Luna llena, cantos etéreos. Noches pasadas, sueños premonitorios.
Kayt despertó jadeando, todas las voces hablando al mismo tiempo. Le advertieron, mas él ni quiso escuchar. No era el momento aún.
No se encontraban lejos de la ciudad de Trekkam-Dah. Parecía un buen lugar para pasar la noche y comer algo aceptable, aunque, después de lo ocurrido durante su anterior parada, preferían no interferir en el día a día de la humanidad. Pensaron que incluso sería preferible cenar algo conservado y pasar la noche a la intemperie que tener que lidiar de nuevo con exigentes agentes de seguridad y precios exorbitantes.
Así fue como, aquella noche, en los bosques colindantes a Trekkam-Dah, Kayt y D'Erso acamparon ante una hoguera que el joven había encendido con las ondas. Tras alimentarse, se acurrucaron apoyados en el costado de Koda, quedando plácidamente dormidos frente a las brasas producto de una mente sobresaliente. El fuego se desvaneció durante la nocturnidad, a medida que las energías de Kayt fueron flaqueando. Igualmente no les hicieron más falta; se tenían el uno al otro.
Despertaron al mismo tiempo, con un latido compenetrado. Tras desayunar fugazmente prosiguieron con su viaje bordeando la urbe, a la que no dieron ni una oportunidad. Ni siquiera tenían claro si todas las ciudades eran como Ronavian, pero les salía más rentable suponer que sí. Después de todo, Cincirius era un territorio de tendencias.
A los viajeros les habría gustado visitar alguno de los ricos palacios de la Pkrell más septentrional, pero quedaban demasiado lejos. Observando los elevados precios urbanos, no era de extrañar que tan célebres y acaudalados señores tuviesen sus vidas solucionadas en aquellas kilométricas fincas de viñedos. A Kayt siempre le había parecido injusto que todos esos parásitos pudiesen comprar cuanto desearan y hacer con sus vidas lo que les placiera. ¿Por qué no podían ser en su lugar gente noble, comprometida con los que no tenían tanto?
Tras la hora de almorzar, habiendo ingerido unos filetes de pollo, avistaron un pueblo. Sin preámbulos Kayt decidió bordearlo, pero D'Erso no estaba dispuesta a aceptar su idea. Había visto algo en lo que confiaba, al menos para ser tratados de una forma medianamente aceptable.
—Mira atentamente, Kayt —le dijo D'Erso señalando entre los árboles, hacia lo que parecía ser un mercadillo.
Moqueado, Kayt se negaba a tener que soportar otro ridículo discurso sobre un concepto de civismo que a él le parecía banal. No obstante, y a pesar del riesgo de la posibilidad, fue la insistencia de D'Erso lo que la hizo salirse con la suya.
—¿Crees que nos volverán a tratar como a ganado? —preguntó D'Erso durante el camino de entrada.
—Tal vez, pero esta vez no me quedaré de brazos cruzados —respondió Kayt, la nariz arrugada—. Además, no creo que un pueblo actúe con la misma soberbia que una ciudad. Las costumbres son opuestas.
—En los pueblos la gente no suele ser tan desconfiada, ni tan exigente. Creo que podemos darle una oportunidad —supuso la chica.
—Ya es tarde para hacer lo contrario —dijo Kayt.
Quitándose de encima los prejuicios, los viajeros se dirigieron hacia el mercadillo del pueblo a lomos de Koda. Desde lejos la gente comenzó a señalarlos con congoja, pero pretendieron no darle importancia.
Una vez en el mercado, de un estilo medieval, la gente se aglomeró en torno a la mastodonte, algunos por curiosidad y otros por mero deseo de llamar la atención. Kayt se puso entonces en pie para decir unas palabras:
—Hola a todos. Mi nombre es Kayt, y soy de las tierras baldías de Yettos, tan distantes de las vuestras que parecen un mundo distinto —Kayt pretendió exagerarlo todo. Quería jugar con ellos, ver hasta dónde podía calar—. Allí usamos estos animales como medios de transporte, y es algo de lo más normal. Os ruego que os distanciéis un poco y nos dejéis algo de espacio, pues nos interesaría visitar el mercado sin interrupciones. Gracias.
Poco a poco, los curiosos fueron retrocediendo para retomar sus asuntos, y Kayt y D'Erso quedaron más o menos libres. Las palabras del guerrero habrían levantado las sospechas de cualquiera que hubiera pasado alguna vez por tierras yettianas, pero aquellos aldeanos sedentarios no pusieron objeciones. Kayt no era un gran fanático de las mentiras, pero había ocasiones en las que no le dejaban elección.
Sin más dilación, descendieron por el costado de Koda para poder indagar en los puestos más atentamente. La mastodonte caminaría mientras tranquila a sus espaldas, en todo momento bajo control mental de Kayt para no montar un alboroto. Sin embargo, después de aquel discurso tan convincente, la mayoría de los presentes pretendía no acercarse a más de tres o cuatro metros de distancia.
Tras investigar un poco, hallaron algunos puestos de comida tradicional que llevaba elaborándose en la aldea desde cientos de años atrás. Kayt charló con un hombre mayor que aseguraba llevar desde su juventud encargándose de cocinar platos caseros, e incluso consiguió que le diera a probar una pieza gratis. Al joven le pareció fantástica y le dio su aprobado, y el cocinero no pudo evitar echarse unas risas con él.
Después de eso, Kayt fue directo a ver las armas. En uno de los puestos se encontró con una exposición de espadas de tamaños variados, aunque ninguna de ellas con filo cortante. Eran de acero, pero habían sido forjadas para no hacer daño alguno. ¿Para qué servía una espada incapaz de cortar?, se preguntó. Para él, una arma inofensiva era como una guitarra sin sonido: ambas cosas eran incongruentes.
El vendedor le contó que eran piezas decorativas (algunas de entrenamiento), en su mayoría recreaciones históricas, aunque confesó que también contaba con algún que otro filo auténticamente mortal. Le trajo un par a Kayt de un pequeño almacén trasero, y el joven las admiró por su calibre. Eran de gran calidad, con un acero reluciente y devastador, justo como su propio mandoble. Una de ellas tenía más o menos el mismo tamaño, alcanzando un metro y pocos centímetros, pero la otra pieza era algo más reducida. Un arma así era adecuada para ser manejada con mayor ligereza y poder asestar tajos ágiles, pero para Kayt, capaz de equilibrar psíquicamente el peso de cualquier arma, no era nada práctico.
La espada mayor era una réplica exacta de la predilecta de un noble pkrellio llamado Sevakvo de Froossos, héroe que luchó en la Guerra Pkrellio-Yettiana según el vendedor, caracterizada por una gema amarilla engalanando la empuñadura como cargada con poder eléctrico. Recibía el apodo de Rokvarots (Destello de Tormenta en el cinciriano arcaico), y se le atribuían poderes místicos nacidos de las inciertas leyendas.
Pero Kayt quedó helado cuando el precio del arma llegó a sus oídos. Descubrir que la espada tenía el desorbitado precio de cuatrocientos leurs lo hizo llevarse las manos a la cabeza. Ni siquiera había tenido tanto dinero junto entre sus manos en todas su vida. No obstante, si la mente del vendedor no era gran cosa, podría tomar control sobre ella para llevarse por el arma por un precio de risa, o gratis incluso, pero la ética cada vez tenía más peso en su conciencia.
Además, ¿para qué la querría? Aunque Tempestad Perpetua fuera de una categoría inferior, prefería un arma propia a la de un supuesto héroe que seguramente no hubiese sido tan benevolente en la realidad.
Luego, Kayt se fijó en el surtido de armas restantes. La mayoría de ellas no eran auténticas, pero daban el pego. Entre ellas se contaban hachas, alabardas, dagas, lanzas, látigos, mazos, falcatas y demás, todas ellas grandes recreaciones y a la venta a elevados precios. El joven llegó a la conclusión de que un arma no funcional solo podía servir para dos cosas: decorar o asustar. De todas formas, no se imaginaba a ninguno de aquellos pkrellios peleando como se hacía en Yettos después de analizar su actitud. Ni siquiera tenía claro que aquella armería fuese a resultar económicamente fructífera. Desde luego, en Ronavian habría sido clausurada al instante.
