Kayt observaba con asombro el mineral que había conseguido junto a D'Erso, aquel que convirtieron en un amuleto.
Irradiando luz, el pedazo de amazonita daba vueltas alrededor de la cuerda que lo sujetaba. Tras enredarse hasta su punto máximo, volvía al inicio y el recorrido comenzaba de nuevo. Su tenue brillo se debía a los rayos solares que penetraban por la ventana, emitiendo energía de un suave verde marino. Poseía en la parte baja unas vetas pardas, claros indicios de su origen pétreo. La naturalidad no le restaba belleza, sino todo lo contrario.
A Kayt le fascinaba el amuleto que habían creado, y ni siquiera podía dejar de mirarlo. Quedaba absorto ante su esplendor, agitándolo cual péndulo y disfrutando de sus destellos del color de las aguas del mar. De alguna manera, le recordaba a todas las costas por las que había pasado. Destacaba la evocación de Krastlia, la más plácida de todas ellas, también la que puso fin a su viaje, en la que había tenido que decir adiós a una parte de su ser.
Kayt sabía con certeza que ese recuerdo lo acompañaría hasta el día de su muerte. El instante en el que Soka se descompuso ante sus ojos seguía siendo tan doloroso como una estocada directa al corazón. Aún podía ver su rostro en el instante final, apenado pero sereno. No la culpaba, tan solo se lamentaba. Aun así, no podía evitar derramar algunas lágrimas al recordar el momento en el que todo se derrumbó, solo para ser reconstruido a partir de los ruinosos cimientos.
Y, a pesar de todo, D'Erso seguía allí. Siempre había agradecido como una ofrenda religiosa su compañía, pero nunca como entonces. Había sido durante esos fríos días cuando había aprendido a apreciarla en todo su esplendor. Si por alguna razón la perdía también a ella, Kayt no dudaba que toda su vida se desvanecería frente a sus ojos.
Y Dorann estaría a las puertas de la victoria.
Pero eso no ocurriría. Jamás. No permitiría bajo ningún concepto que D'Erso sufriese daños: la protegería en todo momento, interponiendo su vida misma. Ella, aunque sabía disparar un poco, solía estar indefensa. El poder de la mente no la amparaba, y sus capacidades físicas no eran las mejores. Hasta que no mejorara en tácticas de combate, tendría que ser su espada y su escudo.
El amuleto seguía dando vueltas constantes, salpicada de suave luz bajo los rayos. Kayt era consciente de la energía fluyente en su esencia interior, contenida para ayudarle en momentos de necesidad. No siempre funcionaría, pero seguramente podría salvarlo de algún apuro.
Día a día, Kayt dedicaba un rato a reforzarla para que nunca le faltase poder. La había encontrado especialmente poderosa la mañana siguiente a serenarla, cuando reposó toda una noche de luna llena. Desconocía qué capacidades podía tener el satélite del planeta para reforzar un mineral, y, aunque deseara saber la respuesta, no tenía a quién preguntarle.
A la hora de salir, Kayt llevaba siempre consigo el amuleto en el bolsillo derecho del pantalón, donde estaba seguro. Allí no lo perdería, ni recibiría daños. De todas formas, la tranquila rutina de Bastión Gélido hacía innecesaria su extracción. La vida en Yettos era pacífica y predecible, pero a menudo aburrida. El frío era en sí algo superfluo, y la nieve dejaba de entretener tras la infancia para convertirse en un lastre. Ya ni siquiera se le pasaba por la cabeza la idea de hacer bolas de nieve y jugar con los demás. Lo había llegado a hacer en dos o tres ocasiones durante su primer año en el norte, pero pronto perdió la ilusión.
Por eso, Kayt esperaba ansioso el retorno del verano. Con él, la nieve se disiparía y abriría claros de gran belleza en los que la vegetación crecería renovada de vida. Los animales también se verían beneficiados, dejándose ver más por los bosques. Cuando la época estival llegaba, todo ser salía a celebrarlo. Para alguien ajeno a Cincirius, que nunca hubiera visto la nieve, debía ser entretenido durante un tiempo, pero el hastío no daba tregua a nadie. Cuando el clima y el paisaje hacían de las suyas para volverlo todo tedioso, incluso el más apasionado se llevaba las manos a la cabeza. Actividades básicas del día a día se complicaban, y no se podía pasar por alto la incomodidad de llevar puestas dos o tres capas de ropa.
Esa misma noche, Kayt soñó que volvía a los tiempos de la Base, cuando todo iba viento en popa. Marchaban a su ritmo, sin pretensiones que pudieran conducir a la destrucción. Aval había dejado de suponer un problema, y el progreso se hacía cada vez más notable. Wills, Luna, Tyruss, Inisthe y los demás buscaban la felicidad en las vidas con las que siempre habían soñado. Había esperanza, algo más que eso incluso.
Pero todo eso acabó con la llegada de las tropas gubernamentales, que arrasaron con todo y todos. Una vez más, la angustia tomó sobre sus presas un trono que solo albergaba dudas.
El sueño no acabó hasta no ver caer de nuevo a Risend por una ráfaga de balas, todo ello tras salvarle la vida. Volvió a presenciar la cruenta escena desde las alturas sin poder intervenir, por lo que una impotencia amarga lo consumió. Su dolor fue tal que el vehículo cayó en picado, precipitado por sus propios poderes. El habilidoso piloto no pudo hacer nada, y todos sucumbieron en el fuego de la devastación.
Justo antes de que la pesadilla llegase a su fin, el Dorann del pasado se presentó ante Kayt en algo similar a un infierno.
—Más vale que aproveches tu tiempo para lograr algo que trascienda a la propia muerte, pues pronto dirás adiós a lo terrenal. Nadie te recordará si no lo haces —Dorann esbozó una sonrisa malévola. Su rostro era ahora lampiño, lo que le daba un toque perversamente infantil—. Yo, en cambio, no caeré en el olvido. El mundo entero sabrá quién fue Dorann Dracorex.
Kayt despertó de súbito. Tenía los ojos hundidos como picos en el techo de su habitación. No había luz que alcanzase a entrar por la ventana, por lo que dedujo que faltaban horas para el amanecer. Aun así, no tenía sueño suficiente para volver a dormir. Tosió repetidas veces. No sonaba bien, y todo apuntaba a que había pillado un catarro.
Para aliviar la molestia, Kayt se tomó un caramelo de limón que encontró entre sus pertenencias. Después se levantó, recogió el amuleto y buscó estrellas por la ventana. Encontró un cielo precioso aquella noche, cual majestuoso cuadro de un pintor famoso. En Yettos, al cielo nunca le faltaban astros. Con el paso del tiempo la contaminación se había disipado casi en su totalidad, dejando a la vista un firmamento donde la luna se maquillaba y vestía sus mejores galas en la plena oscuridad.
Sin embargo, la hermana luna resultó estar ausente en el paisaje estelar. No había más que destellos lejanos y satélites artificiales que podían confundirse con los enormes astros en la eternidad. Absorto, Kayt levantó el amuleto para interponerlo contra la inmensidad celestial. De algo en su interior manaba el fulgor, la energía rebosando en su cristalina composición, creciendo y decreciendo como un corazón al palpitar.
Y, algún día, todo ese poder escaparía hasta la tierra de las estrellas, donde recorrería por todo el tiempo, siempre, el inhóspito espacio exterior.
Y Kayt sería el siguiente en hacerlo.
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La Leyenda Perdida I: El Fin Del Camino
AvventuraUn mundo desolado por la cruel y mezquina mano del hombre. Un joven atormentado por un arduo pasado en busca de respuestas. Una humanidad afectada por una vertiginosa caída, seguida por un hilo de muerte a la espera de segar almas. Poderes ocultos s...