Acto XII: Tierra incógnita

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—¡Luna! ¿Luna? ¿Me oyes?
Se hallaba solo a la vera de las vías del tren, todas las prendas manchadas de un albero pringoso. Su comunicador no estaba siendo muy eficaz.
—Te recibo, Tyruss —pronunció una voz femenina de pronto—. ¿Dónde estás? Dime que has conseguido el USB.
El ladrón se detuvo a observar el pequeño USB. Era insignificante. Que se hubiera jugado la vida por un objeto así era difícil de creer.
—Sí, pero con complicaciones —determinó—. No ha sido fácil tratar con la tal Daila. Menudo asco de mujer. La gente como ella debería desaparecer de Leurs. El caso es que me cogieron y tuve que saltar del tren, y ahora me encuentro en mitad del desierto, territorio de Huland. La vida del aventurero es dura, pero más lo es la verdura. Lo importante es que tengo los datos, y eso nos será de mucha ayuda —sonrió, aun sabiendo que no lo captaría.
—De lujo. Envíame tu posición y mandaré a Óbero a recogerte lo antes posible. Trata de sobrevivir hasta entonces, ¿vale? Cuida ese USB, por lo que más quieras. De salir bien, esto puede suponer un gran avance para nosotros.

Después de que tren se detuviera frente a la desértica ciudad de Ferventos, prosiguió con su camino hacia su siguiente destino, la gran metrópolis de Terra Incognita, una de las más importantes ciudades de toda Leurs. Gran parte del cargamento distribuido en cajas a lo largo de decenas de vagones era material para la industria de Terra Incognita. Además, un enorme porcentaje de pasajeros se dirigía hacia la urbe por motivos turísticos y laborales. Entre ellos se encontraba Daila, aún resentida por la pérdida del USB. Sentía a su vez pavor, pues sabía que iba a sufrir las consecuencias en cuanto su jefe descubriera el asunto del hurto. Cruzaba los dedos por que hubiese piedad con ella.
Tras cuatro angustiosas horas de trayecto, el vehículo alcanzó la sofisticada Terra Incognita. Los pasajeros restantes descendieron apresurados. Como último tramo del viaje, no quedó nadie dentro a excepción de maquinistas y revisores.
—¡A ver qué le digo yo ahora a mi jefe! —Daila no dejaba de mascullar entre dientes al tiempo que se abría paso entre aquellos que esperaban a sus familiares o amigos—. ¡Más me vale que esos pazguatos de los Cazadores lo encuentren pronto!
A diferencia de Necrópolis, Terra Incognita carecía de barrios bajos. Era una ciudad exclusiva para aquellos que gozaban de un nivel social y económico más excelso. Gran parte de los más prestigiosos e influyentes señores del continente habitaban en las lujosas mansiones de la urbe, rodeados de manjares y tecnología punta. Quienes no podían permitirse algo tan costoso disfrutaban de un hogar menor, pero igualmente ostentoso. En la ciudad de la incógnita no escaseaba el capital.
Saltaba a la vista que Daila era una mujer que había crecido en el lujo, nacida en el seno de una familia de alto nivel adquisitivo. Así había acabado trabajando para una de las empresas más célebres del continente, dirigida por hombres que no habían conocido la escasez.
Puso pronto pie en la zona más transitada de Terra Incognita, un barrio céntrico conocido como Silvera. La acaudalada anciana se dirigió hacia las oficinas locales de la empresa para la que trabajaba, la insigne a la par que respetada Leurex. Se hallaban en lo más alto de un imponente rascacielos, repleto de ventanales que reflejaban el cielo azul y antenas afiladas.
Tras subir la friolera de diecisiete pisos, Daila llegó a las oficinas. Su jefe, el hombre que regía el sector asignado a Silvera, se encontraba tramitando unos informes desde su sistema informático. No parecía tener mucho interés en levantar la vista.
—Ya estoy aquí, don Bástidas —indicó algo asustada Daila mientras se colocaba frente a la mesa de su jefe. Le temblaban los labios.
Poco a poco, el jefe fue levantando la vista. Sus ojos negros se escondían tras unas gafas delgadas.
—Hola, señorita McVespin —saludó el señor Bástidas con su profunda voz.
El señor Amancio Bástidas, trabajador incansable y honrado, era un hombre ancho y atlético, virtud que conservaba a pesar de su avanzada edad. Su cabello era negro y corto, repleto de gomina y recortado a los lados. Su nariz era robusta, y sus labios carnosos, de un fuerte carmesí. Iba ataviado con una camisa de un negro intercalado por rayas blancas y llevaba dos anillos dorados por mano, en el índice y el meñique. Nadie sabía por qué. No era un hombre muy locuaz.
Solo con presenciar su habitual semblante, los vellos de cualquiera se erizaban. No era un hombre físicamente poderoso, pero su frío aspecto y sus torvas facciones eran temibles. Sus ojos de fuego negro apocaban el alma.
—He de darle una muy mala noticia, señor —dijo Daila, incapaz de mirarlo a los ojos.
El jefe se tomó su tiempo para contestar. Cada palabra de sus labios era un cañonazo contra el torso.
—Adelante, dígame —el rostro de Bástidas ni se inmutó.
Daila tuvo que armarse de valor para hacer las declaraciones. No le iba a resultar sencillo.
—Un experimentado ladrón me sustrajo el USB donde traía los datos de Necrópolis, y, como ningún empleado del tren consiguió detenerlo, escapó con éxito. Les he dicho a los esos inútiles que encuentren al delincuente lo antes posible o se llevarán una denuncia, pero, tal como eran, dudo bastante que lo consigan —explicó a toda velocidad, los nervios a flor de piel.
Ni un músculo facial se torció. El pétreo señor Bástidas se levantó de su silla lentamente con la intención de no provocar ni el menor ruido. No deseaba molestar a los demás trabajadores de su sección. Acto seguido se dirigió a su suave ritmo hacia la asustada mujer, que tiritaba y no precisamente de frío. Cada paso de su adusto jefe le helaba la sangre. Únicamente el ruido que provocaban las suelas de sus mocasines al posarse con delicadeza sobre el marmóreo suelo irrumpiendo en el inquietante silencio de la sala intimidaría a cualquiera que intentara mantenerse firme ante él.
Al colocarse definitivamente frente a Daila, se la quedó mirando como solo él sabía hacer. La juzgaba con aquellos ojos de otro mundo, pozos de gran sabiduría.
—Ya veo... —murmuró, la voz queda—. Puedo asegurarle que no me esperaba esto de usted, McVespin. Lleva muchísimos años trabajando para nosotros y nunca nos había decepcionado. Sé que no ha sido su culpa que le fuese robado el USB, pero podría haber tenido un mínimo cuidado para evitarlo. ¿Sabe si se va a hacer algo más para compensar el hurto?
La anciana tragó saliva. Se veía incapaz de mover un solo ápice del cuerpo.
—La última vez que hablé con ellos me dijeron que iban a llamar a los Cazadores para reportar el robo —explicó—. Tendré que hablar con ellos pronto para ver si ha habido suerte.
—Más le vale que envíen a los mejores Cazadores —la voz de Bástidas se hallaba sumida en calma a pesar de la tempestad de sus palabras—. Por ahora está perdonada, pero no sé qué haré con usted si ese USB no es recuperado. La información sobre Necrópolis que contiene es muy valiosa, y podría perjudicar en grande a Leurex si cayera en malas manos. Nuestro sector sería castigado severamente —masculló algo—. Si esos datos son liberados, tendré que pagar. Y puedo asegurarle que usted acabará pagando mucho más que yo.
Ante aquello, Daila no pudo hacer más que agachar la cabeza y pronunciar:
—Gracias por su piedad, señor.
La conversación llegó a su fin, y Daila dejó el edificio con cierto alivio. Conservaba su puesto (y su vida), pero nada impidió que la angustia siguiera presente. Ni quería ni imaginar qué le ocurriría si los Cazadores erraban en su empresa. Conociendo a Bástidas, su destino se tornaría negro. Se trataba de un hombre con quien era mejor no enemistarse.
"—¡Pero será...! ¡Yo no tengo la culpa de que me lo robaran! ¡Vaya tela! ¡Es inadmisible! ¡Ahora sí que estoy en problemas, y es la primera vez me pasa algo así! ¡Don Bástidas debe estar pensando soy una inepta, y no señor, pues claro que no lo soy! ¡Ese USB caerá de nuevo en mis manos, como que me llamo Daila McVespin!"
Por muy acogedora que fuera su morada situada en la urbanización más acomodada de toda la metrópolis, la mujer no sentía deseos de volver a ella. El disgusto la llevó a recorrer con la mirada baja las calles de Silvera, reflexionando sobre su destino. Como sospechaba, todo apuntaba a que empeoraría.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora