Acto XLVII: Las abejas hacen miel en la calavera del león

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La fábrica de Terdón Melíferas se convirtió rápidamente en un dulce hogar para los falsos refugiados. A la espera de la mejoría de sus heridas, tuvieron tiempo de sobra para descansar y reflexionar sobre su turbio futuro.
Umber Dosdedos seguía haciendo honor a su apodo, aunque la cicatricación había mejorado. Las vendas permanecían, mas no lo harían por mucho más tiempo. Por otro lado, Gorgóntoros empezaba a mostrar un notable progreso. Tanto se habían recuperado sus músculos que incluso podía desplazarse con ambas piernas. Ya ni siquiera parecía aquel hombre moribundo que fue días atrás. Pero había heridas que no se veían, cruentas laceraciones ajenas al ojo humano. En ese aspecto, las técnicas médicas de Pickard se quedaban cortas.
Una mañana lumínica, Gorgóntoros tuvo una idea. Decidió levantarse pronto del reposo, y fue un gran acierto. Junto a Umber hizo un recorrido a través del lugar, que deseaba conocer con sus propios ojos. Una vez bien vestido y acicalado, cosa que no solía hacer a menos que fuera estrictamente necesario, pudo salir. Caminar resultó un alivio para su musculatura adormecida, que pronto volvió a la acción. Pedía movimiento a gritos, y al fin lo tendría.
Como pudo advertir, la habitación que le correspondía era la tercera de las tres visibles. Habían sido adaptadas para trabajadores que no tuvieran adónde ir, aunque habían acabado recibiendo un uso distinto.
A un lado de las tres alcobas se encontraba el despacho del jefe, Buround Mel, propietario de la empresa. Él y no otro había planificado la edificación de la fábrica, y había sido suya la idea de colocar aquella sección apartada en una posición tan peculiar. No fue hasta echar la vista al frente que Gorgóntoros se percató. Toda la estructura estaba sujeta sobre una plataforma plateada aguantada por unas cadenas férreas. Se encontraba a una altura considerable, y el Toro no era un gran aficionado de los metros de más. Sin embargo, podría acostumbrarse a la arquitectura industrial de Yettos.
El siguiente paso consistió en bajar las escaleras metálicas para llegar a la planta baja. Mientras descendían, un olor a miel penetró en sus narices dulcemente. No solo era agradable, sino que además hacía rugir las libres. Cautivados por el aroma, aligeraron su paso. La producción melera parecía esperar a ambos con los brazos abiertos.
Una vez en terreno estable, los soldados admiraron el gran espacio dedicado a la fabricación del codiciado producto. Ocupaba tres cuartos del local, el resto pasto de oficinas y centrales. Se fabricaban infinidad de productos, siempre con miel en mayor o menor medida. La etiqueta de Terdón Melíferas destacaba sobre cada empaquetado, las letras escritas con un trazo sublime. Sobre todos ellos destacaba la hidromiel tradicional, conocida en todo Cincirius e incluso importada al resto del continente. Aunque en el sur no era tan popular como en las regiones frías del norte, eran muchos los adictos fanáticos de la barbarie costumbrista a lo largo de Leurs que la bebían en cuernos mientras cantaban con voces guturales en sus sombrías tabernas.
La sección de trabajo se ocupaba de elaborar las distintas variantes de miel, todo con tal de compartir el sabor más preciado sin perder la calidad. Algunos ejemplos de la variedad presente eran la miel de azahar, de romero o de eucalipto. Alcanzaban mayor precio las más extravagantes y difíciles de encontrar, exclusivas de Terdón Melíferas, como la miel de bonia o la miel de petroste, esta última planta importada desde la gran Damosnor solo para ser allí trabajada. Pero, en conclusión, todas eran deliciosas para el paladar humano. No hacía falta pagar una cantidad desbordante para llevarse un pedazo de dulce calidad a los labios.
Mientras observaban el apetecible ambiente con los ojos bien atentos, Pickard apareció ante ellos. Portaba el mono de trabajo de la empresa y esa alegre sonrisa que lo identificaba. El delantal sobre su pecho estaba impregnado de miel, que brillaba con un delicado tono dorado. No necesitaba perfumes cuando tenía la dulzura de la miel revoloteando en torno a él.
—Me alegra ver que ya puedes caminar, Gorgóntoros —le dijo Pickard emocionado, limpiando con la lengua unas gotas pegajosas adheridas a los dedos—. Como veis, aquí no desperdiciamos nada.
—Puedo levantarme desde hace unos días, y ahora no me es difícil caminar —comentó Gorgóntoros, fascinado por su recuperación—. Lo he aprovechado para dar una vuelta por la fábrica. Mis piernas me lo exigían a gritos.
—Eso me alegra, pero te recomiendo que no te muevas mucho aún. Un paso en falso y tus puntos podrían deshacerse. Eso no sería divertido para nadie, y mucho menos para ti —explicó Pickard—. Además, sería mucho más trabajo para mí. Suficiente tengo ya con la producción de miel, ¡ja, ja, ja!
Atento, Gorgóntoros asintió. Aquello no era propio de él, pero debía encubrir la verdad.
A continuación, Pickard se volvió hacia su calvo paciente, que había recibido unas gafas de sol nuevas después de que las suyas hubieran quedado hechas trizas. Se sintió como desnudo durante los días en los que tuvo que mostrar sus ojos fríos a todo el mundo.
—¿Y tú, Umber? ¿Cómo va tu mano?
—Bastante mejor —admitió con honestidad—. Sigue doliendo y tal, pero va mejorando y sanando poco a poco. Eso sí, me siento... extraño. ¿No existe ninguna manera de sustituir los dedos perdidos?
—No estoy seguro —Pickard se mesó la poca barba sobre su mentón—. La ciencia ha avanzado muchísimo, y sé que hay prótesis de todo tipo, pero no sé si las habrá para tres dedos y parte de la mano. Es algo muy concreto, demasiado como para que se fabriquen esa clase de modelos. Deberían hacértela a ti en especial, cosa que costaría un ojo de la cara. Además, ni siquiera lo encontrarías aquí en Leurs. Hay buenas prótesis en Frik'Ah, pero aquí estamos bastante anticuados científicamente hablando.
—Pues si implica dinero, creo que he de despedirme —de haber morado en él un mínimo de humor, Umber hubiera reído—. De todas formas, creo que me adaptaré rápido. Soy muy conformista.
—Perfecto, eso es muy bueno, pero —dijo Pickard, sonriéndole como de costumbre—, ¿se puede saber qué diantres te provocó tal herida?
Antes de responder, Umber arrugó el rostro.
—Un lobo —fue sincero, lo que el Toro no vio venir—. Un lobo muy feroz que corría entre las filas de Nevkoski. Yo tuve suerte de sobrevivir, pero algunos compañeros míos no pueden decir lo mismo. Ya puedes imaginar cómo tuvo que ser.
Pickard apretó los labios con gran estupor. Desconocedor de la verdad, aquello lo dejó helado.
—¿Ese maniático tiene un lobo? Vaya.
—En fin, eso es parte del pasado ya —un falso entusiasmo refulgía en el Toro, que simulaba una actitud que no correspondía con la ira en su interior—. Ahora lo que importa es que nos recuperemos y podamos volver con nuestras vidas. Cuanto antes, mejor.
—Vosotros descansad, ya el tiempo se hará cargo de vuestras heridas. No pasa día sin que eso siga siendo así —aseguró sabiamente Pickard. De pronto, se fijó en el reloj de su muñeca—. ¡Rayos, qué tarde! Por lo que veo, es hora de continuar con mi trabajo. Que os vaya bien, y procurad ser cuidadosos.
—Adiós, Pickard —se despidió Umber con una pétrea voz—. Adiós.
El calvo no dejó observar a quien era su salvador hasta que no desapareció entre unos altos barriles de madera que, como indicaban unas pegatinas, contenían miel de tomillo. Pickard tenía el deber de ordenar que fuera embotellada para posteriormente ser exportada. Él se ocupaba personalmente de los lotes vendidos. Era un hombre con mucho peso en la presa, muy cercano a Buround Mel.
Tan pronto como lo perdió de vista, Gorgóntoros se centró en Umber. No parecía nada satisfecho.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó casi con un grito a su compañero, el ceño bien fruncido—. Ha insultado al magnánimo Nevkoski, el muy cabrón.
Umber no sabía si su irritado rostro se debía al dolor que le producía la herida o realmente al resentimiento por el agravio hacia su jefe. El asesino era muy sensible respecto a esa clase de asuntos.
—Salgamos —contestó el manco—. Tenemos que hablar, y ahí fuera nadie nos oirá. O eso espero.
El Toro asintió. Llevaba razón: necesitaban hablar seriamente.
Y así hicieron. Ambos se abrigaron lo mejor que pudieron con lo que Pickard les había proporcionado y se expusieron a la intemperie. Como hombres de crudo invierno, las temperaturas extremas no suponían nada para ellos. No cualquiera se hubiera atrevido a tomar asiento en un banco de madera como ellos hicieron con total normalidad.
El sol relucía distante en la plácida mañana, aunque a ellos poco les importaba. La sublime belleza del paisaje les resultaba amarga. Solo entablando una decisiva conversación podrían quedar medianamente satisfechos.
—Ten mucho cuidado con lo que dices, Toro —le recomendó velozmente Umber, a quien se lo veía alterado—. Como se nos escape cualquier cosa y para colmo nos oigan, irán a por nosotros y no tendrán compasión. Sabes cuán grande es el odio hacia Nevkoski de estas personas. Atacan sin conocer antecedentes, y a quien sea. Así es el medio: represivo.
—Tranquilo, tío —Gorgóntoros no parecía preocupado, aunque sabía que debería estarlo—. No nos descubrirán. Seguiremos haciéndonos las víctimas, que ya has visto el buen efecto que tiene, y saldremos por patas cuando hallamos acumulado todo lo posible. Aún no sé adónde iremos, pero lo que está claro es que nos marcharemos. Esta peña no es de mi agrado. Esa falsa vanidad me... ¡agh!
—Lo sé, eso estaba dentro de mis planes desde el principio. Aun así, debemos cuidar nuestras palabras. No estamos seguros aquí —Umber desconfiaba de todo aquello que lo rodeaba. Era lo que tenía haber crecido en tan hostil territorio—. Te aseguro que no. Tengo mejor vista de la que crees.
—¡Anda ya, si es una simple fábrica de miel! —exclamó un despreocupado Gorgóntoros—. Además, si hasta nos dan un alojamiento y comida gratis. Los muy estúpidos parecen estar ciegos. Esto es un absoluto chollo, tío —suspiró con los ojos a medio cerrar, observando el sendero hacia el bosque nevado donde habían sido avistados días atrás—. Ay, lo fácil que sería cortarle el cuello con mi hacha a unos cuantos y volverme dueño y señor de este lugar...
Mientras el asesino deliraba, el calvo cavilaba la debacle de su destino con mente fría. Era lo que debía hacer, pues nadie más lo haría. No el Toro, desde luego.
—Ese es otro tema, las armas —recordó—. Ellos han visto las nuestras, que estaban manchadas de sangre. ¿Qué crees que habrán pensado?
—Nada, que las usamos para defendernos de nuestros enemigos y ya está. En un mundo como este no es que sea raro, y más por estas tierras. Quien no lleva envainada una daga hoy en día es porque no tiene ganas de seguir viviendo. Ay, y cuántos hay a quienes parece aburrirles la vida —bromeó—. Así que actualízate, tío. No puedes vivir en el pasado.
—Eres demasiado confiado, Toro —le dijo un recio Umber—. Eso te acarreará serios problemas en un futuro.
—Ya me tocará serlo cuando los problemas se planten ante mí.
—Entonces no tendrás tiempo para rectificar —Umber frunció el ceño. Sus espesas cejas eran tan oscuras como el cristal de sus gafas—. Te verás empalado por una lanza antes de que puedas reaccionar.
—Yo no soy tonto, amigo mío —sonrió el Toro mostrando los dientes—. Sabré qué hacer. No he llegado hasta aquí abriéndome paso a hachazos para caer como un imbécil.
—Pues eso espero. No dudes en usar el hacha si algo pasa. Pero, por ahora, actúa normal, al menos hasta que nos recuperemos del todo —le pidió Umber, un pelín nervioso. Aun estando totalmente solo, miraba de lado a lado. No podía confiar ni en su sombra—. Ya tendremos tiempo de sobra para pensar qué hacer con el verdadero enemigo a batir cuando salgamos de aquí.
Recordarlos provocó la furia de Gorgóntoros. Sus mandíbulas rechinaban.
—Sufrirán mi odio —siseó—. La ira del Toro recaerá sobre sus cuerpos.
—No hables antes de tiempo, Toro. Eres uno contra a saber cuántos.
—Yo valgo por cien de los suyos —rugió cual oso furioso.
—Puede, pero son más de cien —le recordó el calvo—. Te fulminarán en un instante.
—No —Gorgóntoros parecía muy convencido—. Yo no caeré bajo ningún concepto, y menos a los pies de esos asesinos. Ellos mataron a Nevkoski, y ha sido el jodido mayor error que han podido cometer. La venganza que tomaré contra sus tierras será ardiente, aunque tenga que hacerlo solo.
Ante aquello, Umber no pudo sino resoplar hacia la infinidad de un cielo depresivo.
—Estás loco, Gorgóntoros —le dijo. Mentir no era una opción.
—Lo sé —admitió él, pasando la lengua de una comisura de los labios a la otra—, y me gusta.
Y ambos permanecieron allí sentados por un buen rato, observando el panorama de sosiego absoluto. La tormenta había cesado, así que las nieves yacían quietas sobre el suelo cubriendo todo cuanto abarcaba la vista. Mas quién sabía si en cualquier momento podría una segunda tempestad aún más vehemente desatar toda su furia contra ellos. No eran oráculos sino simples hombres mortales, y el saber del destino era ajeno a ellos. Tendrían que esperar para conocer, y quizá no tuviesen tiempo suficiente. El reloj latía al ritmo opuesto.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora