A Kayt le estaba costando asumir que el caballero errante conocido como ser Arquílodes de Muroeterno era un impostor. En realidad no lo era en el sentido práctico de la palabra, sino que más bien podía caracterizarse como una falsa identidad. En resumen, había elegido como nombre el de un personaje histórico de gran relevancia para Arderia. Podía incluso considerarse suplantación de identidad, aunque el verdadero ser Arquílodes llevase más de mil años bajo tierra. Desde luego, no lo demandaría.
Mientras Kayt meditaba en pie, McClane giró en una arriesgada maniobra su botella de licor y la levantó acto seguido para darle un trago fugaz.
—Ay, esto es lo mejor que hay... —ronroneó.
Kayt fijó entonces su ardiente mirada sobre los ojos entrecerrados del Guardia, cuyas pupilas cambiaban de tamaño de forma antinatural.
—¿Quién más sabe esto? —preguntó Kayt con voz seria, como si lo que había descubierto se tratase de un importante archivo confidencial del Gobierno.
—Bastante gente. Tú déjalo ser como es. El pobre solo quiere soñar... —la voz de McClane parecía que fuera a apagarse en cualquier momento—. No ha tenido la mejor de las vidas, tú ya me entiendes.
El viejo McClane volvió a rotar la botella con los dedos apoyados en el cuello de vidrio. Tras eso levantó la mano y agitó todos los dedos a distintos ritmos contra el cristal para generar una melodía descoordinada. Una desintoxicación no le vendría mal, pensó Kayt.
Segundos después, McClane se marchó por el pasillo dando bamboleos cual péndulo.
—Todos tenemos algo en nuestro interior que sabemos que es falso, pero deseamos que sea real e incluso actuamos como si lo fuera —declaró mientras se alejaba del joven.
Justo después, le guiñó un ojo a su confuso amigo. Acabó desapareciendo.
Kayt se quedó allí plantado junto a Soka como única compañía. Miraba a la pared de enfrente con rostro inmóvil, de piedra y metales pesados. En aquel momento no supo exactamente qué hacer. La decepción moral arreciaba a su alrededor.
Aunque solo fuera una cosa de poca relevancia, a Kayt le había cogido por trágica sorpresa. Odiaba las mentiras y el engaño como nadie, incluso en sus versiones más superficiales. Quizá porque tantos años de doloroso desconocimiento habían dejado mella en su forma de ser.
Al cabo de un minuto y medio, el mundano Brett (más conocido como el valeroso y honorable caballero ser Arquílodes de la estirpe de los Muroeterno) volvió al pasillo junto al comandante de la Guardia Ardiente, el barbudo Arme. Este, aunque no fuera muy alto, parecía un oso negro con tal barba enmarañada y sus bárbaros gruñidos. Al hacer su aparición, ambos levantaron animadamente sus botellines de cerveza. El de Arquílodes contenía una de tono claro, casi transparente, mientras que el de Arme una profunda y oscura. El jefe reía a toda voz con aquella boca de cocodrilo aparentemente ya en un estado de embriaguez, cosa que no le impidió dar un nuevo sorbo a su cerveza.
—¡Ja! ¡Eres el mejor, Arquílodes! —alzó su botellín como si se tratase de una jarra de cerveza en una taberna del siglo pasado—. Deberías unirte a nosotros. Serías un gran Guardia Ardiente, ¿no crees?
Ser Arquílodes, algo más sensato, pareció pensárselo, aunque tenía una respuesta clara desde el principio.
—No, no puedo —el caballero pestañeó y negó con la cabeza unas tres veces—. Para ello necesito una titulación básica, hacer papeleo por un tubo y demasiado entrenamiento, cosas que me faltan y, a excepción del entrenamiento quizá, no puedo obtener a estas alturas. Además, aunque me fascine la organización de la Guardia Ardiente prefiero mi labor. Es algo increíblemente satisfactorio —ser Arquílodes sonrió—. Recorrer los desiertos a lomos de un indricoterio ayudando a aquellos que lo necesitan y castigando a los que lo merecen no tiene precio.
—Bueno, llevas razón en lo de los papeles. Pero yo soy el mandamás aquí, recuérdalo. Podría ayudarte un poco, pero, si prefieres lo tuyo, adelante, prosigue con ello. Así es la vida, Arquílodes —Arme hizo una breve pausa, y después suspiró—. Cada uno toma el camino que le conviene. ¿Y sabes qué? Mi camino tiene ahora seis letras: ¡ce-rv-ez-a!
Kayt los miraba con extrañeza, incomodado incluso.
"—¿No tiene cerveza siete letras? Además, eso son síbalas. O eso creo."
El silencioso pasillo, carente de decoración y con colores fríos, sirvió de taberna a tan ruidosos amigos. Bebían como camellos al hallar un oasis, las gotas de cerveza deslizándose por sus barbillas. Después reían como si el mejor de los humoristas los acompañase, y así podían pasar horas enteras.
Parecía mentira que aquello fuera un cuartel de seguridad civil. Eso al menos pensaba Kayt, que veía vergonzoso su comportamiento. Debía ser por eso que la justicia estaba tan infravalorada durante esos días.
Cansado, el joven se apoyó en la pared de brazos cruzados y con una pierna levantada. Soka hizo lo mismo, copiando exactamente su postura como si fuera una réplica femenina del joven. Kayt era su referente en cada aspecto.
Ensimismado, el chico miraba a la pared contraria centrado en sus reflexiones. Profundizaba en el tema de Arquílodes de Muroeterno, ese que tanto lo abrumaba. Los ojos como soles de Soka apuntaban también hacia el vacío de la pared como si fútilmente intentaran darle vueltas a la cabeza. No habían sido forjados para ello.
Cuando la festiva pareja de colegas que Arquílodes y Arme conformaban volvió a pasar al lado del joven pensador, este se plantó delante de ellos con rostro férreo y la mano intimidantemente sobre el pomo de la espalda. Soka tardó pocos segundos en colocarse tras él, su energía recubriéndola de forma imperceptible para los sentidos mundanos.
—Brett... —con voz rasposa, Kayt pronunció su nombre. La significativa palabra rebotó por todo el pasillo cual estruendo.
Su verdadero nombre, aquel que no quería admitir, llegó una vez más a sus oídos. Entonces, el rostro del falso caballero cesó su aparente felicidad para reflejar una profunda decepción. Tragó saliva y cerró sus puños enguantados. Estuvo a punto de dejar salir algo por sus inquietos labios, pero no fue capaz. Parecía incapacitado.
—Ehm... esto... —a Arme le salían los vocablos entrecortados.
—Arquílodes —Brett formuló la palabra sin trabas, alta, concisa y clara—. Mi nombre es ser Arquílodes de Muroeterno. Todo lo que te haya dicho ese idiota borracho de McClane es falso. No hace más que molestar una y otra vez.
Una mirada desconfiada hacia el chico bastó para dejar claro que no quería hablar del tema. "No es de tu incumbencia", le dijeron sus ojos tenuemente verdes. Y entonces siguió hacia delante como si nada hubiese ocurrido.
Arme quedó frente a Kayt con rostro desorientado, pasándose la botella de mano a mano. No paró de hacerlo hasta que no abrió sus carnosos labios para decir:
—Luego hablamos, Kayt.
Justo después, Arme caminó lo más rápido que pudo hacia el caballero. No andaba lejos de la salida, y estaba dispuesto a acompañarlo. No sabía cómo continuaría la jornada después de aquello, pero probablemente no volviese a haber alcohol de por medio. Eso no le gustaba.
Para bien o para mal, Kayt volvió a quedar solo. No literalmente, pues se encontraba junto a su inseparable Soka, pero su silenciosa compañía significaba lo mismo que la presencia de un jarrón con ojos como estelas plateadas.
Era propio de Kayt dejarse llevar por la curiosidad en momentos de perdición moral. Así pues, optó por dirigirse a alguna de las habitaciones del pasillo en busca de descubrir más acerca de aquel cuerpo que tanto lo había decepcionado. Quizá fuese en contra de la privacidad, pero poco le importaban esos aspectos en semejante instante.
Para inspeccionar los interiores de una sala sin abrir la puerta, Kayt se asomó por el espacio entre puerta y marco por el que entraba algo de luz. No demasiada, pero sí suficiente.
La primera habitación que inspeccionó tenía en su interior a un nombre con un bigote largo y canoso que rellenaba papeles uno tras otro, sin parar. Nada de interés, pero al menos descubrió que alguien trabajaba con dignidad entre aquellas paredes.
La segunda habitación estaba ocupada por dos Guardias Ardientes que hablaban entre ellos usando apelativos cariñosos. Demasiada intimidad entre ambos, y no quiso ver más.
Cuando Kayt inspeccionó la tercera, se llevó una agradable sorpresa. Una sala de espera que contaba con un sofá ancho y de color verde pistacho. Era justo lo que necesitaba, un lugar donde descansar y meditar. Lo estaba deseando. Nada como un espacio tranquilo y vacío para encontrarse a uno mismo en el eco de una mente revuelta.
Empujó cuidadosamente la puerta, y las visagras chirriaron. Tuvo que ejercer mayor fuerza para abrirla del todo sin provocar demasiado ruido, pero aquello no era nada que el poder de la mente no pudiera solventar. En el interior junto a la callada Soka, Kayt dejó la puerta al límite sin llegar a cerrarla. Si no lo hizo fue porque creía en el destino.
Se permitió el lujo de reposar sobre el sofá, exteniendo los brazos por encima de su cabeza. Soka se sentó a su lado con la calma de una carpa en un estanque, sus pálidas manos dulcemente quietas sobre sus rodillas pálidas. Estaban despellejadas, se percató Kayt, como si fuese una niña que no dejaba de jugar.
Y entonces, mientras su amo se adentraba en el extraño reino de la mente, Soka dejó caer su cabeza sobre el sólido hombro de Kayt. No era la mejor almohada, pero era todo cuanto tenía.
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La Leyenda Perdida I: El Fin Del Camino
PertualanganUn mundo desolado por la cruel y mezquina mano del hombre. Un joven atormentado por un arduo pasado en busca de respuestas. Una humanidad afectada por una vertiginosa caída, seguida por un hilo de muerte a la espera de segar almas. Poderes ocultos s...