Acto XCIV: Sed de sangre

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Cuando pudo oler el miedo, una tentadora sed de sangre ahondó en las profundidades de su cruento ser.
—Estoy cerca. Pronto daré con mi primera víctima. Su muerte será magnífica, tanto como cruel. Al ser la número uno, debe ser especial —y una risa culminó su soliloquio.
Gorgóntoros conversaba consigo mismo en voz queda mientras recorría los deplorables campos de los alrededores de Phasmos. Marchaba cubierto con varias capas de ropa que ocultaban su equipo de acción, su hacha escondida entre tejidos para no desatar el caos entre la gente vulgar.
Después de que Dorann le otorgase la misión de su vida, el Toro erró por lugares sosegados y abandonados en busca de poseedores del poder de la mente a los que dar caza. Su labor consistía en romper sus bloqueos mentales para después echar mano de su hacha, tarea que llevaría un buen tiempo. Suerte que no tenía nada que perder.
No había encontrado más que yermos baldíos tras abandonar Palacio Boureaux. Era un área realmente pobre, tanto económica como geográficamente. Existían claros indicios de que había vivido en aquel territorio rural gente con anterioridad. Se avistaban con frecuencia estructuras derruidas e invadidas por la vegetación, en la que seguramente habitaron granjeros mundanos. Pozos, cercados y ruinas de fincas delataban que fue un lugar dedicado a lo agrario.
Pasado un tiempo localizó incluso los restos de un antiguo cementerio, aunque era difícil distinguirlo entre los altos y secos matojos. Debía haber al menos unas cincuenta tumbas, cada una con su correspondiente lápida, a las que todas les faltaba algún pedazo. Había sido un cementerio local, sin duda para personas pobres. Era fácil darse cuenta de ello.
El asesino pasó de aquel lugar sin mucho interés para digirirse hacia un pueblo cercano. Una delatora señal le llegó desde su posición, y supo que se encontraba cerca de alguien a quien poder dar fin.
El poder latente de Gorgóntoros iba en aumento por cada minuto, y no cesaba. Lo rodeaba un halo enérgico tan fulgurante que hasta podía romper el bloqueo que fugitivos mentales usaban para resguardarse y aislarse desde la caída de Menta. Gorgóntoros estaba convencido que aquel don le había sido entregado por el destino por una buena razón, y esa era la de convertirse en el ángel exterminador que diera fin a todas esas sobras de una antigua sociedad caída, en decadencia. Matar al primer poseedor solo sería el comienzo. El Toro sabía que quedaban infinidad de individuos a los que localizar y destruir con sus propias manos. Y, por supuesto, Leurs no iba a limpiarse sola.
Recorrió una parcela antigua y de gran tamaño antes de llegar al pueblo en el que haría correr la sangre. Parecía haber tenido una mesa de exterior, una colchoneta y unos columpios, pero la salvaje naturaleza los había convertido en meros nidos para aves y ratones cubiertos de plantas trepadoras. Localizó una alberca rectangular en la que, sorprendentemente, seguía habiendo agua. Se veía verde y pringosa pero abundantes, probablemente por las lluvias de los exteriores de Phasmos. Aun así, a pesar de la escasez de estas, cada vez que caía agua lo hacía de forma torrencial, suficiente para rellenar tal cantidad de litros.
Aunque el líquido estuviera opaco debido a las algas de la superficie, Gorgóntoros divisó vida en ella. Al ver lo que parecía ser el movimiento de un pequeño renacuajo, el Toro activó su tan adorado poder y levantó al anfibio con la mente, manteniéndolo en el aire sobre la alberca. El pobre animal movía su cola de lado a lado intentando escapar de allí a nado, pero nada podría hacer mientras Gorgóntoros lo retuviera. Para finalizar, el macabro guerrero concentró toda su energía en el interior del renacuajo logrando que sacudiera cada vez más su cola como con cierta angustia, así hasta que al final explotó en mil pedazos sangrientos que tiñeron de un rojo rubí el verdor acuático. Entre tenebrosas risas, Gorgóntoros se irguió para proseguir con su camino.
Para matar el tiempo, el Toro se adentró en la vivienda principal de la parcela. Se trataba de un edificio descolorido de mediano tamaño y tejado compuesto por tejas oscuras, cubiertas por líquenes. A causa de que la electricidad fue cortada en el pasado, la oscuridad reinaba. Gorgóntoros encontró una solución, y concentró todo su poder sobre una lámpara de pilas.
Sorprendentemente, consiguió encender el aparato con gran intensidad, y de forma duradera además. Acto seguido, la sostuvo en una mano y caminó en silencio por la morada. En la sala de estar atisbó un gran cuadro, polvoriento pero visible, apoyado en un roído mueble de oscura madera. En la fotografía se apreciaba una feliz familia compuesta por una pareja jovial y tres aparentes hijos, dos niños y una niña, que abrazaban cariñosamente a sus progenitores. Gorgóntoros se llenó de rabia psicopática y desenfundó su hacha con desenfreno, partiendo en dos aquella alegre escena enmarcada. Odiaba por encima de todo las falsas muestras de felicidad de los ilusos.
No encontró nada de valor en aquella casa, ni siquiera vagabundos o mendigos escondidos a los que atormentar. Así pues, marchó con las manos vacías de allí en dirección al lugar del que las señales mentales provenían.
Como cada vez se intensificaban más, Gorgóntoros dedujo que se encontraba relativamente cerca. Sin rodeos, prosiguió sin descanso con la cara cubierta por una capucha hacia la comunidad. Por el camino avistó algunas personas montadas en un carro que cantaban animadas canciones tradicionales con un cerrado acento rural. Un anciano de blanca barba los seguía con el ritmo de su guitarra.
Cuando el vehículo se separó de él, una pequeña niña morena sentada en la zona trasera miró a un Gorgóntoros que observaba con ojos serpentinos a los ocupantes del carromato. Como su rabia depredadora se concentró en ella, la chiquilla se sintió tan espantada por sus siniestros ojos bajo la tela que se adentró entre los brazos de su aparente madre.
Como poco le interesaban aquellos ridículos individuos, Gorgóntoros tornó el cuello hacia su destino y siguió con su camino. La presencia humana era un indicio innegable de que se aproximaba a la civilización.
No tardó en lograr visualizar unas casas altas, bien cuidadas. Por supuesto, no eran ruinas o edificios en proceso de convertirse en ello. Así pues, dedujo que había llegado. A diferencia de en las parcelas abandonadas había señales de vida, también un estrépito provocado por carros y chillones comerciantes. El misterioso oculto no debía andar muy lejos, y Gorgóntoros esbozó una sonrisa macabra, torcidamente ansiosa, al suponerlo.
"—Ya queda menos."
Se adentró tan pronto como pudo en el pueblo, y enseguida se vio rodeado por transeúntes yendo de un sitio para otro. Le habría gustado eliminarlos a todos, pero sabía bien que no podía hacer de las suyas en público. Sus poderes no llegaban a tanto, al menos no aún. Por tanto se redujo a seguir el camino de las ondas, que parecía extenderse hacia distintas direcciones.
Recorriendo el pueblo en busca de su presa, Gorgóntoros percibió que le habían salido ampollas en los pies. El recorrer tantos kilómetros con incómodos mocasines había sido el causante, y tener que caminar por un lugar cuyo suelo era de una desigual mampostería almohadillada no ayudaba. ¿Podría el poder mental desarrollar un factor curativo? No perdería nada por comprobarlo.
Caminó sin descanso en busca del misterioso poseedor del poder de la mente, cuyo escudo era un completo éxito. Posiblemente se hubiera percatado de su presencia maligna, una que en absoluto ocultaba, por lo que debía estar usando una técnica disuasoria para resguardarse.
Después de dar en vano tres cansinas vueltas por la comunidad solo para acabar con los pies aún más molidos, Gorgóntoros tomó una decisión. Ignorando los rostros confusos de la gente, se colocó en mitad de un callejón y empezó a meditar en pie en aras de que sus ondas le aclarasen el camino. El asesino no era muy partidario de pacíficas técnicas de retrospección como la meditación, pero no tenía más remedio si quería dar con su presa. La paz lo ponía de los nervios, cosa bastante contradictoria, pero Gorgóntoros era un individuo de lo más peculiar.
Finalmente, sus ondas concentradas trazaron un sendero carmesí que solo él podía ver y sentir, y lo siguió con prisas. El individuo intentaba frenar las ondas enemigas, pero no parecía ser del todo capaz. La energía recién despertada de Gorgóntoros superaba por mucho sus natales capacidades.
El camino mental condujo a Gorgóntoros hasta una bella casa situada a las afueras del pueblo. Era allí donde todas las ondas se concentraban, lo percibía. Tenía un agradable color beige, un balcón repleto de plantas ornamentales sobre la fachada. Poseía además una añeja chimenea, también unos vanos cuadrados. Se asemejaba a la típica morada ideal donde las familias felices pasaban en armonía sus días hasta el fin. Pero, si Gorgóntoros lograba acceder a su interior, ese bucólico ideal sería exterminado.
"—Es la hora."
Ni siquiera tuvo que usar su hacha para abrir la puerta. Un mínimo impulso de sus ondas fue suficiente. Al acceder al interior, Gorgóntoros se encontró cara a cara con un hombre aparentemente normal, de mediana estatura y pelo castaño a la vez que corto, no muy atractivo. Sin embargo, era él el poseedor al que había estado buscando. Ya solo quedaba acabar con él, y la primera misión quedaría zanjada. Sería como coser y cantar.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó el hombre sin rodeos, y con una voz que no delataba ningún temor.
Antes de responder, Gorgóntoros se descubrió el rostro. Su sonrisa envuelta en tenebrosidad se dejó ver.
—Tu muerte —respondió fríamente.
—¿Quién te envía?
—Nadie.
En parte, Gorgóntoros mintió. Todo había sido idea de Dorann, pero se engrandecía pensando en sí mismo como único organizador de la misión.
—¿Qué es lo que tramas?
—Ya te lo he dicho. Matarte.
El hombre gruñó, el rostro arrugado de rabia.
—¿Por qué?
—Tengo mis razones, pero alguien como tú no ha de saberlas.
Fue entonces cuando el hombre se retiró la chaqueta de encima, quedando en tirantes con sus puños cerrados. Sus brazos eran gruesos y musculosos, y, si aprovechaba bien sus capacidades, podría vencer sin dificultades a Gorgóntoros. El sonriente Toro conocía bien su desventaja, y aun así desveló su hacha y se preparó con cautela para la lucha.
Pocos segundos después, el hombre arrojó iracundo un bestial conjunto de ondas que arremetió contra Gorgóntoros. El asesino fue lanzado por los aires para después caer sobre una estantería repleta de libros que quedó hecha trizas. El hombre reclamó su victoria con un grito ahogado.
—Sal de mi hogar ahora mismo, o el que morirá serás tú —le dijo, impávido.
Al Toro no le infundían pavor alguno aquellas amenazas, por eso se incorporó apartando páginas y astillas. Se ayudó del poder de la mente para preparar su vengativa acometida, dejando el campo de batalla despejado.
El hombre corrió con los puños cargados hacia Gorgóntoros, que había tomado posición defensiva hacha en mano. Pero, justo antes de la colisión, Gorgóntoros salto impulsado por las ondas hasta colocarse tras él. Tuve libre toda su espalda, algo de lo más tentador.
Como no le apetecía acabar tan rápido con él, le hizo tan solo un corte transversal hasta la cadera. Lógicamente, tan notorio daño hizo caer al suelo al robusto individuo.
—Te lo repito. Vete de aquí —le ordenó con voz rasposa desde el suelo, sus puños apretados sobre la madera.
—No, no lo haré —Gorgóntoros sonrió.
Acto seguido, el Toro alzó su hacha en pos de provocarle otro corte, esta vez de mayor gravedad. Lo que no esperó fue que su rival rodara en el suelo para esquivarlo. Al errar, el asesino hundió el filo en la tarima.
Gorgóntoros, enervado por el error, alzó de nuevo su hacha y se impulsó hacia su enemigo con el poder de la mente. Este, experto en las artes mentales, consiguió agarrar al Toro por el tobillo y arrojarlo sin rodeos contra la pared, estampándolo contra la ladrillos. Sus extremidades extendidas, el asesino cayó al suelo con un dolor de espalda sin parangón. Algunos no hubiesen vuelto a levantarse, pero él lo hizo y con una sonrisa macabra además. Tenía una ambición, y no podía ser frenado.
Como Gorgóntoros se dirigía hacia él con la ensangrentada hacha en mano nuevamente, el hombre trató de incorporarse. Casi lo consiguió, pero descubrió que los músculos lacerados lo frenaban. Tan solo consiguió hincar la rodilla, cosa que le produjo una intensa molestia. De no actuar rápido y con imprevisible destreza, sería ejecutado.
No podía depender de sus músculos, así que se redujo a la agresión mental. No obstante, Gorgóntoros estaba bien preparado. Con un escudo que él mismo creó bloqueó todas las ondas, desviándolas hacia un armario que acribillaron. Ni siquiera los ataques más desesperados, que relucieron en enérgicas masas, consiguieron detener su marcha. Una última carga de ondas escapó a toda velocidad de su cuerpo con la intención de aniquilar atómicamente a Gorgóntoros. Contenía toda la energía que al hombre le quedaba, pero ni siquiera eso sirvió. Disgregado su poder, se dio por vencido.
Gorgóntoros rio con malicia, y su sombría voz abarcó toda la morada. Su adversario agachó la cabeza asustado, asumiendo lo que le esperaba pero en busca de clemencia. Siendo el Toro su enemigo, estaba claro que no la tendría. Falsas esperanzas habían habitado en él.
Su cabeza rodó por el suelo del salón instantes después, impregnando de sangre la tarima.
Sin embargo, la muerte del hombre no detuvo el flujo de ondas. Gorgóntoros se dio cuenta, por lo que caminó con sigilo por el resto del hogar en busca de una sorpresa. Sus oídos percibieron el suave cierre de una puerta, delicado como una tirita al ser arrancada poco a poco para aliviar el escozor. Supo al instante que aquel robusto hombre al que acababa de asesinar no era el único poseedor del poder de la mente del hogar. Tener una segunda presa era como un regalo, y estaba ansioso por abrirlo.
Llegó hasta la puerta de la que el ruido provenía, y con entusiasmo la abrió. Una vez dentro, el Toro se fijó en un niño pequeño que lloraba en silencio en medio de una oscura habitación que parecía ser su cuarto. El chiquillo no tendría más de cuatro años, y sus rasgos parecían indicar ser descendiente del recién asesinado. Las lágrimas que derramaba eran ahora todo cuanto le quedaba.
El Toro caminó lentamente, el hacha bien sujeta por sus dedos, hacia él. Percibía unas ondas desoladoras que anunciaban rendición, pero Gorgóntoros las ignoró por completo. Su corta edad no le impediría dar un paso más.
El niño levantó la cabeza paulatinamente, y Gorgóntoros se fijó en sus enormes ojos azules. De ellos emergían copiosas lágrimas que corrían cual riachuelos por sus abultadas mejillas. Reflejaban cantidad de sentimientos, recuerdos dolientes de una vida que se apagaba. Deseaba seguir viviendo, poder llegar a ver algo más de lo que aquella vida de sufrimiento y persecución le había proporcionado. Para su desgracia, uno no siempre obtenía lo que deseaba.
Sin más dilación, el hacha de Gorgóntoros dio un beso gélido a la frente del niño. Un reguero de sangre se volvió río mientras el joven cuerpo caía al suelo, vacío y muerto. Tantas promesas rotas, tantas oportunidades desperdiciadas. Una de las últimas esperanzas de un bastión vulnerable al asedio cayó en vano, lo que a Gorgóntoros le resultó banal. Su labor era incompatible con el sentimiento humano.

La Leyenda Perdida I: El Fin Del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora