Acto LXXII: ¿Cómo nos volvimos tan oscuros?

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Gorgóntoros avistó la playa helada del mar de Oz, perplejo ante su magnificencia. Corrió aun con Tyruss a cuestas, inmensamente ilusionado. Alguien le había asegurado tiempo atrás que allí donde había playa podía hallarse vida humana no muy lejos, y era eso justamente lo que el asesino andaba buscando.
La playa estaba constituida por diminutas rocas grisáceas que no se habían descompuesto lo suficiente con el paso de los siglos como para ser consideradas arena. En la más próxima orilla se podía visualizar una capa superficial de delgado hielo. El agua era sin duda gélida, no hacía falta probarla para descubrirlo. Los vientos marinos lo delataban, y pocas personas se atreverían a darse allí un chapuzón. Poseían en su proximidad un color celeste hermoso que se reflejaba en el hielo.
Era, sin duda, un lugar bello, aunque a Gorgóntoros le importaba bastante poco la hermosura de tan frío paisaje. Lo que le parecía relevante en aquellos momentos era encontrar un lugar para asentarse, y también para poder decidir el destino de Tyruss de una vez por todas.
Tras contemplar la costa durante unos breves segundos, Gorgóntoros procedió a caminar por la orilla con relativa lentitud a la espera de encontrar vida. A medida que avanzaba, el paisaje permanecía sin cambios, idéntico a lo visto previamente. Playas celestes y opacas, grises piedrecitas amontonadas por millones y vientos gélidos. Todo ello se repetía constantemente, y el Toro se temió por ello que aquel lugar fuera demasiado inhóspito y salvaje para que algún ser humano viviera allí.
Pero, como acabó descubriendo, no era así.
Al cabo de un rato, Gorgóntoros avistó una cabaña bien cubierta por las ramas de los árboles nevados que se mantenían en pie frente al mar de Oz. Su camuflaje era excelente, pero no escapó a la visión de azor del asesino.
—¡Toma ya! ¡Este es mi día de suerte! —exclamó ilusionado, levantando únicamente el brazo que no tenía ocupado por el cuerpo de su rehén.
Entonces, el Toro echó a andar silenciosamente en dirección a la caseta. Las grandes piedras y la densa vegetación lo resguardarían.
El hogar ante sus privilegiados ojos era cuadrado, constituido en su totalidad por una madera oscura probablemente perteneciente a los árboles más cercanos a la costa. La estructura no era muy grande, al menos no para ser una vivienda usual, pero parecía cálida y acogedora por dentro. Eso le bastaba a Gorgóntoros. El problema era si estaba habitada, pero, por supuesto, tenía para ello un plan.
Por suerte para el asesino, aquel reducido hogar contaba con una ventana de tamaño medio cubierta por una película de escarcha. El Toro se acercó poco a poco a ella para mirar a través. Una vez tuvo el ojo encima, logró avistar lo que parecía ser un anciano de una larga y blanca barba sentado frente a su pequeña chimenea, que rebosaba de troncos que ardían para darle un reconfortante calor.
—Bien, solo es un viejo —susurró Gorgóntoros sonriente. Su plan comenzaba a madurar—. Será pan comido.
— No irás a... —pronunció el maniatado Tyruss, que intuía el destino del hombre.
—Si tu frase continúa con "matarlo", sí. Faltaría más, je. Tranquilo, será rápido e indoloro —le aseguró Gorgóntoros acompañado por una leve risita la mar de perturbadora—. Lo intentaré aunque sea.
Acto seguido, Gorgóntoros se dirigió raudo pero silencioso hacia la puerta de la cabaña. Dio un par de toques fuertes sobre ella, para que así el débil anciano se percatara de su presencia. El Toro sabía que había escuchado su llamada, ya que se podían oír perfectamente sus movimientos desde detrás de la madera. Se encontraba próximo, aunque sus viejos músculos lo ralentizaban.
—Vamos, vejete, abre de una vez esta dichosa puerta... aquí fuera me estoy congelando, y la verdad es que deseo pasar la tarde frente a esa hoguera tuya... —susurró el ansioso e impaciente Gorgóntoros.
