Acto LXXVI: El número de la bestia

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La fortuna le había sonreído. Había conseguido que creyeran en él, y eso era un punto a favor.
Aval llegó a Congelación con un buen número de personas a su espalda. Entre ellos podían distinguirse ancianos y niños que temían cada vez más los constantes asaltos que Bastión Gélido sufría. Otros simplemente deseaban poder disfrutar de un espacio más natural que poblar. En resumidas cuentas, todos ellos querían deseaban una nueva vida lejos de las amenazas mortales.
Aquel mismo día, la aldea del difunto Roth retomó la vida. Ocupada por nuevos habitantes, volvió a parecer una comunidad en toda regla. Aval impuso con la palabra la paz entre nativos y recién llegados, sin necesidad de blandir la espada. Exigió que los trataran como a iguales, como si todos ellos hubiesen sido hermanos de sangre desde el primer momento. Neive lo aceptó sin rechistar, e incluso se ofreció a presentar la comunidad a algunos de los nuevos. Jamás se la había visto tan ofrecida e integrada.
Cuando llegó por primera vez a Congelación, un hombre famélico y horrendo salió de detrás de una casa con rostro de furia. Miró fijamente a Aval, desvelando un cuchillo que ocultaba bajo su pantalón. Estaba claro que perteneció otrora al ejército de Nevkoski, mas ya no era más que un recuerdo difuminado.
—Si te rindes, no te haremos nada —le prometió Aval con voz firme—. Podrás comenzar de cero, tranquilo y sin preámbulos.
—¡Jamás! —exclamó el individuo, que arma en mano corrió hacia él—. ¡Por Nevkoski!
Pero aquel hombre no pudo hacer nada por afrontar la realidad. Débil como se hallaba, un simple tajo por parte de Aval lo decapitó. Murió descabezado sobre la nieve, su cuerpo derrumbándose al instante. La testa rodó bien lejos.
Como había niños presentes y Aval no quería que apreciaran aquella atrocidad, agarró la cabeza y el resto del cuerpo y se llevó ambas piezas consigo. Caminó hasta los límites de Congelación, arrojándolas hacia la profundidad del bosque. Los lobos las devorarían al llegar la noche.
Luego, Aval comprobó que el pueblo estuviera libre. En efecto, así era. Aquel hombre en sus últimas parecía ser el único superviviente, aunque lo fue por más bien poco tiempo. Una vez despojado de su vida, los pobladores nada tendrían que tener.
Aprobada a seguridad del lugar, los nuevos habitantes se asentaron eligiendo sus respectivos hogares para comenzar una nueva vida. Y, por supuesto, todo gracias a Aval.
—Ahora, nuestro mundo es más grande —sonriente, Aval observaba miraba con orgullo a aquellas personas, llenas de esperanzas ante un nuevo comienzo. Haber hecho algo de provecho lo había engrandecido mucho más que el derramamiento de sangre.
Lo siguiente que debía hacer sería construir caminos resistentes a las ventiscas para que así todo aquel que quisiese transitar las distintas comunidades pudiera hacerlo sin perderse. Sería obligatorio colocar a los extremos carteles que señalaran hacia qué lugar conducían, además de algo de seguridad contra los depredadores del bosque. Suponían un gran impedimento para los viajeros indefensos, y quizá una valla electrificada pudiera frenarlos. Pero, como eso no saldría nada barato, Aval tendría que buscar un método más práctico.
Lo que nadie podía negar era que aún quedaba mucho trabajo por delante, pero el renacido Aval tenía tiempo y decisión de sobra. Algunos lo llamaban altruismo; él, redención.

Tras la petición de Dorann Dracorex, Ventigard embarcó junto a algunos de sus mejores hombres en un navío pequeño pero veloz como el rayo. El jefe de los Cazadores de Élite lo alquiló a un excelente precio en una bahía de Walsh, desde donde zarpó a gran velocidad surcando el inmenso mar de Oz, que cubría toda la costa noreste del continente rozando incluso los límites del enorme continente de Frik'Ah, territorio de desiertos, selvas, titánicas montañas y vastos lagos de agua dulce.
En su recorrido, Ventigard navegó cerca de tres reconocidas islas dentro de territorio leurino. La más cercana a la bahía era Ozzimand, la mayor de todas, próxima a la península de Discordya. Las otras dos se encontraban algo más lejos, dispersas en el mar pero no demasiado distantes entre sí. La más pequeña era conocida como la isla del Viento, por las increíbles velocidades que el susodicho alcanzaba en sus costas. Era un lugar célebre por su férreo misticismo, pues se había hablado desde la antigüedad sobre historias de magos y druidas en sus bosques. Muy pocos se habían atrevido a lo largo del tiempo a poner pie en la enigmática isla.
La otra ínsula, algo mayor, era Ozzai. Se trataba de la más transitada de todas, un gran destino turístico. Era conocida continentalmente por un tipo de cristal muy elaborado que solo se trabajaba allí. Uno podía entrar a cualquier taller y apreciar la labor de los maestros artesanos, que en el hornos moldeaban a voluntad el material. Era también conocida por poseer en sus dos ciudades principales algunos de los restaurantes más prestigiosos de todo el continente. Sin embargo, a pesar del interés que suponía una visita a aquellas tierras, Ventigard no se detuvo en ellas, ni siquiera para mirarlas. Tenía una misión y debía cumplirla como el hombre de honor que era, por su palabra de comandante de los Cazadores de Élite. Como le prometió a Dorann, rescataría a aquel sujeto envuelto en trágico misterio junto a su rehén y los conduciría a ambos hasta Palacio Boureaux. Allí se los entregaría al joven, que se ocuparía de ellos. No tendría que volver a preocuparse por ninguno, lo que supondría un gran alivio.
Realmente, Ventigard desconocía la utilidad que Dorann parecía haber visto en aquel hombre al que desconocía del todo. Quizá no fuese más que un donnadie, un chiflado cualquiera. Sin embargo, el Cazador de Élite no era conocedor de las habilidades del poder de la mente. No había presenciado lo que Dorann en su cabeza, y por ello no era quién para juzgar.
Dos horas surcando las tranquilas aguas de Oz transcurrieron. Para los demás Cazadores de Élite, el viaje fue aburrido y tedioso. Incluso, a algunos les resultó tan fatigosamente molesto que se vieron obligados a asomarse a la borda para vomitar.
Pero a Ventigard le sentó de forma totalmente contraria. Sentía la brisa marina acariciar su rostro, y le encantaba. Disfrutaba de su salado aroma, mientras que el resto lo tachaba de inmundo hedor. El haberse criado tan lejos del mar lo hacía valorarlo más que nadie.
—¿De verdad te gusta esto, jefe? ¡Pero si huele a cagarro de gaviota! —se quejó un Cazador de Élite portentoso que había salido a vomitar por la borda, manchándose la barba de un verde palidecido—. Diablos, creo que voy otra vez a...
—No son simplemente excrementos, Lui —le recordó Ventigard a su maloliente súbdito, que había optado por contenerse—. Es la brisa del mar, la libertad, la fauna, las algas, años de historia en infinidad de sensaciones, el mundo indómito ante nuestros sentidos.
—Lo que tú digas...
Y, tras eso, Ventigard volvió a quedarse solo en la proa. Así lo prefería, para contemplar sin interrupciones el admirable mar de Oz. Creado para el deleite, tan perfecto que la vista humana se quedaba corta al estudiar su concepción divina.
En un determinado momento, Ventigard vio una ballena emerger de las aguas para tomar aire. Apreció su enorme cabeza de textura rugosa acompañada de una enorme cola que golpeó la superficie marina justo antes de volver a descender a las profundidades marinas. Quedó atónito ante su belleza.
Cuando el comandante al fin avistó tierra, supuso que habían llegado a Cincirius. Se podían otear costas pedregosas, negras como el hollín, además de nieve a la lejanía que caía sobre altos y densos árboles. Solo de observarlo uno sentía el frío recorrer su piel, una sensación que identificaba la región sobre las demás.
Entonces, Ventigard se dispuso a hablar con navegante y dueño del barco. Le entregó en un papel las coordenadas, aquellas que Dorann había extraído de su mente como por arte de magia. Debido a su oficio, el marinero las entendió perfectamente. Comenzó a virar hacia el oeste, sin alejarse en ningún momento demasiado de la costa. Cada vez estaban más cerca de él, y Ventigard lo sabía.
El trayecto fue breve, y el navegante llegó pronto al punto exacto que las coordenadas que Ventigard le había entregado marcaban. Arribaron a la costa, un proceso que resultó largo y cansino. La orilla se hallaba cubierta de hielo, y solo el poderoso impulso de la roda pudo quebrarlo. El marinero tuvo que hacer una demostración de pericia para lograrlo.
Una vez conseguido, el jefe de los Cazadores de Élite se lo agradeció. Después de eso, descendió con tres de sus más fieles Cazadores de Élite hasta poner pie en tierra firme. Se hallaban en un paraje inhóspito, salvaje y gélido. Podría decirse que parecían los primeros visitantes en milenios... de no ser por una pequeña cabaña de madera que se alzaba en paz. Al descubrirla entre ramas, supusieron que habían llegado a su destino.
Ventigard se adentró en el misterioso lugar, gélido como un cubito de hielo, seguido por sus secuaces. Firme ante la casa, llamó a la puerta.
—¿Quién demonios es? —preguntó una voz furiosa desde el interior.
—No vamos a hacerle daño, venimos en son de paz. Queremos conducirlo hasta un palacio de renombre en la capital, Phasmos, a petición de un señor noble llamado Dorann Dracorex, que lo ha percibido a usted desde la distancia gracias al poder de la mente. Desea llevarlo a usted y a su rehén, ya que afirma conocerlo —le comentó Ventigard con sumo respeto, su voz férrea ante el frío costero—. Puede sonarle extraño, es comprensible, pero lo entenderá enseguida si confía en nosotros.
Aquella sarta de declaraciones sorprendió con creces al habitante de la cabaña. A pesar de su desconfianza, abrió la puerta. Lo hizo junto a su debilitado prisionero, al que agarraba por el cabello. Su rostro denotaba un abatimiento próximo al deceso. Nunca se había visto en una situación peor.
—Así que el poder de la mente, ¿eh? —preguntó anonadado—. Esto se pone muy interesante, ¿no crees, Tyruss? —tiró con aún más fuerza de su cuero cabelludo, haciéndolo gemir de dolor.
El malhadado habitante de la costa y Ventigard Lowks se midieron con las miradas. Hubo indicios de rivalidad en un principio, pero desaparecieron pronto. Al final, parecieron congeniar. El fiero aspecto del jefe de los Cazadores de Élite logró cautivar al hombre que afirmó llamarse Gorgóntoros. Con creciente confianza, acabó por recoger todas sus pertenencias, incluida el hacha. Sin más dilación, zarpó junto a Ventigard Lowks, sus hombres y el rehén. Era la primera vez que tomaba un barco, pero la experiencia le resultó sumamente placentera.
Al oír el terrorífico nombre de Dorann Dracorex, Tyruss sufrió un escalofrío. Desde ese momento supo que no le aguardaba nada bueno. Demasiada suerte tendría si sobrevivía.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora