El río Enicma era caudaloso, de raudas aguas cristalinas y con sus pececillos entre las corrientes.
Sobre su majestuosidad, el Puente de los Dragones se alzaba. Recibía tal nombre de las dos testas doradas de dragón que decoraban el inicio de cada extremo.
Aquellas dos bestias eran semejantes a las vistas en las Puertas de la Sabiduría, aunque con ciertas distinciones. Sus cabezas eran alargadas, más triangulares, y contaban con mandíbulas repletas de colmillos como serpientes venenosas. El detalle de la dentadura era excelente, y, aunque estuviera tallada, parecía auténtica. Sus escamosos torsos se unían a la baranda del puente, que iba alzándose cada vez más hasta formar una parábola baja. El dorado lateral se extendía a lo largo de forma serpenteante, imitando el cuerpo alargado de tales seres fantásticos. Finalizaba con las colas de los dragones, decoradas por puntas con forma de pirámide de un vivo dorado.
Así pues, Kayt, Soka, Aia y el vendedor ambulante pasaron sobre del Puente de los Dragones. Era la única manera segura y rápida de llegar a Dracoa, la última ciudad septentrional de Bistario.
—Este puente fue construido hace más de quinientos años —añadió Aia como dato curioso, una vez finalizado el recorrido.
—¿Tan antiguo es? —preguntó Kayt, que observaba los detalles de la cola de uno de los dragones junto con Soka—. Pues sí que está bien conservado.
—Debe haber un restaurador que se ocupe de él con frecuencia. Algo casi milenario no puede brillar de esta manera, como si estuviera hecho de oro.
—Y si fuera oro, ya lo habrían robado —indicó Frappy mientras daba un brinco que lo posicionó con elegancia ante Aia—. Así es la gente por aquí: todo lo desprotegido se lo lleva a su casa. Hay que tener precaución y fijar bien las cosas. Y no confiar en cualquiera, claro.
Entonces, Kayt miró a Frappy con recelo.
—Pues tú eres el primero que no parece de fiar. Procura portarte bien, porque aún estoy a tiempo de partirte en dos —con furia, el Dracorex rozó amenazantemente el hombro del vendedor.
—¡Kayt! —exclamó Aia, las manos en la cadera—. ¿Qué te he dicho?
El joven resopló, sus ojos en otra parte.
—Que lo respete a pesar de su clara intención de sacar tajada de nuestro dinero, ya...
—Pues ya sabes.
Los cuatro dejaron entonces el Puente de los Dragones con algo más de paz, rumbo a Dracoa.
Para acceder a la urbe, primero tuvieron que recorrer un sendero ancho y bastante transitado. Multitud de gente lo atravesaba, especialmente comerciantes transportando productos a otras comunidades. Los más acaudalados viajaban en motocicletas por ambos lados del camino, mientras que los humildes se veían obligados a arrastrar carros con sus propias manos callosas. No todos tenían siquiera para adquirir animales de carga.
—Cuánto me facilitaría la vida una motocicleta de esas —dijo Frappy, atento a una mujer que viajaba con ramos de flores en la parte trasera.
Kayt arqueó una ceja.
—Con lo caros que son tus productos, ¿no tienes suficiente? —le preguntó.
—¡Como si yo consiguiera vender todos los días! Este es un empleo complicado, chaval. Pierdes más que ganas.
Kayt se quedó callado, simulando que cerraba con cremallera su boca. Detestaba demasiado la repelente expresión de Frappy como para seguir echando leña al fuego.
Cuando llegaron a la ciudad, la conmoción se volvió algo general. Dracoa era algo distinto a todo lo visto anteriormente. Parecía sacada de la Leurs más gloriosa, donde las edificaciones eran altas e intrincadas, de gran valor histórico. Dracoa era como esos sitios, solo que con una mayor igualdad social. Al fin y al cabo, tanto ricos como pobres tenían permiso para transitar tan imponentes lugares.
Los alrededores de la ciudad de los dragones vestían verde en forma de vegetación, y la arena se ausentaba al fin. El clima era totalmente distinto al del resto del árido norte de Bistario, siendo el sol algo menos abrasador. No trataba de un oasis en medio del desierto infernal, pero estaba cerca.
Ante tal afluencia de personas, Frappy vio aquella ocasión como ideal para tratar de vender sus productos al mejor postor. Fue así que se despidió de los viajeros, perdiéndose con su alta chistera entre el gentío. Fue un adiós largo, que despertó la ilusión de un Kayt que estaba deseando perderlo de vista. De hecho, inmenso fue su alivio al verlo marchar finalmente, sacudiendo con energía la diestra.
Desde luego, el excéntrico vendedor errante se las apañaría bien.
—Busquemos un hotel. Ahora que nos lo hemos quitado de encima, creo que podemos permitirnos descansar —Aia suspiró—. No sabes lo que tenías hasta que no lo recuperas.
—Y que lo digas —dijo un agotado Kayt. Aún no se había recuperado del duelo contra Vista, y aquel incordio ambulante llamado Frappy no le había hecho ningún bien adicional.
—Ha sido curioso conocer a ese lunático —admitió Aia mientras se mesaba el mentón. Trató de localizar al vendedor, aunque ya lo había perdido de vista.
—No nos ha aportado nada aparte del dokhar, tan solo nos ha hecho perder tiempo —Kayt maldijo.
—El tiempo es relativo, chaval. Nunca se pierde, solo se invierten. De hecho, dicen que el tiempo perdido es el mejor invertido —añadió el maestro, gesticulando sin parar. Era su forma de captar la atención de su pupilo—. Todo lo que hacemos tiene un propósito en nuestras vidas, por inútil que parezca. Aprecia ahora eso a lo que llamas perder el tiempo, porque lo echarás en falta algún día.
Pero Kayt puso los ojos en blanco y añadió:
—Sería rico si me pagaran por las veces que me has soltado ese mismo discurso.
Acto seguido, el joven echó a andar hacia una calle lateral menos transitada que la principal. Tanto Soka como Aia fueron tras él, y este último no tardó en encontrar una posada a buen precio. Allí fue ofrecida una habitación amplia de tres camas individuales, con un cuarto de baño pequeño, un par de sillones, una mesa rodeada de sillas y un minibar repleto de alimentos en su mayoría dulces, aunque también con algunas pequeñas botellas de licores variados.
Nada más dar con la nevera, el joven se lanzó en busca de su bebida favorita. Por si no fueran pocas, se llevó una decepción más. Cerró de golpe la puerta al ver los licores, ya que no le interesaba en absoluto esa frívola clase de alcohol.
–¿Ni siquiera en esta ciudad tan multitudinaria tienen hidromiel? —Preguntó extrañado Kayt, mirando a Soka aun sabiendo que no recibiría respuesta.
—Seguramente sí —razonó Aia—. Solo tienes que buscar bien. Es probable que alguna tienda reciba hidromiel de exportación de Yettos. Será la misma que tomas allí, la de Terdón Melíferas.
—¡Pues vamos a buscarla! —Kayt rugió con impaciencia—. Estoy deseando llevarme de una vez por todas una a los labios. Es auténtica devoción lo que siento por esa cosa.
Aia frunció el ceño. No veía nada bueno en sus ansias.
—¿Devoción? Más bien adicción.
De vuelta a las calles apenas encontraron gentío, cosa de extrañar teniendo en cuenta lo abarrotado del pasaje principal. A través del punto divisorio de la calle fluía un pequeño canal de agua, proveniente del río Enicma y ramificándose en disminución de su tamaño hasta desaparecer en una laguna cercana.
Por otro lado, el gran Enicma desembocaba directamente a orillas del mar de Oz, después de kilómetros de recorrido desde su nacimiento en lo alto del monte Victorius, situado en el medio este de Bistario.
—¿Beberá la gente de estas aguas? —se preguntó Kayt con curiosidad, el dedo bajo el labio inferior. Soka imitó su gesto.
—Pues claro que no. Siempre hay algún imbécil que tira su basura al río, y eso lo contamina. El agua potable debe provenir de unos embalses situados al norte, precisamente en los que desemboca este pequeñín —explicó Aia sabiamente.
—Pues vaya tela —rugió Kayt—. Habría que castigar a los que arrojan basura, y no con una simple multa. ¡Que no lo olviden jamás!
Debido al pequeño tamaño del canal, uno podía cruzar al otro lado de la calle de un salto. Aun así había sido colocado un puente estrecho para que ancianos y discapacitados pudieran pasar sin dejarse las piernas al otro lado.
Kayt cruzó de un amplio brinco, y Soka lo siguió con energía. Para no llamar tanto la atención entre los escasos transeúntes, Aia decidió usar el puente.
—Aquí hay un restaurante siosano —Kayt parecía tener cierto interés—. ¿Por qué no comemos en él esta noche?
—No es mala idea —respondió Aia—. La comida siosana es excelente, y muy diversa. Tiene gran variedad de sabores, desde el picante al agridulce. ¿La has probado alguna vez?
Kayt asintió.
—Sí, en Bastión Gélido. Creo que fue por el día de la Redención Idiriniana —respondió.
—Ah, sí. Pero solo se sirvió comida de Idirinia. Aquí disponen de platos de todas las regiones —Aia señaló al cartel. Se podían ver dibujadas en él algunas de las principales banderas del continente de Sios—. Surdák, Das Noire, incluso platos de las islas de Gō-Gō. Vaya, qué tentador todo.
Siguiendo el camino de la prolongada calle, los viajeros llegaron hasta una bifurcación. La calle se partía en dos menores, ambas abarrotadas de gente. Tomaron el camino derecho, aquel que el riachuelo había escogido.
Caminando por la vera izquierda se toparon con una tienda la mar de peculiar. Contaba un cráneo de un cornudo macho de ciervo en lo alto del edificio, y un cartel debajo rezaba: Bebidas a tutiplén.
Aquello era justo lo que Kayt estaba buscando. Sin pensárselo atravesó la puerta, seguido de Soka y un relajado Aia, abstraído en sus cosas.
La tienda exponía estanterías abarrotadas de toda clase de botellas, tan variadas que la elección debía ser todo un reto. Kayt buscó raudo en la sección entre los diez y quince grados de alcohol, mas no alcanzó a ver ninguna botella de hidromiel. Comenzó a temerse que no daría con lo que con tanta impaciencia buscaba.
Aunque, para saberlo con certeza, debía preguntar primero.
Kayt se dirigió hacia el mostrador, colocando firmes sus manos sobre la mesa. Reaccionando al sonido, un hombre orondo y con gafas de alta graduación salió del almacén y saludó.
—Te veo ansioso —el encargado soltó una risotada aguda—. ¿Qué es lo que quieres?
—¡Hidromiel!
Kayt respondió con palabras eléctricas, tan veloces que el vendedor dibujó una expresión confusa.
—Dilo más despacio, hijo —exigió—. Estoy sordo del oído derecho.
—Hi-dro-mi-el.
—Ah, hidromiel —se puso a pensar—. Iré a mirar al almacén. No suele haber mucha demanda, pero quizá haya suerte.
Cuando el encargado se adentró en la oscuridad del almacén, el disgusto brotó en el semblante de Kayt.
—Rayos —suspiró con pena—. Siempre que dicen eso es que no les queda ni gota.
Mientras tanto, Aia recorría con gran interés la tienda fijándose en todas las bebidas. Especialmente cautviaron su atención aquellas que superaban el umbral de los noventa grados. La máxima que encontró fue una botella de licor de Cincirius llamado Lágrimas de Vurfax, con ciento ocho grados. Una buena cantidad ingerida resultar fulminante.
—¿Conoces a Vurfax, Kayt? —le preguntó Aia con curiosidad al ver su dibujo en la botella.
—Me suena —contestó el joven al instante, aunque su corazón sabía que la verdadera respuesta era que no.
—Era el hermano de una antigua deidad de Cincirius, el poderoso Thiranos, e hijo de Daroinonaz. Los bárbaros nativos de la región adoraron a varios dioses, pero Daroinonaz destacaba sobre el resto. Era el dios de los dioses, el padre de todos. Las ancestrales leyendas cuentan que, un día en la mística fortaleza celeste de Varonvoraz, Daroinonaz engendró un hijo por su cuenta, sin la concepción que a una dama hubiese requerido. De ahí nació Vurfax. Daroinonaz y los demás dioses instruyeron con sabiduría a Vurfax, pero el hijo del dios de dioses era distinto a todo lo jamás visto. Su poder era inmenso, y los dioses clarividentes no tardaron en anunciar la destrucción que el vástago de Daroinonaz traería consigo. Sin embargo, su padre no decía lo mismo. Creía en los auténticos valores de su hijo, pues era de su regia sangre y por ello lo amaba. Pero Daroinonaz, aun siendo el padre de todo y todos, cometía errores y un día Vurfax desenfundó el hacha de doble filo forjada por Aaker frente a sus mentores. Los decapitó a todos por impulso, y destruyó las tierras sacras de los dioses con un rastro ígneo. Daroinonaz empleó sus divinos poderes para detener a su hijo, pero este los conocía y revirtió su efecto. Vurfax acabó hundiendo su hacha en el pecho de su padre, y el dios de dioses falleció. Así fue, mas no sin antes escuchar las palabras de Vurfax, que contaban que él era la encarnación del dios del mal, el caído Sevefol, un familiar lejano que le había tendido una vil trampa para recuperar el reino de Varonvoraz. Sin embargo, al ver a quien había sido su padre por tantos años muerto entre sus brazos, Vurfax rompió a llorar. Sus lágrimas cayeron sobre la herida de Daroinonaz y, despertando un nuevo poder, consiguió traer de vuelta al dios. Justo antes de que Daroinonaz volviera a abrir los ojos, Vurfax descendió al infierno como dios de la pena y la culpa.
—Ya decía yo que me sonaba —Kayt se mesó la barba—. Vi la escena de la muerte de Daroinonaz en la galería de arte de Ventorr.
—Seguramente fuera El llanto de un hijo caído, de Tirovski Winders —siguió Aia sin quitarle ojo a las bebidas alcohólicas—. Excelsa obra, como pocas quedan. Conservamos escaso material de la cultura cinciriana original. Eran guerreros formidables, temidos hasta en el resto de continentes, pero las fuerzas de control y adoctrinamiento leurinas lo fueron aún más.
Entonces, cuando Kayt escuchó de nuevo los pasos del tendero, su emoción volvió a brillar con luz propia: tenía un buen presagio.
Pero, al verlo aparecer con las manos vacías, su alegría se desmoronó cual castillo de naipes arrasado por una grácil brisa primaveral.
—Pensaba que me quedaba una botella, pero al parecer se la han llevado esta mañana —dijo el sujeto con cierto disgusto—. Lo siento.
Tristemente, Kayt bufó y se volvió sin decir nada. No le dedicó ni un suave gracias. No fue un gesto cortés por su parte.
Por su parte, Aia no entendía cómo podía ser tal su aflicción. Al fin y al cabo, en unos días volverían a Yettos y podría beber del elixir de los dioses paganos todo lo que quisiera. No tardó en advertir que, cuando a Kayt se le metía algo en la cabeza, se obsesionaba tanto que, si no había forma de conseguirlo, se derrumbaba sin más.
Debía corregir esa actitud antes de que fuera demasiado tarde, pues podría acabar costándole cara.
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La Leyenda Perdida I: El Fin Del Camino
AvventuraUn mundo desolado por la cruel y mezquina mano del hombre. Un joven atormentado por un arduo pasado en busca de respuestas. Una humanidad afectada por una vertiginosa caída, seguida por un hilo de muerte a la espera de segar almas. Poderes ocultos s...