Después, en el puesto colindante, Kayt apreció unas armaduras maravillosas, todas ellas en exhibición sobre soportes. Eran también recreaciones históricas, pertenecientes a antiguas órdenes medievales de todo el continente. A Kayt le llamó la atención especialmente una de un bruñido dorado, con un estilizado casco destacado por un par de cuernos de toro. Descubrió que era un modelo perteneciente a una civilización de guerreros bárbaros de Vofcanda, que conquistaron Cindirious y el norte de Pkrell miles de años atrás hasta ser expulsados por la resistencia nacional.
Tras conocerlo, la idea de visitar la isla de Vofcanda comenzó a ser una posibilidad. Había leído que se encontraba en un estado paupérrimo debido a los residuos y la contaminación, pero no lo descartaba aun así como un destino interesante.
El hombre a cargo del puesto trató de que Kayt se llevara algo, pero este tuvo que ser honesto y confesarle que no podría permitirse ni unas botas. El vendedor trató de disminuir ciertos precios para convencerlo, pero no hubo suerte. Además, ni siquiera podría cargar con semejantes piezas a menos que las llevara equipadas. Llevar encima un casco no sería mala idea, pero llamaría demasiado la atención. De hecho, podría resultar incluso ridículo.
Por último, un escuadrón de caballería llegó al trote al mercado, todos los miembros caracterizados de estilo medieval. En pos de darle algo de emoción a la escena, Kayt ascendió a lomos de Koda y se dispuso a hacer de las suyas para entretener al gentío. A su lado los caballos no eran nada, e incluso parecían venidos a menos. Se sintió verdaderamenre poderoso.
—¿Quién sois vos, oh caballero a lomos de un mastodonte? —preguntó el capitán de la caballería con pasión, montado en un corcel blanco moteado de castaño.
De manera solemne, Kayt se puso en pie sobre la cabeza de Koda y la mano grácilmente apoyada sobre el pomo de su espada.
—Mi nombre es Kayt de la casa Dracorex —dijo—, noble caballero de la lejana Yettos.
—¿Qué hacéis en tierras pkrellias, ser Kayt Dracorex? —preguntó otro con la cabeza cubierta por un casco vulgar, de latón liso.
—He venido a visitar vuestros dominios. Son hermosos, no lo niego, pero están siendo despojados de las costumbres norteñas de la vieja Cincirius. No permitáis que vire hacia la malsana modernidad, oh caballeros pkrellios. Conservadla, dadlo todo por ella, proclamad la palabra correcta, pues la echaréis de menos algún día, cuando todo sea asfalto y cerrazón.
Acto seguido, dos caballeros cercanos murmuraron entre sí. Sus cascos eran puntiagudos como la cabeza de un saltamontes.
—Lleváis razón, ser Kayt. Haremos todo lo posible por mantener las tradiciones —aseguró uno de ellos, el más locuaz—. Mas haced vos lo mismo en vuestras tierras, pues corren tiempos de decadencia y la población merece ser guiada por el buen camino.
—Tened por seguro que así se hará, caballero —pronunció sonriendo Kayt. El poder fluía por sus venas, lo sentía vivo como una serpiente inquieta—. Es una de mis prioridades.
D'Erso observó todo desde el suelo, apartada para no destacar, cubriéndose el rostro de la vergüenza. Kayt decía siempre que prefería pasar desapercibido, pero aquello no tenía otra intención que no fuese llamar la atención. Sonaba hasta un poco risible, aunque los caballeros, totalmente metidos en el papel, se lo tomaron en serio.
Poco después, cuando la gente se acercó a él llamándolo respetuosamente ser Kayt, D'Erso dio la orden de marchar. No quería acabar estallando en risas por error y tirarlo todo por tierra. El juego había llegado demasiado lejos.
Durante la senda que vino a continuación, Kayt se mantuvo sentado sobre la cabeza de Koda con el amuleto de reluciente amazonita brillando glorioso en la mano. Para brindarle energía, lo recargaba con las cinco clases de ondas mentales mientras meditaba plácidamente.
Aun así, los recuerdos de la mañana dificultaban la concentración. Siempre había fantaseado con la idea de ser un heroico caballero a lomos de una gran bestia, y por minutos lo había vuelto una realidad. Sabía que algo así no volvería a repetirse, así que se aferró con cariño al recuerdo para que no escapara.
Cuando acabó de recargar el amuleto, lo guardó en el interior de su puño y sintió el poder deslizarse en forma de ambiciosos hilos entre sus nudillos.
"—Ser Kayt Dracorex, caballero de las tierras de Yettos. Suena bien".
El resto del día lo pasaron atravesando bosques variados, algunos templados y rebosantes de helechos y otros austeramente nevados. Se toparon con dos grandes ciudades más, Poft y Drotoska, pero las ignoraron nuevamente. Habían acordado que solo cruzarían por pueblos, donde la gente parecía más razonable. Pasar por urbes supondría llamar la atención y enfrentarse a la ley, dos cosas que no solían tener un buen resultado conociendo el temperamento del Dracorex.
Llegada la noche, acamparon de forma sencilla en un claro boscoso. Seguían existiendo la posibilidad de amanecer con una espada acariciándole el cuello, pero ¿qué podía hacer por evitarlo? Kayt se iba siempre a dormir con la seguridad de que, si algo así ocurría, su mente estimularía al cuerpo al instante para erguirlo al cien por cien de su funcionamiento, aunque no siempre tenía éxito. Sus poderes actuaban a través de una evolución constante, y primero necesitaba desentrañar todos sus secretos para poder dominar sus mayores capacidades.
A la mañana, mientras atravesaban un latifundio que parecía haber sido otrora cultivado, D'Erso sacó el mapa de su mochila y lo desenrolló, colocándolo entre Kayt y ella. Para saber dónde se encontraban solo tuvo que adelantar algunos kilómetros con el dedo desde la ciudad de Dotroska. Según las indicaciones, les quedaba relativamente poco para cruzar los límites de Pkrell. Era sorprendente que el trayecto hubiese transcurrido tan rápido, pero tenía sentido teniendo en cuenta lo angosto del territorio.
—Estoy deseando llegar a Cindirious —declaró Kayt—, sobre todo para no volver a poner pie en Pkrell.
Nunca había sido el mejor con el humor, pero D'Erso le rio aun así la gracia. ¿Quién lo haría si no?
—Qué tonto eres —pronunció la risueña chica—. Te recuerdo que tendremos que pasar de nuevo durante el camino de vuelta.
Kayt expresó toda su desgana con una mueca.
—Podemos tomar otra ruta —sugirió.
—¿Tardar el doble en llegar a Yettos con el único cometido de no pisar Pkrell? —D'Erso arqueó una ceja—. No me parece una buena idea, mucho menos sensata.
—No es solo por el rechazo —respondió Kayt—. El caso es que repetiremos lo vivido estas últimas semanas, y eso se nos hará muy pesado.
—Tal vez —razonó D'Erso—, pero es lo mejor que podemos hacer. La única forma de volver a Bastión Gélido sin pasar por Pkrell sería atravesando el mar de Oz, y ese recorrido sí que sería agotador. Especialmente para Koda, porque me cuesta creer que sepa nadar.
Sin distinguir su broma, Kayt suspiró.
—Llevas razón, cómo no —Kayt entornó los ojos—. Atravesaremos de nuevo Pkrell, pero podemos variar un poco, ¿no crees? —abrió las manos expresivamente—. Ya sabes: pasar por un territorio más alto, o incluso por las costas.
—No es mala idea. De hecho, lo más seguro es que tomemos camino distinto de vuelta lo queramos o no. Es imposible que seamos capaces de trazar una orientación lineal.
—Qué lista eres —bromeó Kayt—. No lo aparentas siendo tan callada en público, ¿sabes?
D'Erso se sonrojó.
—Son obviedades, Kayt, ni siquiera hay que pensar para deducirlas. Lo que pasa es que tú nunca miras más allá de lo que te importa.
Kayt frunció ligeramente el ceño, pero no podía sentirse irritado. Su amiga estaba en lo cierto.
—Qué quieres que le haga —cerró el puño, mirándolo fijamente—. Hay cosas que uno no puede remediar.
D'Erso se acercó mucho más a Kayt, rozando la piel sintética de su abrigo.
—Se puede hacer, pero requiere un gran esfuerzo.
—Y yo tengo que reservar esa energía. No todo el mundo tiene un hermano mellizo al que derrotar, ¿sabes?
—Y yo que creía que esas cosas solo pasaban en las películas.
Horas después, se encontraron con un río en deshielo. Las aguas volvían a fluir por el estrecho canal, aunque aún quedaban algunos resquicios helados en los laterales. Según el mapa estaban ante el río Charle, que nacía en un pequeño monte del norte llamado Blanctek y desembocaba directamente en el mar de Oz. Koda aprovechó para tomar una buena cantidad de agua, cosa indispensable siempre que se encontraba con un río, riachuelo, arroyo, lago o laguna. Los mastodontes de Cincirius tenían ciertas adaptaciones a la escasez del líquido elemento, algo indispensable para la época invernal. Koda podía pasar varios días sin ingerir una sola gota, pues su trompa era capaz de absorber cantidad de litros y acumularlos en depósitos internos para tener así provisiones suficientes.
A la hora de cenar, después de devorar con ansia lo poco que les quedaba, alcanzaron a ver otra aldea de tamaño reducido en la que podrían tener bajo control a las nerviosas masas. Fue así como se adentraron en el pueblo, especialmente con el fin de conseguir algo más de sustento.
No fue extraño para ninguno de los dos que los aldeanos que todavía no se habían ido a dormir (era propio de los cincirianos acostarse pronto, pues el anochecer se daba a una hora más temprana que en el resto del continente) se aglomeraran alrededor de Koda, pero Kayt logró disgregar a la muchedumbre con peticiones amenas. D'Erso lo felicitó por ser cada vez más considerado.
Cuando descendieron, algo auténticamente insólito ocurrió.
—¿Me firmas un autógrafo? —le preguntó un adolescente a Kayt, trayendo consigo un papel y una pluma.
A Kayt le cogió aquello por sorpresa como nunca nada lo había hecho. Sin dudarlo, cumplió su deseo inventándose una firma. En esta figuraba su nombre con un par de espadas cruzadas y una D a un lado, de Dracorex.
—Muchas gracias —dijo el joven.
—Nunca me habían pedido un autógrafo —apuntó Kayt, ¿acaso sabes quién soy?
Y el zagal negó con la cabeza y contestó:
—No, pero pareces un actor o algo así, alguien conocido.
Contener las risas fue imposible para Kayt. Tal vez fuera por su aspecto de guerrero o porque le seguía una mansa mastodonte, pero sin duda se sintió engrandecido. Siempre había disfrutado de la adoración, incluso cuando venía por parte de una equivocación.
—Si tú eres el actor, ¿qué se supone que soy yo? —preguntó D'Erso entre carcajadas una vez el chico se hubo ido.
Kayt se lo pensó.
—Tienes una voz bonita, ¿qué te parece ser cantante? Podrías interpretar el tema principal de mi próxima película.
Riendo, D'Erso le siguió el juego.
—Estupendo, pero ¿de cuánto estamos hablando?
La broma siguió más rato del esperado, quizá del debido. Aun así, ellos se lo pasaron bien.
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La Leyenda Perdida I: El Fin Del Camino
AdventureUn mundo desolado por la cruel y mezquina mano del hombre. Un joven atormentado por un arduo pasado en busca de respuestas. Una humanidad afectada por una vertiginosa caída, seguida por un hilo de muerte a la espera de segar almas. Poderes ocultos s...