Apartado a un lado e incapaz de mover un solo músculo más que los faciales, Tyruss apartó la mirada. Conociendo a aquel maníaco, no quería presenciar lo que estaba por venir.
Al cabo de un corto rato, el anciano abrió la puerta con lentitud. Se presentó trémulo e inestable, sus manos aferradas al pomo interior.
Sin dudarlo, Gorgóntoros dejó libre su sed de sangre y le asestó un golpe firme en la cabeza que se la partió en dos. Al retirar el hacha ensangrentada, el viejo hombre cayó muerto sobre la nieve acumulada a ambos lados del porche. Sus últimos espasmos fueron ridículos.
—Lo que me temía... —masculló Tyruss.
—Tranquilo, luego lo entierro. Aquí tan apartado de la sociedad nadie lo verá, de todas formas —Gorgóntoros llevaba razón en ello—. No sé qué demonios hacía un viejo como este en una caseta remota como esta, pero ha supuesto su perdición —carcajeó—. Bueno, tampoco parecía quedarle mucho tiempo de vida, así que se podría decir que le he hecho un favor, ¿no crees?
Tyruss no dijo nada, limitándose a fruncir el ceño. Era preferible no replicar a Gorgóntoros y sus despiadadas divagaciones.
Acto seguido, el Toro volvió a sostener al dolorido Tyruss para arrojarlo contra el suelo de la habitación inicial. Gimió al golpearse el hombro contra un traicionero saliente. Después, el asesino cerró la puerta. Como en un necesario impulso, lo primero que hizo fue colocarse frente a la chimenea para entrar en calor. Mientras se frotaba las manos, espiró aire con gran reconforte.
No muy lejos de su placentero disfrute, Tyruss se retorcía en el suelo escaso de fuerzas. Intentó colocarse en una mejor posición con la espalda sobre la pared, pero no lo logró. Si tan solo tuviese las manos libres, ni siquiera el agotamiento podría impedirle tomar venganza.
Tras entrar en calor lo suficiente, Gorgóntoros se dispuso a investigar la cabaña. Quedó maravillado con todo lo que el espacio le ofrecía.
—¡Uau! ¡Es mucho más grande de lo que aparenta! —anunció, la impresión por todo lo alto—. Lavadora, secadora, horno, microondas, frigorífico... lo tiene todo, Tyruss. Voy a vivir como un rey, y tú como mascota real, je. Vaya por dónde... —abrió una puerta que conducía a una sala vacía y pequeña, algo así como un cobertizo—. Fíjate, esta habitación es perfecta para ti, ¿no crees?
Tyruss, hijo de la más profunda amargura, no pronunció frase alguna. Si las palabras matasen, lo hubiese hecho sin dudar. Despojado de sus habilidades, tuvo que limitarse a ser levantado una vez más por los brazos del Toro. Acabó a causa de sus bruscos movimientos en el interior de aquella estancia. Era diminuta y estrecha, tanto que no podría dar más de tres pasos sin chocarse con alguna de las paredes. Además, contaba con una sucia ventana con el fin de que la luz entrara. La mugre se acumulaba sobre el cristal, así que su labor era fútil. Tampoco ayudaban a mejorar la situación los gusanos que habitaban los espacios entre tablón y tablón, mucho menos los afilados picos de acero oxidado.
Gorgóntoros sabía bien que Tyruss escaparía por la puerta de tener la ocasión, así que se aseguró de bloquearla con un cerrojo. Tampoco habría forma de romper la ventana, compuesta por un duro cristal de casi dos dedos de grosor.
—En efecto, es ideal para ti —Gorgóntoros no esperó respuesta—. No puedo dejarte solo. Sé con seguridad que intentarás huir. Pero te sacaré a pasear de vez en cuando, claro está. Hasta entonces te deseo que sueñes conmigo, Tyruss. Mientras tanto, nadie soñará contigo —sonrió hasta que unos hoyuelos nacieron próximos a sus comisuras labiales—. Nadie.
Lo último que Tyruss visualizó antes de que el Toro le cerrara la puerta en sus narices fue su macabra sonrisa, cuyo recuerdo generaría pesadillas tan horribles que anhelaría la llegada del amanecer.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora