El escaso trayecto selvático restante fue un alivio para Kayt y los demás. Resultó ser más piadoso de lo inesperado, y no demasiado abrasador. La frescura los bendijo.
No tuvo que pasar mucho más tiempo para que sus pies lograran escapar de la jungla que minutos antes les había parecido eterna y aborrecible. Mas no quedaron ahí las penurias, pues tiempo después una violenta lluvia torrencial digna de un monzón se desató.
Como las gotas caían con vehemencia natural y se empaparían al completo, además de contraer un buen resfriado, decidieron cobijarse en una pequeña cueva esculpida en roca que sobresalía sobre los altos pastos. Bajo aquella cornisa de piedra, Kayt, Soka, Aia y Widdle pasaron una larga hora sin moverse del sitio. Encontrar refugio no compensó lo incómodo que resultó.
—¿Las lluvias aquí son eternas o qué? —preguntó Widdle en un determinado momento.
—Eternas no, pero sí largas. Por esta razón tenía la selva tanta humedad. Climas como este suelen presentar precipitaciones torrenciales —afirmó Aia. Suspiró luego—. Pues nada.
—Pues ojalá de detenga pontro, porque esto es un suplicio —el angustiado Kayt no dejaba de protestar, intentando en vano acomodarse entre su tulpa y su maestro.
—Sal ahí fuera, a ver si es mejor opción —Aia dibujó una sonrisa boba en el rostro.
El joven guerrero Dracorex resopló.
—Pues habrá que esperar, me temo...
Tras aquello, Kayt se apartó mínimamente de Aia para apretujarse algo más contra Soka. Era su tulpa después de todo. No dejaba de ser él mismo en una materialización distinta, por lo que se sentía más seguro a su lado. Piel contra piel, Soka no dejaba de mirarlo con una amplia sonrisa, sus monumentales ojos ambarinos siempre altos. En aquel preciso momento, el chaval se sintió desconcertado. Aquellos inquietantes ojos, aunque preciosos, podían resultar escalofriantes tan de cerca.
—Soka, ¿no podría desmaterializarte para que todos tuviésemos más espacio? —le preguntó Kayt a su tulpa—. Nos vendría mucho mejor.
Soka se limitó a sacudir la cabeza de lado a lado, aunque sin retirar aquella sonrisa obtusa de su cara. Al menos le sirvió para descubrir que su raciocinio era mayor que de costumbre.
—¿Por qué? Antes sí me lo permitías —Kayt tuvo sumo cuidado con sus propias palabras. No quería una segunda rebelión.
Entonces, Soka se limitó a negar de nuevo. Se dio acto seguido la vuelta hacia el paisaje, admirando las copiosas lluvias que ya empezaban a empapar las suelas de todos. Para solventar el creciente problema, Aia y Widdle optaron juntos por alejar el líquido mentalmente. Lo consiguieron, pero rápidamente volvió a inundar la estrecha cavidad. Por mucho que lo intentaran, siempre volvía al mismo lugar. La naturaleza era implacable.
—Menudo diluvio —suspiró Widdle.
—No pudo caer cuando estábamos en la jungla resguardados por las hojas de los árboles, no —protestó el joven.
—Parece que la fortuna no nos sonríe, Kayt —Aia miró entonces al zagal con su habitual semblante sereno—. Pero, aunque no esté de nuestra parte, lucharemos. Eso es lo que debemos hacer siempre, ¿de acuerdo?
—Sí, lo sé —Kayt respondió no de muy buena gana—. Me lo has dicho mil y una veces.
Aia lo sabía.
—Y nunca serán suficientes.
Los cuatro tuvieron que esperar lo que no estaba escrito a que saliera el sol. Cuando apareció en el firmamento escoltando al arcoiris, los poseedores se alegraron como nunca lo habían hecho. Al fin serían libres.
Escapar de la cavidad rocosa que les había dado cobijo les costó que sus zapatos se impregnaran de un barro sucio y espeso generado tras la lluvia. Resultaba bastante desagradable, y no había forma aparente de eludirlo hasta salir de aquel prado fangoso.
—Estas son las consecuencias de la lluvia. Vamos a tener que lavar bastante bien nuestros zapatos cuando salgamos de aquí —dejó claro Aia, que doblaba bien alto las rodillas con tal de estar lo más lejos posible de la porquería.
—Ya veo, ya —el rostro malhumorado de Kayt lo decía todo. Aquello le resultaba espantoso.
De forma antagónica, Soka no parecía tener escrúpulos respecto al pantanoso terreno. Caminaba sobre el barro como si fuese un sendero cualquiera, ensuciándose más que nadie pero indiferente a ello. Incluso sonreía mientras lo hacía como quien recorría un campo de margaritas.
En otras ocasiones, Kayt había visto levitar sobre algunos palmos del suelo a su tulpa durante un corto periodo de tiempo. Con esa habilidad podría haberse librado del barro, pero le fue irrelevante. Los tulpas tenían pocas preocupaciones dentro de sus simples cabezas, a menos, por supuesto, que hubiesen sido diseñados para tenerlas. Todo dependía del pensamiento del creador, y Kayt no se detuvo demasiado a determinar su personalidad. Por eso Soka era algo más estándar, atenta protectora y no mucho más.
Por otro lado, Widdle caminaba sujetando en alto las puntas de la larga chaqueta. Su traje era de gran antigüedad, y le había cogido bastante cariño. No quería perderlo bajo ningún concepto, mucho menos por culpa de un poco de traicionera tierra mojada.
—Dichosa lluvia... —Widdle mascullaba toda clase de maldiciones—. Por qué me tiene que pasar esto a mí...
—No te recordaba tan quejica, viejo amigo —pronunció Kayt de forma amistosa, algo raro en él.
—Las personas cambian constantemente, algunas a peor y otras a mejor. Aunque en estas edades, es difícil cambiar a mejor —concluyó el Médico Esotérico.
Aquello sugirió a Aia una buena pregunta. Quizá no fuese la más adecuada, pero le interesaba.
—¿Cuántos años tienes ya, Widdle?
—Cincuenta y tantos. Lo dejo ahí —Widdle no deseaba revelar su edad concreta. Hasta su voz se volvió más suave y espectral de lo que ya era.
—Anda ya, no es algo para arrepentirse. Estás bien conservado, aunque supongo que es cosa de todo cuanto oculta ese atuendo —Aia soltó una risotada.
En absoluto podía Widdle mostrarse tan ameno como su compañero de viaje en una situación así. Se limitaba a avanzar sin una sola sonrisa que lucir, siempre con la frustración como bandera. No sentía apenas deseos de hablar, mucho menos de recibir preguntas.
El observar al cabo de un rato una ciudad rodeada por pastos verdes iluminó el corazón de Widdle. No solo se alejaría de aquel repugnante clima húmedo, sino que podría distanciarse durante un tiempo de sus compañeros en aras de una mayor libertad urbana. Nada estaba deseando más que eso.
Cuando cruzaron las murallas medievales, lo primero que hizo Widdle fue despedirse de Kayt y Aia y tomar por su propio camino. Aún tenía los zapatos embarrados, y con sus torpes andares delataba esa incomodidad.
En cambio, Aia se dispuso a limpiar los suyos con unos finos pañuelos. Kayt se ocupó de una forma más manual tanto de los de Soka como de los suyos propios. El joven estaba ya acostumbrado a tratar la completa higiene de su tulpa, cosa que a ella le parecía ajena. Sus reacciones ante la acumulación de la suciedad en sus distintos aspectos eran nulas, tan solo centrada en la custodia y en la acción. En ese sentido, parecía no ser consciente de que su cuerpo era mucho más humano de lo que se podía pensar.
En ocasiones, Kayt lamentaba que Soka no pudiese hablar. Necesitaba poder entablar una conversación de interés con ella. Una sobre la vida en general, una reflexión acerca del metafísico porqué de todo. Necesitaba saber qué pasaba por aquella cabecilla que él mismo había forjado, parte de la suya propia al fin y al cabo. Quizá se llevase una buena sorpresa.
Sin embargo, su silencio era en algunas ocasiones un alivio. Gracias a ello era que Kayt podía hablar libremente de lo que fuera. Soka siempre podría escuchar, pero no contestaría ni protestaría. El ser humano, crítico y respondón, jamás le permitiría tal lujo. No podía expresar su verdadero sentir, el inquieto latir de su corazón resquebrajado. Esos ojos de oro le demostraron a Kayt que todo tenía sus ventajas de la misma forma que desventajas, y que debía buscar en ello lo que más beneficioso le resultase.
—Estamos en Qu'Gortha, Kayt —Aia informó a su compañero sobre el nombre de la nueva ciudad nada más descubrirlo en un cartel. Parecía que conociese la urbe a la perfección, nada más lejos de la realidad—. Desde fuera parecía una comunidad increíble, y bueno, es grande, pero deja mucho que desear —se detuvo para señalar una morada con la pintura desgastada y las ventanas quebradas. Los ladrillos de los cimientos sobresalían mal colocados—. ¡Pero mira eso! ¡Qué cosa más espantosa! Bistario es y siempre será el gran rezagado de nuestro continente, y no me extraña —el maestro no se cortó. Era un crítico implacable, y no tenía pelos en la lengua. Cosas de la edad, pensaba Kayt—. Siempre hay una oveja negra en la familia.
—Debe ser una ciudad pobre —dijo Kayt, y no le faltaba razón—. De hecho es de las pocas que hemos visto. Casi todas las comunidades son pequeños pueblos. No debe ser un lugar muy rico, y no podemos culparlo por ello.
—Así es. La economía de Bistario es pobre. Se basa en la ganadería, la agricultura y, en algunos casos, la minería. Eso enriquecía a las naciones hace siglos, pero no basta hoy día que está todo tan explotado. Este lugar es distinto, y por eso mismo es un desastre. Saca a estas personas de sus aldeas y puebluchos atrasados y mételas en una ciudad medianamente industrializada. Ocurrirá esta catástrofe.
Kayt no deseaba pensar así, mirando por encima del hombro a las víctimas de una crítica pobreza de esa cruel manera. Sin embargo, sus opiniones se vieron sesgadas cuando se fijó en un grupo de gordas ratas grises que corrían por la calle frente a un restaurante. Los chillones roedores llevaban macarrones entre las mandíbulas, y un hombre obeso tras ellas intentaba alcanzarlas escoba en mano.
—¡Vosotras, venid aquí! —gritaba con voz tosca mientras empleaba sus rechonchas piernas para aproximarse todo lo posible a ellas—. ¡No escaparéis, diablillas colmilludas!
Una de las ilusas ratas se detuvo para alimentarse con las patas delanteras, cosa que el gordinflón aprovechó. Cuando tuvo a corta distancia al gran roedor, le asestó un golpe en plano. La hizo chillar con espanto justo antes de que muriera agónicamente sobre su sangre derramada.
Kayt tuvo que apartar la mirada. Odiaba presenciar la muerte de animales inocentes, seres que por instinto solamente deseaban llevarse algo a la boca. Oír el gritito de la pobre rata le dolió en el alma. Otros hubieran sentido alivio al atestiguar su muerte o incluso les hubiera repugnado, pero Kayt no. Él era diferente.
Aclararon tiempo después que pasarían la noche en Qu'Gortha. El maestro mental tuvo suerte de encontrar un hostal de gran calidad a precio de risa, y no dudó en alquilar una estancia. Por otro lado, Widdle no había dado aún señales de vida. Ni siquiera sus ondas reaccionaban. Ninguno de ellos tenía idea de qué podría estar haciendo, pero no le dieron muchas vueltas. Como persona absolutamente independiente, sabía bien lo que hacía.
La siniestra noche vino melódicamente escoltada por las suaves melodías de los grillos. Enseguida, hizo caer al joven Kayt en un profundo sueño. En pleno letargo nocturno, apareció inmerso en un sueño lúcido. Siempre que sufría uno, Kayt era consciente de que algo a tener en cuenta se avecinaba. Esos impulsos oníricos tendían a tener relación con el poder de la mente, especialmente con Dorann, y su instinto no solía ir mal encaminado.
Una vez más apareció en aquel espacio blanco y aparentemente eterno. Por mucho que caminara a través de él, no parecía tener un fin definido. Siempre lo había visto como una abstracta representación del mismo destino que movía los hilos de su vida.
Tiempo después, sus padres se presentaron ante él. No era la primera ocasión que aparecían en sus sueños, pero nunca como aquella vez. Podía percibir el poder de ambos, una energía demasiado intensa como para no ser auténtica. Latía en ellos una esencia pocas veces vista. Un poder digno de los portadores del apellido Dracorex, ese mismo que habían heredado sus poderosos vástagos.
Que sus progenitores se le apareciesen era casi mágico, como una señal de esperanza. Por eso mismo Kayt se acercó hacia ellos rápidamente y con creciente entusiasmo. Sabía que era una mera ensoñación, pero los echaba demasiado de menos. ¿Cómo podía crecer sana y cuerda una persona sin su parentela?
—Ven con nosotros, hijo —clamaban ambos al unísono.
Por cada paso que Kayt daba, Sun y Tzellina se hallaban cada vez más lejos aun sin siquiera moverse. Como último remedio, el joven empezó a correr y extendió la mano hacia ellos. Quería alcanzarlos y abrazarlos para estar con ellos de nuevo. Era consciente de la mentira provocada por su subconsciente, pero a la vívida imagen de sus padres no se la podía rechazar. Demasiado los amaba como para darles la espalda. Si pudiera vivir felizmente en ese engaño, lo haría con gusto.
En un determinado momento, Kayt creyó estar más cerca que nunca de ellos. Se dio cuenta de que podía alcanzarlos con un solo movimiento, y estaba dispuesto a ello. Cuando alargó la mano abierta hacia sus dos padres, esbozaron un par de sonrisas memorables, luminosas, en pocas palabras orgullosas de su descendencia.
Pero, como solía ocurrir en esos inusuales sueños, todo se torció. Una silueta oscura y de cabellos como serpientes negras, un ente familiar, se manifestó tras ellos. Con un tridente largo y rígido acabó con ellos ante los ojos de Kayt, atravesándolos. No manó sangre, pero sí toda la luz de su interior.
—Haría esto si pudiera, Kayt. Nuestros padres fueron un par de insensatos, aunque tú creas plenamente en la bondad de sus actos pasados. No hicieron nada bueno, ¡nada! Nuestro padre gobernaba una organización aparentemente correcta, pero umbría cuando nadie miraba. Un desastre en toda regla, algo que debía ser erradicado. ¿No odias tanto a todo aquel que manda sobre otros? ¡Pues nuestros padres lo hacían, y además con condescendencia hacia el resto! ¡Y ambos murieron por ello, asesinados en su propio hogar! Y murieron de forma insulsa, que conste. Tuvieron la oportunidad de huir y no lo hicieron. ¡Ja! ¡Vaya par! ¡Así les fue! ¡Tanto poder para nada!
Las palabras del supuesto Dorann (pues bien podía ser solo una advertencia de sus propias ondas) pusieron al rojo vivo a Kayt. No podía soportar que su propio hermano se mofase a costa de sus padres, quienes le habían dado el don de la vida. Aquello debía ser algo inimaginable para cualquier persona, peor que un pecado capital, pero Dorann era un caso distinto. Él no tenía corazón.
Guiado por la furia, Kayt desenvainó a Tempestad perpetua y cargó furioso contra un Dorann que no paraba de carcajear. Al alcanzarlo, arrojó un tajo preciso hacia el abdomen. Se deslizó y cerró los ojos, la espada en el acto de cercenar. Sus manos aguardaron.
Pensó que lo había atravesado, que había derrotado al mal. No obstante, cuando se colocó tras él volvió a mirar hacia delante solo para comprobar que Dorann seguía allí, sano y salvo. Ni un solo rasguño.
—No puedes matarte a ti mismo. En caso de que lo hagas, sufrirás las consecuencias. Arderás en el fuego eterno, y esa será la menor de tus muchas preocupaciones, hermano mío.
Concluidas sus declaraciones, Dorann se volvió un humo negro de alguna manera tóxico y se desvaneció a lento ritmo frente a los melancólicos ojos de Kayt. Paralizados y afectados, no podían hacer más que mirar. Si no lloraban era porque no podían.
Tanto despreciaba a Dorann que deseaba verlo muerto, con Tempestad perpetua hundida cruelmente en su pecho. Sin embargo, no sabía si aquello sería lo correcto. Dorann era su hermano después de todo, por muy trastornado que hubiese acabado. Era sangre de su sangre, y asesinarlo sería un acto cuestionable. Él mismo se lo había advertido.
—Tal vez haya otra solución —supuso la manifestación onírica de Kayt antes de que el sueño lúcido llegara a su fin.
Cuando despertó, Kayt no pudo hacer otra cosa sino recordar el sueño. Había quedado clavado a las paredes de su mente, incrustrado para el doloroso recuerdo. No sabía si las impías palabras salidas de los labios de su hermano Dorann habían sido obra del susodicho o habían sido simplemente generadas por las ondas oníricas. Igualmente, no importaba. Lo presenciado le había dejado algo más que claro a Kayt, y tenía relación con su ascendencia. Había interpretado su decisión como algo ideal, corriendo hacia sus ilusorios padres dejando atrás la verdad. Había decidido ser feliz viviendo de una falsa promesa. Y, por supuesto, eso no podía ser así. Después de recibir tantos golpes por parte de la cruda realidad, Kayt sabía que la mentira no llevaba a ningún lugar.
"—No. He hecho mal. Jamás viviré en una mentira, ¡jamás! He de seguir la verdad, por muy odiosa e injusta que sea. Al fin y al cabo, debo ser yo quien la cambie. Tal vez no lo consiga, pero mis pensamientos nunca morirán, ni tampoco caerán en el olvido. La idea es eterna."
Medianamente satisfecho con sus reflexiones, intentó volver a conciliar el sueño. A Aia se lo veía profundamente dormido, roncando abiertamente, mientras que Soka simulaba que pegaba ojo en la tercera cama. Lo hacía a la perfección. Debía ser gracias a la práctica.
Antes de caer abatido por la creciente somnolencia, Kayt pensó que requería de una sesión de meditación como el comer. Tan convulsos como se hallaban sus pensamientos, lo necesitaba para indagar en los temas que más le abrumaban. Y no eran precisamente pocos.
A la mañana siguiente, Aia localizó a Widdle con la ayuda de las ondas mentales. Lo encontró en una especie de pequeño parque, sentado de piernas cruzadas en un banco junto a un anciano. Hablaba tranquilamente con él, como si fuesen amigos de toda la vida.
—Tiene suerte, Adelio. Bistario es una tierra maravillosa, mucho más que la mía. Donde yo habito, la sociedad se ha corrompido. Sin embargo, en Bistario la gente parece tener mayor libertad, especialmente en los pueblos. Ojalá todo el mundo pudiera saborear estos placeres —la conversación parecía tener ensimismado a Widdle—. No es necesario mucho más para ser libre.
—Sí, sí, en mis tiempos había más libertad. Nos gobernaban buenas personas, sí señor —la voz del anciano era seca, rasposa cual estropajo—. Personas justas, personas de dignidad. Pero tarde o temprano a alguien se le sube el poder a la cabeza y tierra por tierra todo lo anterior. No es la primera vez que ocurre, ¿sabes?
—La conciencia humana debe ser defectuosa —determinó el médico.
—Pues sí. Pues sí.
Widdle tardó un rato en reparar en la presencia de sus amigos. Así de inmerso se encontraba en la conversación que ni al poder de la mente hacía caso. Cuando sus ondas se reactivaron, se alarmó y decidió darle la mano a aquel anciano convencional a modo de despido.
—Encantado de conocerle, Adelio. Es siempre bueno poder hablar con la gente para saber qué piensa de esta situación. Siempre he creído en la voz del pueblo —sonrió—. Un saludo.
—Lo mismo digo —declaró Adelio, dibujando en su arrugado rostro una sonrisa desdentada.
Acto seguido, Widdle se levantó del banco de forma brusca, se sacudió los ondulados ropajes y avanzó como con prisas hacia sus amigos. Se habían posicionado frente a un tupido naranjo, como si no quisiesen ser detectados. El aroma del azahar parecía amenizar la secuencia.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó un alarmado Widdle nada más llegar ante ellos.
—No sabíamos qué hacer, por lo que pensamos en localizarte para reunirnos —Aia fue homesto con él—. Aunque, sinceramente, no esperábamos encontrarte aquí.
—A veces puedo ser una persona muy sociable, aunque parezca que no. Me gusta hablar con la gente corriente y oír sus historias, aunque yo nunca cuento la mía. No sabéis cuántas vidas me han sido narradas, pero ninguna tan trágica como la que me pertenece. Si la vida fuese una competición de obras de tragedia, la mía alcanzaría alguno de los primeros puestos —Widdle empezaba a divagar, por lo que lo miraron de soslayo—. En relación a ello, creo que deberían dedicarme una obra de teatro. Seguro que saltaría al estrellato y recaudaría millones en esta era en la que el drama ha quedado para el arrastre.
—Deja tus habladurías y marchemos —gruñó Kayt con el tono del bárbaro en su interior, segando sus palabras.
—Está bien —suspiró el alicaído Widdle—. Vosotros os lo perdéis.
Aia arqueó una ceja.
—¿Perdernos qué?
—La grandeza del ser humano, naturalmente —Widdle volvió a hacer verbalmente de las suyas, ahora mientras caminaban hacia algún lugar—. Os recomiendo que os detengáis alguna vez a escuchar lo que cualquier persona mundana tenga para contaros. Os llevaréis una buena sorpresa.
Nadie dijo nada. Tiempos oscuros, silencio prolongado.
Con los pies buscaron un sendero de escape. Se encontraban ya en la periferia de la ciudad, deseosos de salir de allí lo antes posible. Era un lugar que abrazaba a unos y escupía a otros. Widdle deseaba quedarse más tiempo para tratar a los desvalidos, pero Aia y Kayt se negaban en rotundo.
—Vota que no, Soka —le ordenó Widdle a la tulpa con falsas esperanzas—. Si tú me apoyas, seremos dos contra dos.
Sin sorprender a nadie, Soka negó con la cabeza. Le dedicó una sonrisita pícara.
—Soka es parte de mí y vota lo que yo quiera, así que mi voto es doble —la respuesta de Kayt enmudeció al médico—. Tres contra uno, has perdido.
Sorprendentemente, Widdle no protestó. Había comenzado a hacerlo a menudo, más de lo que debería como hombre curtido de cincuenta y tantos. Después de todo, a tales edades se aprendía pronto a asumir la derrota y obedecer lo que la mayoría dictase. No por nada habían forjado una democracia en miniatrura.
Con cierta intriga, Widdle se dirigió hacia Aia para preguntarle sobre su próximo destino. Conociendo al maestro, lo más probable era que volviesen a ser conducidos a través de algún hostil terreno de superficie inestable. Solo Aia sabía cómo escoger los senderos más tortuosos, aquellos que conducían al hombre por los oscuros caminos de la insatisfacción.
—Entonces, ¿adónde iremos ahora?
—Nos dirigimos hacia el norte de Bistario, árido territorio de desiertos como mares. Tiene un aire al Gran Desierto. Te gustará —dejó claro el sonriente Aia.
Aunque pareciese extraño, aquello supuso un consuelo para el Médico Esotérico.
—Pues sí, prefiero mil veces antes un desierto a la selva. He recorrido el Grande incontables veces, y no me canso de hacerlo —se llevó las manos a la cadera—. Los lugares aparentemente vacíos son los que más tesoros esconden. Solo hay que saber mirar —colocó un dedo bajo el párpado inferior, y después se ajustó la máscara. La necesitaría.
Antes de abandonar Qu'Gortha, los poseedores se prepararon con comida y agua a rebosar para el largo camino a través de los yermos que les esperaba. Habían de asumir que sería duro, mas no por ello menos fascinante. Aia les narró durante el trayecto variadas historias legendarias sobre lo que escondía el inhóspito territorio de Bistario, cobijo de monumentos arcaicos y peculiares personajes errantes. Además, dispersos por los mares de arena se encontraban algunos de los primeros templos dedicados al poder de la mente. Habían resistido gracias a su pétrea imponencia al paso del tiempo, como si quienes meditaban cuando aún ni siquiera existían términos para definir aquel poder aún los frecuentasen.
Según algunos historiadores de Menta, el poder de la mente había sido desarrollado por los habitantes de Bistario durante miles de años, aunque nadie podría determinar con exactitud fechas por muchas pruebas supuestamente concluyentes que se realizasen. Fuera lo que fuese, Kayt estaba seguro de que el final de tramo iba a ser una aventura impredecible. Tener la ambiciosa oportunidad de conocer parte del origen de los suyos era demasiado tentador.

ESTÁS LEYENDO
La Leyenda Perdida I: El Fin Del Camino
AdventureUn mundo desolado por la cruel y mezquina mano del hombre. Un joven atormentado por un arduo pasado en busca de respuestas. Una humanidad afectada por una vertiginosa caída, seguida por un hilo de muerte a la espera de segar almas. Poderes ocultos s...