El viento soplaba. La vista de Kayt no era capaz de ver allende el horizonte que las más distantes aguas del mar de Oz custodiaban.
Sin embargo, su mente era la excepción. Sabía que, tras tan indómitos mares de incertidumbre, todo un mundo se abría a su disposición. Bistario, Cincirius y, más allá, Frik'Ah. Un vasto y prometedor mundo por conocer, tantas nuevas oportunidades, tan cerca y a la vez tan lejos.
El viento le trajo aún más melancolía. Titilaba el esplendor del firmamento, reflejándose en sus ojos húmedos. El mar siempre le traía malos recuerdos. Había zarpado en solitario por sus dominios tras haber perdido a Aia, y también a su dulce Soka. El curso de la historia hubiera cambiado de haber sido precavido, y no un bárbaro impaciente o un aprendiz impulsivo. Aia, que siempre le había dado un punto de vista distinto, un hombre que a la misma sapiencia hacía parecer ignorante. Lo había perdido, pero era alguien como él lo que Kayt más necesitaba en esos momentos. En periodos de crisis, solo el conocimiento podía arrancar a los hombres del reino del caos.
En cuanto a Soka, ni siquiera sabía qué pensar. Su tulpa le había fallado en demasiadas ocasiones, pero él la había traído al mundo con toda su buena voluntad. Deseó con todo su ser crear a alguien a partir de la imaginación para dejar así de sentirse solo, y lo consiguió. Se sintió orgulloso de su logro, pero toda la dedicación partió fútil. Si tan solo la hubiera guiado por el camino correcto, tratándola como a una amiga y no como a un arma, ella aún seguiría a su lado. Podría adorar en sus memorias aquel rostro moldeado a merced de sus anhelos, de enormes ojos bañados en ámbar y sonrisa ingenua. Supuso que siempre estuvo oculta, lejos de su alcance. Infinita lástima trajo del mar el recuerdo de que jamás volvería a verla, ni a mesar sus cabellos o dormir plácidamente contra su regazo en una noche de tormenta.
Envuelto en un suspiro, se volvió. Dio la espalda al mar de Oz, alejándose con la intención de no volver a verlo en el mayor tiempo posible. Le traía terribles recuerdos, demasiado dolor, y tenía claro que no podría evitar llorar la próxima vez que se viera reflejado en su oleaje cristalino, violencia disfrazada de inocencia.
El mar, como todos sabían, no era pasto de sueños.
Al palacio llegó nuevamente, donde Dorann lo esperaba en el salón tomando uno de aquellos tés latinkos tan exclusivos. Tras dar un sorbo, levantó con cuidado la caliente taza.
—Hola de nuevo, hermanito —saludó—. ¿Quieres que te prepare uno?
Kayt se tomó su tiempo en negar con la cabeza. No puso gran ímpetu en el gesto.
—No me apetece —admitió, su tono rebosante de pesar—. Me voy a la cama.
Sin mover ni un ápice del cuerpo, Dorann presenció el lento caminar de su hermano a lo largo de la sala de estar. No obstante, lo detuvo con el poder de la mente antes de que pudiera abandonarla. Kayt se vio obligado a mirarlo, aunque sin auténticos deseos de hacerlo. Dorann solía incitar a hacer lo que se solía evitar. Creía que solo así se podía despertar el mayor potencial del ser humano.
—¿Pasa algo? —le preguntó.
—Y tanto —respondió Dorann sin mirarlo a los ojos, centrando su visión sobre el amargo té. Le apasionaba aquel sabor—. Ayer ocurrió algo que puede que no sea de tu agrado. Aun así, no me queda más remedio que contártelo. Al fin y al cabo, no hay mentiras entre Dracorex.
Con curiosidad, Kayt se volvió para recibir respuestas. Las necesitaba.
—Ese mastodonte tuyo... ¿cuál era su nombre?
—Koda —contestó Kayt, los labios trémulos—. ¿Le ha pasado algo?
Tras un pausado pestañeo, Dorann asintió.
—Murió. Ykaro, mi mascota, también. Cayeron en combate.
Entonces, Kayt dio un profundo suspiro. Inspiró aire, y luego lo espiró ensombrecido por puntuales matices grises. Le costó asimilarlo. Sin embargo, le abrumaba una preocupación mayor.
—¿Y D'Erso? ¿Le ha pasado algo?
Dorann sonrió.
—Ah, te refieres a la chica. Está bien, al menos por ahora. El mastodonte pereció defendiéndola. Pobrecita, debe estar destrozada.
A Kayt no le hizo falta ver su rostro para comprender que sonreía. No lo veía más que como un juego, su cruel ajedrez de vida o muerte en el que solo podía quedar una pieza en pie. Las vidas de sus víctimas no le provocaban ni un ápice de inquietud, incluso cuando pertenecían a su propio bando. ¿Cómo podía un hombre mostrar semejante indiferencia ante todo, empuñando a su vez una egolatría que no había forma de envainar?
Kayt, sin saber qué pensar, salió de una vez por todas del salón. Ahora, Koda también había desaparecido. No lo había querido ver, pero comenzaba a darse cuenta de qué clase de persona era su hermano. Siempre se las daba a inocente, pues él no había matado a nadie. Tal vez no físicamente, pero no podía negarse que había sido el causante directo de todo aquello que había partido en mil pedazos su corazón. Si Dorann quería verlo abatido, sumido en el hastío y la depresión, solo en el mundo hasta que no le quedase otra que lanzarse a sus brazos, lo iba a conseguir.
Harto de tanto dolor, Kayt se sumió en las sábanas de la cama que había pertenecido a Ventigard y descansó. No pudo dormir, pero consiguió tomarse un buen respiro. Era lo que necesitaba.
Mientras descansaba, decidió meditar. Se adentró en el fascinante mundo de su mente, donde los sueños imperaban. Vio de nuevo a aquellas misteriosas cabezas flotantes que le susurraban cosas sobre su destino, aunque nunca había llegado a comprender del todo sus intenciones.
Al fin pudo apreciar con claridad las seis a la vez. Identificó a tres hombres adultos, una mujer madura y dos chicas jóvenes. El mayor de todos tenía la piel ardiente como el fuego y portaba un casco bélico con dos prominentes cuernos. A su lado estaban los otros dos hombres, uno de ellos regordete y con una gran sonrisa rebosante de paz, luciendo además una corona vegetal; el rostro del otro era algo ridículo, y llevaba puesto un sombrero similar a un tricornio, solo que mayor y de aspecto menos imponente.
La mujer entrada en años poseía un símbolo lunar en la frente. Sus ojos maquillados eran inquietantes, pero también cautivadores. Le caía el oscuro pelo lacio por doquier, cual cascada indomable, y su piel relucía como la superficie del mar de Oz, del mismo celeste. Las otras dos parecían más jóvenes, aunque su edad no era algo que se pudiera presuponer. El rostro de la primera estaba sumido en calma absoluta, y el cabello, de un azul pantanoso, se mecía sin ningún viento que lo agitara. Por último, la menor cabeza pertenecía a una chica de no más de diez años. Rostro dulce, sonrisa cándida, mechones sedosos y mejillas arreboladas rebosantes de alegría.
Los seis miraron con atención a Kayt y, aunque solían ser bastante locuaces, no dijeron ni pío. El joven reparó en ellos con el ceño fruncido, pero pronto les dio la espalda. Prefería alejarse de ellos antes de que le soltaran otro discurso indescifrable. ¿Para qué quería consejos, cuando solo los de uno mismo enriquecían lo suficiente el espíritu?
Su mente era un lugar fascinante, aunque peligroso. Aunque perteneciera a su propio cuerpo, debía andarse con ojo. Se llevó la mano al cinto para tenerla lo más cerca posible de Tempestad Perpetua, pero se fijó en que no la llevaba encima. De hecho, solo su cuerpo se había adentrado en los confines de su propiamente, nada de objetos materiales. No se avergonzó de no portar prenda alguna, pues en su propia mente no había prejuicios ni dolor. De todas formas, no parecía ser más que una masa blanca errando a través de yermos oníricos. La energía lo cubría todo, y no daba lugar a error.
Permaneció recorriendo aquellos parajes de imposible aspecto, pues solo de esa manera podía sentirse libre. Tras pasar a través de una ciudadela de polvo alcanzó una escalera, los diversos escalones alzándose y descendiendo como por arte de magia y sin un patrón definido. Kayt la subió, y no fue sencillo. Había que hacer un esfuerzo sobrehumano por dar un solo paso más.
De pronto, observó una figura de cabello esponjoso alejándose desde lo alto de la escalera. Reconoció a D'Erso al instante: lo haría en cualquier tiempo, en cualquier lugar, aunque no le quedasen ojos con los que ver. Si de verdad era ella y no una ilusión, debía buscarla y abrazarla.
Así pues, dejó a un lado el agotamiento y ascendió con la velocidad del rayo. No tenía permiso para usar sus poderes mientras viajaba por su propia mente, así que tuvo que depender de sus piernas. Igualmente, la voluntad estaba de su lado.
Una vez arriba encontró de espaldas a D'Erso, sus mechones castaños zarandeados por una despiadada brisa. Kayt corrió hacia ella y la sujetó por los hombros para darle la vuelta. Tal vez no fuera su amor, pero ¿cómo iba a darle la espalda al riesgo?
No obstante, estaba ante la verdadera D'Erso Dully. No era un constructo de su mente, podía percibirlo. De ninguna otra manera se sentiría tan liberado al bucear en el océano de aquellos ojos pardos.
—¡D'Erso! —exclamó mientras le acariciaba los pómulos con ambas manos. Era ella, no tenía igual en todo el cosmos—. ¿Qué haces tú aquí?
—He venido a por ti —D'Erso colocó sus manos sobre el pecho de su amor, lo que los llevó a un efusivo abrazo.
—¿Cómo has logrado entrar?
—Te seré sincera: no lo sé. Deseaba tanto volver a verte que me dormí y... aparecí aquí.
Cuando el abrazo llegó a su fin, Kayt repasó con la mano las puntas de su suave melena. La echaba tanto de menos.
—Sé lo que ha pasado con Koda —a Kayt le latía el corazón (uno distinto) a mil por hora—. Lo siento tanto. Si hubiera estado allí, tal vez...
Tristemente, D'Erso se vio obligada a agachar la cabeza. Le costaba admitir que la había perdido, que no había podido hacer nada por salvar a su amiga. Había tratado de defenderla, pero no sirvió de nada. Si ni con sus nuevos poderes mentales había podido evitarlo, ¿qué clase de heroína era?
—Ojalá hubiera estado a la altura —sollozó—. Un lagarto gigante apareció y... la mordió, y... lo siento mucho, Kayt. De veras que lo siento...
Para que no viera sus lágrimas, D'Erso dejó caer la cabeza sobre el pecho de su amado, quien volvió a mesarle el cabello. Sintió la inmensa lástima de su llanto, consumida por el dolor de semejante pérdida. Podía sentirlo como si fuese suyo, e iba a explotar en una supernova dentro de su corazón estelar.
—Ese lagarto era la mascota de Dorann —dijo Kayt—. Él lo envió.
D'Erso se sorprendió.
—¿Estás seguro?
Kayt, cabizbajo, asintió.
—Lo ha orquestado todo, es la causa de nuestros mayores males.
Kayt apretó los labios y frunció el ceño, todo por no derramar lágrimas latentes en su recámara interior. Le resultaba duro pensar que aquel animal por el que tanto había sacrificado, con el que tanto había llegado a intimar, que superaba a la humanidad en muchos aspectos se había ido para no volver. No pudo siquiera dedicarle su último adiós. Era todo culpa de Dorann, de su tiranía inclemente. ¿Hasta dónde tenía pensado llegar su retorcido hermano?
—Kayt.
—Dime.
—¿Por qué estás con él?
—Es mi deber.
—¿De qué deber se supone que hablas? Me confesaste que acabarías con él, y mírate ahora, a su lado.
—Sé que es difícil de entender, pero no tenía opción. Hay muchos hilos a mi espalda tratando de controlar cada uno de mis movimientos. Esta es la única manera de romperlos.
D'Erso sacudió la cabeza, arrojando lágrimas hacia el abismo vacío.
—No, Kayt, no es la única manera. Si de verdad existen, yo los quebraré por ti.
Pero Kayt apartó la vista. Mirarla a los ojos solo lo hacía arder.
—Podrían atraparte y arrastrarte a ti también.
Disgustada, D'Erso espiró por la nariz.
—Aun así, ¿tienes una mejor opción? ¿Es que ese asesino con el que compartes apellido es más apto que yo?
Kayt arrugó el ceño, pero sin mirar a D'Erso al rostro. Seguía sin ser era capaz.
—Lo siento tanto, D'Erso. De haberlo sabido, lo hubiera intentado —Kayt se vio obligado a a dirigirle la mirada de nuevo. Sus ojos eran hipnóticos, espejos del sufrimiento que la sometía día tras día—. Ahora estás sola. El solo pensarlo me duele tanto.
—No, Kayt. No estoy sola.
De un momento a otro, Kayt comenzó a percibir una extraña sensación en el aire. Cada vez le era más complicado controlar sus sentidos, como si un factor externo tomase control sobre sí mismo. Algo malo debía estar pasando.
—¿A qué te refieres?
Se miró las manos, ahora desdibujadas. Un hilo de su esencia se perdía hacia ninguna parte. Algo no andaba bien.
—Koda... no estaba sola.
Kayt se quedó con la última imagen del rostro de D'Erso antes de su abstracción. Era tan hermoso que hasta le dolía no poder volver a acariciarlo con las manos. En cuanto al asunto de Koda, no logró entender nada. ¿A qué podía referirse con que no estaba sola? Se ahogó en la frustración mientras retrocedía a través del extravagante mundo de las ondas, volviendo enseguida a la realidad.
El crudo mundo físico, su purgatorio de la soledad, lo estaba esperando.
La incómoda posición que había tomado sobre la cama le había entumecido las piernas. A su lado encontró a un sonriente Dorann estudiándolo. Kayt comprendió entonces que había sido él quien lo había arrancado de su propio subconsciente, ¿quién si no? Debía haber advertido la conversación que estaba entablando con D'Erso, pues no deseaba que semejante contacto ocurriera. Kayt era un romántico absoluto, siempre ligado al sentimiento imperante, y el amor que sentía por D'Erso podía ser el germen de la traición.
Y Dorann no quería tal cosa, bajo ningún concepto.
—Vuelve conmigo al salón, Kayt —le pidió Dorann en tono sosegado—. Tenemos que tratar algunos asuntos de actualidad. Como entenderás, el tiempo corre a nuestra contra.
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La Leyenda Perdida I: El Fin Del Camino
AdventureUn mundo desolado por la cruel y mezquina mano del hombre. Un joven atormentado por un arduo pasado en busca de respuestas. Una humanidad afectada por una vertiginosa caída, seguida por un hilo de muerte a la espera de segar almas. Poderes ocultos s...