Acto CLXVII: Cabezas parlantes

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Wills y Kazzo se irguieron con semblantes de piedra para dirigirse a aquel extraño cazador. Mientras tanto, Terror que permaneció en reposo bajo la mesa, devoraba las restos de comida que su amo le había ofrecido.
—Hola —saludó fríamente Wills, colocándosele delante.
La mano del joven no andaba lejos de a daga. Si descubría que había sido él el asesino, no dudaría en desenvainarla. Qué ocurriera después era aún una incógnita.
El cazador levantó la mirada, dejando la escopeta de reluciente cañón a un lado de la silla. Llevaba sobre los labios un descuidado bigote castaño, y su ojerosa mirada era inquietante.
—¿En qué les puedo ayudar? —preguntó amablemente. Al parecer, las siniestras ojeadas de ambos no lo amedrentaron en absoluto.
—Queremos hacerte unas cuantas preguntas —declaró Kazzo de brazos cruzados. Con su barba enmarañada y sus penetrantes ojos próximos al negro resultaba mucho más amenazador que su amigo.
El cazador no mostró sospechas en ningún momento, aunque sí que parecieron aflorar en su mente algunas dudas. Aun así, aclaró que respondería a las preguntas con un ademán.
—¿Eres cazador, verdad? —le preguntó Wills.
El bigotudo asintió.
—En efecto. Soy cazador por oficio. Cazo animales para su posterior venta, siempre para alimentación. Suelo comerciar tanto en Ventorr como en Yelidaos.
—Así que siempre para alimentación —Wills se llevó a la barbilla dos dedos, pensativo—. Supongo que los animales que cazas suelen ser conejos, fosfonos, ciervos, bovinos salvajes y demás.
—Así es —dijo el cazador—. No cazo animales como trofeo, como otros.
Wills y Kazzo cruzaron miradas. Si de verdad estaba siendo honesto, aquel no era el hombre al que buscaban.
—¿Y mastodontes? —preguntó Wills de repente—. ¿Has cazado algún mastodonte?
El cazador ni siquiera se lo pensó.
—Desde luego que no. Un mastodonte cuenta como trofeo, no como sustento. Además, el gremio de cazadores nos impide perseguir animales en peligro de extinción. Las reglas están para cumplirlas, jovenzuelo.
Nuevamente, Wills y Kazzo se dedicaron el uno a otro un repaso visual. Aquella información era totalmente reveladora, y un gran paso en su investigación.
—¿Existe un gremio de cazadores? —preguntó Kazzo con cierto impactad.
—Pues claro —exclamó el bigotudo—. Todos los cazadores de la zona nos reunimos semanalmente en el centro de Yelidaos para conversar, darnos recomendaciones y tal. Cabe destacar que los gerentes nos imponen ciertas reglas, pues saben cómo funciona todo esto.
—¿Y cuántos se supone que sois? —preguntó Wills sin dejar de sopesar nada.
—Poco menos de cincuenta.
Por parte de Kazzo llegó la pregunta clave:
—¿Y crees que hay alguien de tu gremio capaz de incumplir las reglas que os imponen?
En la mirada del cazador se reflejó incertidumbre de una vez por todas, algo que vino acompañado por un fruncimiento del ceño.
—¿Se puede saber a qué vienen tantas preguntas? —los miró sospechosamente, la dirección de sus ojos cambiando a cada instante—. Esto me huele a chamusquina.
Entonces, Wills se acercó a él impasiblemente, no como un joven apocado sino como un guerrero de la justicia.
—Han dado caza a un mastodonte, a pocos kilómetros de nuestra posición —declaró sin rodeos—. Buscamos al maldito cazador que lo haya hecho para darle su merecido.
Acto seguido, el hombre tragó saliva. Pronunciadas tan reveladoras palabras, una idea se le vino en mente.
—Sobre la pregunta de antes, sí, hay alguien que tiene todas las papeletas para haberse pasado las reglas por donde yo te cuente —el cazador se mesó el bigote con dedos relucientes, impregnados de espuma de cerveza—. No sería la primera vez. Ya abatió hará unos cinco años un antílope níveo yettiano, especie ahora extinta, cuando quedaban poco más de veinte ejemplares en toda la región. Ha cometido algunas ilegalidades más, pero siempre sale impune. Lleva lo más grande en el gremio, tiene muchos contactos y su hermano es abogado. No es alguien a quien vayan a despedir.
—La supervivencia de los más ineptos —dijo Kazzo, y vio al cazador asentir con pesadez.
Wills comenzaba a enervarse. Sin ni siquiera conocerlo, pudo entender a qué clase de energúmeno se enfrentaban. Un auténtico monstruo, alguien detestable a quien no deseaba nada bueno. ¿Quién decía que una vida animal valía menos que una vida humana?
Ojo por ojo, diente por diente. Era tan sencillo como eso.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó.
—Wilfan Daringdonn, pero le llaman Cabeza —explicó el cazador tras darle un mordisco a su empanada de atún—. No me preguntes por qué. Está como un cencerro.
—Maldito sea —gruñó Wills, los puños contra la mesa.
Entonces, Kazzo colocó sobre el hombro de Wills una mano amiga.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —le preguntó.
Kazzo encontró un odio insano vibrando en los abismos de la mirada de Wills. Parecía mentira que aquel fuese el mismo cándido chaval al que creía conocer.
El chico de pelo rizado se dio poco a poco la vuelta, clavando sobre el cazador una mirada de interés trufada por una cucharada de desdén.
—¿Sabes donde podemos encontrar a Cabeza?
El cazador lo caviló, cabizbajo.
—Siempre caza por la mañana. Suele ir a Yelidaos después de comer, al gremio.
Entonces, Kazzo dio un paso hacia delante.
—¿Dónde queda Yelidaos?
Acto seguido, el cazador levantó la mano. Su dedo apuntaba hacia delante, concretamente hacia la esquina del bar. Como si pudiesen ver a través de la madera, señaló al noreste.
—No lejos de aquí se bifurca el camino. Tomad el de la derecha y llegaréis pronto a Yelidaos. No será más de media hora a pie.
—Perfecto —Wills asintió, juntando las manos—. Muchas gracias por la información.
—No hay de qué —el cazador sonrió—. Ya venía siendo hora de que alguien le diera una lección a ese gandul.
Antes de alejarse, Wills le dedicó una sonrisa confiada. Con ella le aseguró que le daría su merecido al cazador conocido como Cabeza. Estaba en su mano interpretarla como una acción heroica o vengativa.
Antes de marchar, Kazzo pagó la cuenta de ambos. Wills se lo agradeció con una palmada en la espalda, nada más. Las palabras no tenían valor en aquellos momentos.
Ambos salieron del local poco después con Terror a la cabeza, entusiasmado por el único hecho de seguir recorriendo el sendero. Un animal tan activo como él, sucesor directo de los lobos, necesitaba movimiento constante.
—Espero encontrar a ese maldito en Yelidaos —pronunció Wills, y no con poca cólera—. Si no, no sé qué haremos.
—Seguir buscando. Daremos tarde o temprano con él. Sus pies no son de hierro —razonó Kazzo—. Los nuestros tampoco, pero casi.
—El sur de Yettos es enorme, Kazzo —explicó Wills sin dejar de gesticular—. Puede estar en cualquier lugar.
Kazzo suspiró, liberando vapor helado por los labios.
—Más nos vale confiar en ese cazador.
—Como se le haya ocurrido mentirnos...
—Lo dudo. Parecía un tío con dos dedos de frente.
—¿Y si era él el asesino, solo que ha ideado un subterfugio de última hora? —los ojos de Wills refulgieron por instantes.
—¿Pero qué dices? —Kazzo frunció el entrecejo—. Estoy seguro de que no.
—¿Por qué?
—¿Acaso no lo has escuchado? —le preguntó Kazzo, una ceja arqueada—. Era un tío formal, de esos que llevan a cabo su oficio con respeto y civismo. No era el típico irresponsable, ya sabes a lo que me refiero.
Wills se encogió de hombros. No pensaba confiar en ningún asesino de animales, pero sabía que le convenía que aquel sujeto llevara razón.
De no ser así, su lista negra pasaría a contar con dos nombres.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora