado Daves jadeaba, agotado por su notable sobrepeso—. ¡Nueve malditos hombres!
Los sacrificios de sus compañeros y la probable muerte del joven Jimmy dejaron anímicamente malherido a Daves. Sollozaba mientras corría, enrojecido su rostro. No veía un rumbo claro, simplemente avanzaba. Asimismo, también acabaron con el alma agujereada los demás. Aquellos a quienes habían perdido fueron tiempo atrás hermanos de otra sangre para ellos. Una puñalada en el esternón dolería menos.
Las piernas de los corredores se hacían cada vez más pesadas, mas aun así resistían. Eran en su mayoría hombres jóvenes y atléticos cuya única debilidad a la hora de resistir era la desnutrición. Pero no ocurría lo mismo con Daila, pues a ella le lastraba su avanzada edad. En consecuencia, no les quedó más remedio que buscar algún lugar para reposar y esconderse de la gran amenaza que la devastadora Laine suponía. Estaba claro que pocos sitios eran seguros para veintitantas personas de tan peculiares aspectos, pero algo decente acabarían encontrando.
—¿Hacia dónde podemos ir? —la voz que Daila usaba parecía moribunda—. No puedo más...
—Es una buena pregunta —Daves se mostró pensativo, mesándose su larga barba gris.
Entonces, Cortijo, el más astuto de todos con diferencia, se fijó en algo ya no tan lejano allí donde las férreas vías de tren se extendían. Podía ser una gran idea.
—¡Mirad eso! —lo señaló como si en ello le fuera la vida—. ¡Ese tren está a punto de marchar! ¡Subámonos! ¡Ahora o nunca!
—Puede estar bien, jefe —Kazzo lo miró con ojos de un intenso marrón. Para el enérgico joven no había supuesto nada aquella caminata—. Es más, es la única oportunidad de escapar que tenemos. No perderemos a más personas si subimos. Quizá nos veamos en problemas, pero sabremos desenvolvernos.
Daves no necesitó mucho tiempo para cavilarlo. La conclusión era obvia.
—Está bien —declaró, cabizbajo—. Nos queda poco dinero, pero subiremos —todos sus hombres se quedaron mirándolo, por lo que dio una palmada—. Venga, démonos prisa. No tenemos todo el día.
Y así fue como Daves y todos los demás acabaron a bordo del tren Leurs-Express 847, en un vagón de pasajeros de baja categoría. De forma honrada (algo nuevo en el equipo), pagaron todos los billetes necesarios. Convencer al revisor de que dejase pasar a Terror no fue fácil, pero la fiera mirada del animal consiguió convencer al asustado trabajador. No quería acabar con un mordisco en la pierna o en algún lugar mucho peor.
— Y ahora toca hacer la pregunta más importante —Daila se acomodó sobre su asiento—: ¿hacia dónde se supone que vamos?
Fue entonces cuando Daves agarró un folleto de entre los muchos que se hallaban expuestos. Cada uno de ellos explicaba uno de los tramos continentales y todo aquello que podía hacerse en su destino. Centrado en el que le correspondía, el jefe se dispuso a leer con suma atención cada detalle del recorrido venidero.
—Veamos, veamos —iba señalando las letras con el dedo—. Ah, claro. Nos encontramos en Villa Roitz, final del tramo siete. Ahora toca un largo camino sin paradas por praderas frías en las que pocas personas viven. Hay una ciudad importante y modernizada, pero no la atravesaremos. Tras tomar una curva llegaremos a Sabatón Noreste, la primera parada del tramo ocho. Está bastante lejos y es un lugar poco transitado según este papelucho, así que nos vendrá perfecto para alejarnos de esa chiflada —y lo cerró.
Kazzo apretó los puños de la rabia contenida.
—Si nos la volvemos a encontrar —gruñó—, acabaré con su vida. Lo haré por Jimmy.
—No serías capaz de hacerle ni un mísero rasguño —contraatacó su barrigudo jefe—. Ni siquiera Rikarov pudo tocarle un pelo, y mira que tenía abdominales en los bíceps.
—¿Y por qué no usaste tus poderes mentales para detenerla? —le preguntó un dudoso Cortijo.
—Me arrepiento de no haberlo hecho —si Daves no lloraba era porque no deseaba ser un referente de la debilidad para los suyos—. Por un momento pensé que sería en vano, que me detendría antes de que pudiera hacerle nada, por lo que preferí salir corriendo para que ni uno solo más de mis buenos hombres cayesen en combate. Aun así, me arrepiento profundamente de no haberlo intentado siquiera. Si yo me hubiese sacrificado, puede que todos ellos no hubiesen caído.
Entonces, Kazzo colocó una mano en la espalda del jefe a modo de consolación.
—No te culpes, Daves —le dijo—. Ellos mismos decidieron dar su vida para salvar las nuestras. No podemos lamentar sus muertes, pero sí vengarlas. Y lo haremos.
Daves suspiró bien hondo.
—En fin, puede que lleves razón. Ahora lo que necesitamos es relajarnos y olvidar lo ocurrido...
—¿Olvidar? —al joven Kiven se lo veía muy alarmado—. ¿Es eso posible? Yo creo que no.
—Siempre se puede intentar —aseguró Daves.
—No cuando tantos han quedado atrás —titubeó Kiven—, cuando tantos buenos amigos han dado todo lo que tenían por nosotros, cuando...
Al no escuchar una sola palabra más proveniente de los labios del joven, Cortijo se asomó para mirarlo. Había quedado profundamente dormido, y no de una forma natural.
—¿Qué? —Daves se sobresaltó cuando el latinko lo miró con ojos cansinos—. Me estaba poniendo nervioso. Suficiente tengo ya con recordarlo todo. Está mejor así.
—Sé precavido con los poderes —le recomendó Cortijo—. Pueden ser más perjudiciales para las mentes débiles de lo que creemos.
—Me lo vas a decir tú a mí...
Al final, no fue Kiven el único en caer preso de un sueño súbito.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora