Acto CLXVIII: El pecado de la eternidad

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Por orden de Kayt, Koda redujo su paso hasta prácticamente arrastrar las patas. Si incitó al animal a hacerlo fue para poder aprovechar junto a la única persona a la que había amado el que podría ser uno de los últimos días de su vida. 
Al menos de la vida que había llevado hasta entonces, pues el destino de Dorann sería un completo punto de inflexión. Había de ser precavido, y no guardar ningún secreto. Habiendo llegado tan lejos no merecía la pena.
D'Erso y él pasaron juntos una jornada de lo más plácida, recostados sobre el peludo lomo de Koda con las manos unidas, observando el firmamento mientras reflexionaban sobre el devenir de sus tiempos. De hecho, Kayt catalogó aquel día como uno de los más felices de toda su vida. No tuvo que recurrir en ningún momento a la violencia, y ni siquiera fue asaltado por los habituales pensamientos beligerantes.
D'Erso era su concilio, y solo en su reino podía calmar su sed. Retozar a su lado era su catarsis: Podía echar una cabezada sobre su regazo a sabiendas de que no habría pesadillas premonitorias que lo atormentaran. Podía ser libre, solo dándole la mano.
Llegó a dedicar sus pensamientos a asuntos externos, pero solo para sopesar su destino. Todo lo que implicaba a Dorann ponía en jaque su seguridad, y era un asunto que merecía una solución. A pesar de todo, cada vez lo veía más como a un hermano y no como a su tiránica némesis. No quería verse obligado a indagar en un posible final, pero tampoco podía evitar cuestionarse cómo reaccionarían ambos cuando se reencontraran. Las cosas podían tornarse terribles, o tal vez todo lo contrario. Era lo que conllevaban las grandes fuerzas: o se destruían la una a la otra o se convertían en una sola. En todo caso, sería el mismo destino quien dictara la sentencia y se ocupara de decidir por ambos. Mientras tanto, él no tendría más que acunar a D'Erso entre sus brazos mientras su mirada se dedicaba a contemplar el camino de las nubes en la inmensidad celestial.
Al día siguiente, Kayt volvió a dedicar sus pensamientos a los impulsos de violencia. Sabía que aún quedaban muchas batallas que librar, y también comprendía que traerían consigo un gran remordimiento. Había luchado contra infinidad de enemigos, villanos o gente de a pie, y blandido a Tempestad Perpetua frente a lo imposible. Tampoco podía olvidar que había llegado a derrotar con la ayuda de D'Erso a un ser más allá de lo profano, una criatura sobrehumana que ni siquiera conocía el significado de la derrota.
Sin embargo, incluso aquella entidad incognoscible se quedaba corta frente a Dorann. El audaz Dracorex era algo más, un hombre cuyos raciocinio y poder eran uno solo, un estratega infalible que no necesitaba ver el futuro para conocer cada movimiento por llegar. Ya lo había derrotado en varias ocasiones, aunque nunca en su máximo esplendor. Aquel con el que se encontrara ya no sería un presuntuoso crío, tampoco un ilusorio holograma.
En principio, Kayt tenía planificado tratar de hablar con él. Si no resultaba fructífero, pasaría sin más dilación a la acción. Aquellos años de aguda conexión mental habían logrado hacerle saber que Dorann era un gran fanático del debate y la mayéutica, un hombre de lógica con quien se podía entablar diálogo. Tenía no obstante sus abundantes matices, y era ante todo un ser ladino. Así como se ofrecía a conversar, también solía estar dispuesto a alzar su tridente y usarlo contra sus enemigos. Kayt esperaba llegar a un acuerdo antes de que sangre Dracorex se precipitara contra el suelo.
A mitad del camino, mientras el sol comenzaba a descender en el firmamento, Kayt padeció la tortura de un prolongado escalofrío. D'Erso, que sentía lo que él sentía, se percató al instante.
—¿Pasa algo? —le preguntó consternada, acariciando suavemente el brazo del joven. Su cariño le erizó con gusto la piel.
Kayt dudó. Ciertamente, no tenía ni idea. No obstante, debía tener relación con Dorann. Casi todo lo que le ocurría parecía tenerlo.
—No sé —suspiró—. Espero que no haya sido nada.
D'Erso oteó los bucólicos alrededores. Por primera vez en días, se le aceleró el pulso por motivos indeseables.
—¿Sientes a Dorann? —le preguntó de repente—. ¿Está cerca?
Kayt cerró los ojos y profundizó en su mente, pues solo así lo sabría con total certeza. La conclusión que tomó resultó inquietante.
—¿Y bien? —le chica centró los ojos en su rostro meditabundo.
—Anda lejos —con la mano sobre la cabeza, Kayt parecía dudar. Sin embargo, la íntima conexión que mantenía con Dorann solía ser honesta—. Qué cosa más rara. Ni siquiera parece estar en Explosia.
D'Erso arqueó una ceja.
—¿En serio?
—Totalmente. No sé dónde andará, pero no es por aquí.
—Pues si no vuelve, mejor —dijo D'Erso al borde de la risa. Debió imaginar un futuro mejor al que se avecinaba—. Un problema menos.
Kayt fue incapaz de no contemplar sus carcajadas, tan valiosas para él como la mejor canción. Era un sueño imposible, la idílica resolución. Un destino en el que Dorann desaparecía para siempre sin dejar rastro era lo mejor que podía depararle. No solo perecerían sus angustias, sino que nadie más tendría por qué sangrar.
No era lo que ningún héroe querría, pues sus hazañas se cerrarían sin mérito alguno. No se convertiría en ninguna clase de campeón, aunque no hubiese nadie para juzgarlo. Solo el tiempo, pero este era un testigo mudo.
Y, a pesar de todo, prefería la opción fácil, aquella en la que la muerte andara más lejos. Así podría perderse en los senderos del amor, dedicar sus días a D'Erso y golpear a Tempestad Perpetua con el martillo que la devolviese a la forja. ¿Acaso merecía la pena algo más?
De todas formas, no estaba en su mano tomar una decisión tan crucial. Le quedaba ante todo afrontar un oscuro devenir, siempre a por todas, pues tenía demasiado que perder.
El sol cayó pronto, cerniéndose sobre las tierras norteñas de Explosia una inquietante penumbra. Koda estuvo a punto de caer dormida en mitad de la pradera, pero Kayt se lo impidió y le instó a seguir caminando. Un buen presentimiento le decía que no andaban lejos de un refugio. Pasar en su interior la noche sería mejor que a la intemperie, con el pelaje de un mastodote como única sábana.
—¿Adónde se supone que vamos? —un bostezo se coló en la pregunta de D'Erso.
—Cerca de aquí parece haber una casa abandonada. Bueno, no es exactamente una casa. Es mayor que eso —explicó Kayt.
La primera pregunta que D'Erso vio necesaria plantear fue:
—¿Y es acaso segura?
Kayt dedicó su tiempo a cavirarlo. No entendía del todo a qué se refería, pues no encontrarían nada más seguro que el reposo entre cuatro paredes. Dorann, su mayor demonio, andaba lejos, y por tanto era un problema espectral. Los temores de D'Erso no eran sino infundados, nacidos de malas experiencias.
—Pues claro —acabó diciendo el Dracorex—. No tenemos nada que temer.
—¿Estás seguro? —D'Erso lo miró de una forma un tanto maternal, como si quisiera controlarlo—. Dorann puede estar tramando algo. Tal vez nos esté tendiendo una trampa, de ahí que no lo sientas.
Despreocupado, Kayt agitó la mano frente a su rostro. Sus angustias le llegaron a parecer banales.
—Dudo que Dorann aguarde nuestra llegada precisamente en una casa abandonada en medio de la nada preparando un ataque sorpresa —masculló—. No sé tú, pero no le veo ni pies ni cabeza. Es un hombre ingenioso, pero no creo que tenga tanto tiempo libre.
—No tiene por qué ser precisamente Dorann —añadió D'Erso, que, al contrario que él, no se sentía cegada por una única opción—. Ya sabes, vivimos en un mundo donde predomina la villanía. Si alguien quiere hacernos daño, no dudará. Y no hay lugar donde podamos estar más vulnerables durante la noche que en una casa en medio de la nada, seguramente tan llamativa por su tamaño.
—¡Bah! Si no se trata de Dorann, no hay problema.
Pero la profunda mirada de D'Erso rebosaba de incertidumbre.
—Espero que sea cierto. No es fácil creer en ti a estas alturas —bromeó.
Seguro de sí mismo, Kayt asintió. Llegar, acurrucarse, dormir y despertar sano y salvo. Eran pan comido.
Cuando avistaron a lo lejos la morada (parecía más bien una mansión de ensueño que otra cosa), ambos tuvieron reacciones opuestas. Kayt mostró euforia, alzando los brazos con entusiasmo por su acierto. Dormiría esa noche bajo techo y sobre suelo llano. De manera contraria, D'Erso sintió algo similar a un mal augurio. Se le puso la piel de gallina y comenzó a tiritar, como si el frío de Yettos volviese a ella. Había algo así como un aura siniestra rodeando el lugar, y no auguraba nada bueno. Pensó en pedirle al Dracorex que se alejaran, que continuaran con el camino para ir todo lo lejos posible de la mansión, pero no osó. Quizá solo fuese una suposición errónea, y era menester deshacerse de ellas. Al fin y al cabo, de existir un aura oscura, Kayt la habría percibido mucho antes que ella.
Una vez Koda estuvo lo suficientemente cerca, D'Erso apreció la fachada del malhadado edificio. Todas las ventanas, quebradas; los ladrillos, en proceso de derrumbarse; los contrafuertes, sin hacer honor a su nombre. Tal vez fuese el horrible estado de conservación de la estructura y no la amenaza viviente el foco de sus malos presagios. Tal como se hallaba, parecía capaz de venirse abajo en cualquier momento.
—¿No lo ves un poco... peligroso? —mirando hacia arriba, D'Erso se lamió los labios—. Porque yo sí.
Kayt no podía negar que la conservación arquitectónica era paupérrima, pero si seguía en pie era por un motivo. Si no, se hubiera convertido en meros escombros mucho tiempo atrás. No había más que ver los templos de eras pasadas, cuyas piedras habían presenciado la caída de civilizaciones enteras. Su fragilidad era solo aparente.
—Las construcciones firmes resisten lo que sea —dijo con tal de tranquilizar a la chica—. De todas formas, solo pasaremos una noche. Muy mala suerte tendremos si se nos cae encima.
D'Erso se encogió de hombros.
—Hay que reconocer que tendría su gracia.
Poco después, Kayt y D'Erso desmontaron. El joven ayudó a su amada a descender agarrándola por la cintura, colocando sus pies sobre el césped con suma delicadeza. Kayt comprendió enseguida que Koda no podría pasar por la puerta, a pesar de tener esta una escala considerable. Los caballos lo tendrían más fácil, pero pensó que estarían mejor en el prado, acompañando a la mastodonte en su pacer nocturno.
Justo después, Kayt abrió mentalmente la puerta de entrada. Se llevó una sorpresa, pues no tuvo que oponer apenas fuerza. Era como si alguien hubiera entrado no mucho tiempo atrás, facilitando el paso de próximos visitantes ocasionales. Sin embargo, Kayt lo tomó más bien como una mejoría de su poder mental. Siendo cada vez más hábil, el esfuerzo que requería sería paulatinamente menor.
No tardaron más en acceder a la mansión. El acre olor que predominaba era obra del polvo y la mugre, y la oscuridad era plena. Tras haber cerrado la puerta, Kayt dio forma a una esfera de luz mental, que elevó se hasta una lámpara de araña para que volviera a alumbrar. La energía sustituyó a las velas, dándole de nuevo funcionalidad al aparato.
Una vez visible, el lugar no les pareció demasiado acogedor. Los muebles, demacrados y roídos, se contaban amontonados por toda la sala, y los peligrosos cristales rotos estaban por doquier. Se apreciaban también motas de un indeterminado rojo que bien podían ser sangre, salsa o algún tipo de aceite.
Solo esperaban que no fuese lo primero.
Una vez se adaptaron a la lóbrega mansión, por gélida y tenebrosa que pudiera parecer, se dispusieron a buscar el lugar ideal para reposar. Teniendo en cuenta el océano de polvo que hasta tan lejos llegaba, el rincón más limpio que pudiesen hallar sería la opción preferible.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora