El día próximo llegó cálido, todo lo contrario a la lluviosa jornada previa.
Inisthe pasó el día entero tumbado en el sofá, la espalda dolorida, mientras el anciano se ocupaba de redactar con mayor detalle la historia de su vida. De la forma en la que Inisthe la había narrado, el relato no ocupaba más de diez páginas y estaba falto de interés. Por ello, el anciano trató aquella tarde de crear un manuscrito primario con un toque interesante, añadiendo descripciones detalladas y mucho más dramatismo.
—Estoy escribiendo la historia en primera persona —informó el anciano sin retirar la mirada del folio—. Le da un toque más fluido, ¿no crees?
Inisthe asintió.
—Es como si la hubiera escrito yo —sonrió sin gran esfuerzo.
El anciano se señaló a sí mismo, hundiendo el dedo en la enredada barba.
—No te hagas el listo, que soy yo el autor.
Entonces, Inisthe dejó libre una pregunta que recorría con intriga su mente:
—¿La historia que estás redactado será totalmente fiel a lo que te he contado?
Pensativo, el anciano tardó en formular una respuesta. Aún tenía sus dudas.
—Mm —posó la mano sobre la larga barba cenicienta—. Probablemente no. Hay algunos momentos que pueden resultar... aburridos para los lectores. Sin ánimo de ofender —sonrió—. Será mejor que reciban unas ligeras modificaciones, aunque no afectarán demasiado al curso de la historia. No te preocupes, sé cómo se hace esto y lo tengo bajo control.
—Me muero por leer el resultado final —comentó un impaciente Inisthe.
—Me gustaría poder decir lo mismo, pero esa expresión no sienta bien a estas edades.
El anciano no perdía el tiempo, y por ello prosiguió con lo suyo un latido después de cerrar el pico. Con una velocidad de asombro a pesar de su trémulo pulso, el escritor redactó sin descanso y con ímpetu, como si le fuera la vida en ello. De perfil, Inisthe podía apreciar su sonrisa desdentada. Escribir lo hacía sentir bien, liberado.
A la noche, Inisthe se fue a dormir a temprana hora y dejó solo al anciano en la sala principal. Escribía con una lámpara de mano alumbrando las hojas, y con un ritmo incesante. Aun así, el sueño acabó por consumirlo y marchó a paso lento hacia el sofá para pasar allí lo que quedaba de noche.
—Mañana proseguiré... —musitó con un bostezo—. Va a ser excelente, sí...
A la mañana siguiente, tras preparar su desayuno y el de su inquilino, el anciano volvió a sentarse en la mesa para escribir. Tenía la espalda arqueada y los huesos molidos, por no hablar de una presión sobre el cuello, pero nada que pudiera frenarlo. Soportaría lo que hiciese falta mientras tuviera una pluma, algunos folios e inspiración.
Cuando Inisthe apareció por la puerta del salón, los ojos entrecerrados y legañosos, el anciano silenciosamente lo saludó con la mano. Justo después señaló con el dedo hacia su desayuno, a lo que caminó hasta la mesa para comer.
Tras llevar el plato a la cocina y volver a la sala, Inisthe se acercó al anciano y agachó la cabeza para leer los escritos. Al hacerlo, el largo flequillo cayó y bloqueó la vista del ojo derecho, por lo que tuvo que apartárselo manualmente para tener visión completa.
—Madre mía, ¿cuántas páginas llevas ya? —le preguntó al escritor, anonadado.
—Veintinueve.
Inisthe lució con razón ademán de sorpresa. Veintinueve páginas no era precisamente poco para llevar tan solo un día y un par de horas más.
—¿Cuántas tienes pensado escribir?
—Aún no lo sé —admitió el anciano—. Doscientas o trescientas estarían bien. No me gusta alargar demasiado las historias. Pueden hacerse cansinas.
—A la gente ni siquiera le gusta leer tanto, pero siempre hay algún necio de por medio.
Acto seguido, Inisthe se dirigió hacia el baño para comprobar el estado de sus heridas. El cuarto era pequeño y estrecho y no destacaba por estar limpio, pues las pelusas se extendían por doquier cual virus por una aldea primitiva. El cristal del espejo tenía una rotura en el centro que había dado forma a gran cantidad de grietas, y el retrete carecía de tapa. El agua estaba... sucia. Inisthe prefirió dejarlo ahí.
Cerró la puerta con pestillo, cosa que siempre lo tranquilizaba aun sabiendo que nadie iba a entrar. Así pues, y dado que habían pasado varios días desde la explosión, comprobó que los abundantes daños parecían mostrar señales de mejoría. Sus piernas estaban atestadas de rasguños, aunque ninguno era demasiado profundo. Se habían recuperado correctamente de lo ocurrido, recuperando parte de su movilidad original.
En cambio, al arremangarse, advirtió que las heridas de sus brazos aún latían carmesíes bajo la sangre seca. Podía concretar el dolor de cada una de ellas, viajando hasta la perforación del músculo. El torso no se quedaba atrás, repleto de laceraciones: algunas más profundas incluso eran preocupantes. Le habían sido arrancados pequeños pedazos de carne, cuya ausencia resultaba tortuosa. Confiaba en que el dolor cesara del todo en unas dos semanas de reposo, aunque se conformaría con una simple reducción de intensidad.
Al volver a la sala principal, Inisthe buscó en la estantería el libro de la historia de Herodio, y, al dar con él, lo extrajo para continuar leyendo. Prosiguió entonces con la lectura, aunque tomó precauciones. No sería la primera vez que su mano de hierro atravesara sin querer un volumen.
Con esto en mente, Inisthe se sumió en el fantástico mundo de la lectura.
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La Leyenda Perdida I: El Fin Del Camino
AdventureUn mundo desolado por la cruel y mezquina mano del hombre. Un joven atormentado por un arduo pasado en busca de respuestas. Una humanidad afectada por una vertiginosa caída, seguida por un hilo de muerte a la espera de segar almas. Poderes ocultos s...