Acto LXXXIX: Muros vacíos

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—¿Q-qué demonios es esa criatura? —preguntó un Widdle completamente absorto. Era imposible quitarle ojo a aquel descomunal animal.
En contraste con el nerviosismo del Médico Esotérico, Aia se mostraba del todo tranquilo. Estaba bien informado sobre la fauna de la salvaje Bistario, y sabía con exactitud de qué se trataba aquel ser colosal.
—Es un indricoterio del desierto —informó el maestro con voz sosegada, pero atento a la quietud del ser—. Antes de todo he de deciros que no os preocupéis, ya que son hervíboros. Eso sí, puede llegar a ser peligroso si hacemos más ruido del debido y lo estresamos, por lo que procurad hablar como yo —era cierto que Aia estaba manejando un tono de voz muy leve, lo suficiente como para que las palabras llegasen a oídos de sus compañeros—. Me parece que los indricoterios son los mayores mamíferos terrestres actuales: la especie de Bistario en concreto creo recordar que alcanza los seis metros de altura. Son animales tan antiguos como el viento, y majestuosos —los ojos pardos de Aia parecían resplandecer cuando miraban al indricoterio—. Eso sí, están en peligro de extinción y quedan muy pocos ejemplares. Que tengan un periodo de gestación de dos años ralentiza la crianza. Quizá por eso solo ha perdurado una especie hasta nuestros días.
Mientras que Widdle permanecía siendo presa del temor instintivo y Aia de la impresión, Kayt sufría una fusión de ambas sensaciones. La presencia del animal era algo totalmente nuevo para él, pues jamás había visto nada igual. La enorme criatura le recordaba en cierta medida a Koda, aunque superaba en longitud y altura a la mastodonte. No poseía sus majestuosos colmillos ondulados ni el espeso pelaje, pero aquellos curtidos músculos sobresalientes combinados con sus cuatro patas como troncos de árboles hacían del indricoterio un ser totalmente imponente, único en el reino animal.
—¡Escúchenme, viajeros! —exclamó de repente el hombre de la armadura, que había quedado en segundo plano. No obstante, aquella llamada acabó por alertar a todos. Tuvieron que interponer sus manos puesto que el sol los cegaba—. Parece ser que mi noble Rey me ha quitado todo el protagonismo.
—¿Rey? —preguntó Widdle intrigado al fijar sus ojos musgosos sobre la bruñida armadura plateada.
—Es así como denomino a esta bestia. Somos pocos los que podemos presumir de montar a lomos de uno de estos, y afortunados somos —dijo el hombre con alto orgullo.
—Es una criatura impresionante, sin duda —respondió Aia sonriente. Era el único que actuaba con confianza y seguridad.
Kayt, persona de lo más impaciente, necesitaba conocer cuanto antes todas las respuestas.
—¿Por qué vas montado en un indricoterio? —le preguntó—. ¿Quién se supone que eres? ¿Algo así como un heraldo?
Entonces, el hombre recorrió con paso firme la musculosa espalda del animal caminando sobre una alfombra bordada de color granate. Al ascender sin premura el cuello tomó precauciones para no caer, asegurando cada paso. Alcanzó pronto la cabeza de la mansa criatura, y acto seguido dio un par de golpes leves con el pie derecho. A su merced, el indricoterio descendió lentamente la testa sin hacer ningún tipo de ruido. Parecía una máquina enorme al recibir una orden por parte de su creador.
La cabeza a una distancia corta del suelo, el hombre dio un salto corto y se posicionó con firmeza frente al grupo. El peso de sus pies revestidos levantó la arena a su alrededor. Tan pronto como se libró de él, Rey volvió a alzar con grandeza su grueso cuello.
—Me presento ante vuestras mercedes —el hombre se colocó la mano derecha sobre un pectoral, haciendo retumbar en la seca llanura el acero de la armadura—. Mi nombre es ser Arquílodes de Muroeterno, guardián de la infranqueable urbe de Arderia y caballero errante.
Ser Arquílodes era un hombre como ningún otro. La armadura de aspecto medieval recubría la mayoría de su cuerpo, a excepción de ciertas partes (algunas de las articulaciones por ejemplo) para obtener una mayor movilidad. Parecía quedarle algo justa, pero ese aspecto lograba potenciar su agilidad. El delgado acero que la componía era de un gris que resplandecía regiamente, tan reluciente que servía de espejo. Sobre los pies lucía un par de botas negras bien tratadas, y sobre las manos, guanteletes de cuero. Como buen caballero no podía faltarle un arma a la espalda, aunque la suya era la mar de curiosa. Se asemejaba a una enorme espada de justas de color rubí a la que se le había añadido un filo de acero para ser letal. No era una mala idea.
Sin embargo, lo que más destacaba en él era su casco. Se ajustaba a la perfección a su testa, resplandeciendo tanto como las demás piezas de armadura. Poseía un largo cuerno sobresaliendo recto hacia delante además de otros dos, aunque curvos, en los laterales. Tenían un aspecto frágil, así que debían ser meramente intimidatorios. La sección que cubría el rostro del caballero errante tenía un tono algo más oscuro, y presentaba rendijas de ventilación. La visera era amplia, y unos ojos pequeños y de un avellana rumbo al verdor se distinguían tras las sombras proyectadas.
—¿Y qué se supone que haces? —preguntó Kayt con gran intriga—. ¿Dar vueltas por ahí y ya?
El honorable ser Arquílodes comprendió que sería más ameno para la conversación levantar la visera, desvelando así su rostro. Sus ojos de un tenue verde eran pequeños, expertos por su locuaz reflejo en muchas materias. Presentaba una nariz delgada y estilizada, además de hinchados bultos distribuidos a lo largo de sus facciones. Las enfermedades virulentas debían abundar por Bistario.
Las cicatrices de batalla decoraban el lienzo de su rostro. Una en la mejilla, otra en forma de cruz cerca del labio y una paseándose cerca del ojo izquierdo. Un mechón impregnado de sudor se había adherido a su frente, indicando que su pelo era lacio y de un castaño pálido.
—La vida de aquel que custodia las inquebrantables murallas de Arderia es empresa siempre severa. El cabellero establece el compromiso de brindar ayuda a los viajeros y marchantes, vigilar y proteger la ciudad de las fuerzas del mal, expulsar a los innobles bandidos, delicuentes y otros facinerosos consumados. Y, por supuesto, ha de estar siempre dispueso a dar la vida por aquello que defiende, ya sea humano o ideal —ser Arquílodes alzó el brazo hacia arriba con la mano en vertical como en señal de grandeza—. Ese es el arduo deber del guardián del muro.
—Precisamente nosotros marchábamos hacia Arderia, pero en principio no necesitamos ayuda alguna. Sabemos cuidar bien de nosotros mismos, y nos las apañaremos en solitario —afirmó Aia, seguro de sí y de los suyos.
No obstante, el honrado caballero extendió el brazo hacia el poseedor. Le enseñó la negra palma del guante, como si quisiera detenerlo.
—No —la resplandeciente mirada de ser Arquílodes era brava, imposible de contrariar—. Es mi deber ayudar a los viajeros, y no puedo dejar marchar en soledad a quienes recorren estas tierras. Es parte de mi mester, por muy afianzados que marchen.
—Maldición —a Kayt le decepcionaba tener que ser protegido cuando no era necesario. Le encantaban los caballeros, pero no cuando imponían una sobreprotección—. ¿Es cien por cien necesario?
—Por supuesto, honrado guerrero —la serenidad reinaba en el rostro del caballero—. Habrán ustedes de acompañarme hasta la urbe, así me place.
Los tres viajeros parlantes cruzaron palabras (aunque escasas) para debatirlo.
—Pues, si no queda otra, lo haremos —aceptó Kayt al poco tiempo, y así ascendieron al indricoterio.
Desde el lomo del animal, las vistas eran magníficas. Todo el desierto en movimiento se apreciaba de una manera que el ser humano era incapaz de concebir desde su pequeñez. Las estrechas cabinas instaladas sobre la espalda de Rey eran cómodas y no demasiado cálidas, por lo que el camino se hacía mucho más agradable reposando sobre sus cojines y telas. El indricoterio no alcanzaba una gran velocidad, pero, teniendo en cuenta su colosal tamaño, sus pasos eran como veinte de los humanos. Era curioso (y relajante también) el hecho de que no provocara ningún ruido retumbante ni molesto. Al parecer, eso se debía a las almohadillas de sus patas. Kayt lo reconoció cuando Aia lo explicó, pues lo mismo se aplicaba a Koda.
—Los cuernos de mi casco pueden parecer dispares, mas pertenecen a una misma criatura que habita por estos lares —explicó ser Arquílodes en un determinado momento, que intentaba establecer una conversación interesante para matar el tiempo—. Hará un par de años hallé muerto un ejemplar de antílope tricornio, especie de Bistario en grave riesgo de extinción. Supuso una pena encontrar tal belleza en plena descomposición, y por él rendí culto al cielo. Mas ya que se había dado la ocasión aproveché para obtener su cráneo, desinfectarlo e implementar sus cuernos a mi yelmo. Cuando los bandidos ven estos cuernos, huyen despavoridos —las últimas palabras salidas de la boca del caballero errante fueron profundas, incluso oscuras.
Como ni Kayt ni Aia tenían intención de seguir sus palabras, Widdle decidió aportar algo.
—Estas tierras son espectáculo visual, no me cabe duda —declaró—. En las nuestras es muy complicado hallar este tipo de fauna tan peculiar. Son mucho más austeras.
—El hombre ha hecho mucho daño por aquellos lares. Para fortuna nuestra, la gran Bistario siempre estuvo libre de peligro —ser Arquílodes extendió ambos brazos hacia el desierto, en pie sobre la chepa del indricoterio—. Esto es territorio salvaje, y el ser humano nunca podrá domarlo.
—Así debería ser no solo aquí, sino en todo el mundo —anunció Kayt en un tono bajo, indistinguible. Nadie más que él detestaba la brutalidad aniquiladora de su propia especie.
Kayt lo había pensado incontables veces, y desde aquella angosta pero cómoda cabina decidió hundirse en su reflexiva filosofía mientras observaba con cierta nostalgia el paisaje desértico. En efecto, le recordaba cada vez más a los soleados parajes de Terria. Igual de inhóspitos, igual de yermos, igual de grandilocuentes en comparación a todo hombre mortal que osase atravesarlos.
Suspiró, El Dracorex llegaba a creer en ocasiones que su especie merecía la extinción, que las demás tendrían que colonizar todos los territorios y vivir en la armonía que el hombre nunca consiguió. El humano había hecho un daño inconmensurable, tanto al resto de inocentes criaturas como a sí mismo. Se habían sucedido años de codiciosas guerras contra el medioambiente, y, cuando por fin se había encontrado un método sostenible de subsistencia, las mentes maestras se encargaban de hacerle la vida imposible en beneficio propio a quienes ansiaban la libertad. Si no era a uno, era a otro. Así era la especie humana, siempre buscando algo que manipular hasta que solo quedaran añicos de ello. Por eso el joven guerrero deseaba durante que el ser humano fuese reducido a modo de represalia por unos crímenes imposibles de pagar. Y, si podía ser su espada la ejecutora, mejor que mejor. Soñaba con eliminar al porcentaje más dañino, aquel que había causado estragos en su terrenal hogar, aquel que arrasaba con todo por obtener una moneda más. Y así a lo mejor los sabios, los ilustrados, los filósofos, las mentes privilegiadas, los índigo y los poseedores del poder de la mente podrían llegar algún día a hacer del mundo un lugar mejor para todos. El intento se había hecho en más de una ocasión pasada, pero la sombra del mal nunca se desvanecía.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora