Pomodoro (Kingbury)

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George estaba seguro de que si en algún momento le preguntaban del asunto lo negaría por completo. Él tenía una imagen de sí hecha y debía respetarla, en especial para el ojo público. Nadie tenía que conocer a esa figura que vivía dentro de las cuatro —de hecho, más— paredes de su mansión, y tampoco debía llegar a oídos extraños que era capaz de sentir eso a lo que llamaban afecto.

Para ellos no debía conocer la palabra.

Nunca la había escuchado.

Ni siquiera sabía lo que significaba.

A menos que ver a Samuel temprano en esas extrañas mañanas en las que la noche anterior había olvidado cerrar las ventanas y el brillo del sol —además de levantarlo—, caía sobre el cabello pelirrojo de su... ¿novio? se considerara sentir eso.

Claro, ya llevaban algo de tiempo saliendo y habían durado más tiempo del que creía poder durar con solo una persona. Y con Samuel se sentía bien incluso solo pasar el tiempo, eso y otras cosas.

Por unos segundos se quedó mirando el techo, desviando la imagen inicial de Samuel durmiendo a su lado, se mordió el labio inferior y no pudo más que rendirse para girarse y observarlo respirar en tranquilidad.

El sol golpeaba con suavidad su piel pálida y lo envolvía como la misma sábana que lo cubría hasta su pecho, haciéndolo brillar. ¿Una persona podía brillar por sí sola?

La pregunta sola en su cabeza sonaba estúpida.

Pero al ver a Samuel esta se respondía por sí sola. La cuerda floja en la que se había estado balanceando por meses, con él se mantenía quieta, ancha, y le imposibilitaba caerse. Hasta se atrevía a decir que el pelirrojo creía algo similar, nunca lo compararía con un dios porque era muy apegado a la religión, pero en las propias palabras de Samuel: "él era quien le había dado el valor de salir de su clóset de cristal".

No estaba muy seguro qué significaba eso porque nunca había estado dentro de uno; sin embargo, el halago era suficiente para seguir apreciándolo como el ángel inocente que era.

Tratando de no despertarlo, se movió un poco y estiró su mano para pasar sus dedos por los cabellos esponjados que se acumulaban en su frente, despejandola con cuidado. Sonrió levemente, de verdad que el sol lo hacía brillar.

Y el día tenía que ser demasiado especial como para que saliera el sol en Londres, para que las nubes quisieran despejar el camino y dejarle espacio al sol para ser la estrella de la mañana.

Tomándose su tiempo, George observó más cerca la piel de Samuel, sus pómulos y cómo estos lo dirigían directamente a su mentón, a sus labios y de vuelta a su nariz larga y definida. Recordaba la primera vez que se había levantado antes que Samuel, esas veces que eran tan escasas que valían la pena mantenerlas en su memoria.

La primera vez que se había sonrojado.

Por suerte, Samuel nunca se dio cuenta y si lo hizo tampoco se lo dijo.

Mejor.

Así estaban mejor.

Aunque sí le hubiera gustado que lo escuchara cantarle suave en italiano, despacio y en susurros que solo ambos habrían sido capaces de recordar.

Había sido tanto una oportunidad perdida como un gran escape y excusa para preparar quizá algo mejor, algo que lo deslumbrara por completo y le confirmara que no había nada que no podía hacer.

Después de todo, suficiente dinero sí que compraba la felicidad.

No obstante, también sabía que Samuel ni siquiera se había preocupado por eso, según él podía haberlo conocido debajo de un puente y aun así habrían terminado hablando. Era adorable lo inocente e idealista que era. George en cambio estaba seguro de que en ese escenario en el que Samuel hipotéticamente los proyectaba, era casi imposible que se hubiera detenido de sus asuntos para ver a un pelirrojo de estatura perfecta y con un cuerpo sacado únicamente de sus fantasías más oscuras.

Aunque siempre quedaba la duda.

Y George de una de las cosas de las que más estaba orgulloso era del dinero de sus padres que le había permitido aprender italiano cuando era pequeño y con eso ofrecerse como profesor particular para un Samuel que llevaba tal vez un mes y medio o menos en Nueva York.

De alguna forma sí que podía afirmar que ambos se habían usado.

Y ahora estaban en la misma cama, a un océano de distancia del baño de Alexander, en una casa cincuenta veces más grande que la caja de fósforos que tuvo que compartir por meses en la ciudad, en la que había visto a Samuel por primera vez. En la misma en la que le había dado su primera clase de italiano.

Conforme los segundos pasaban, el sol subía sobre el cielo y se reflejaba armoniosamente contra las cortinas rojas y esta maravillosa luz caía en los hombros descubiertos de Samuel, quien no se había movido ni un centímetro, y lo hacía ver celestial con las sábanas blancas bordadas con hilos dorados y la almohada salpicada de mechones ocres.

Le acarició suavemente la mejilla, apartando el cabello de su rostro y colocando el mechón detrás de su oreja. A propósito, dejó su mano reposar ahí unos segundos más.

Y se hubiera quedado ahí si un estornudo inoportuno no lo hubiera traicionado.

Juntó los labios poniendo su mejor cara de "no ha pasado nada" y vio cómo Samuel abría los ojos con una delicadeza y tranquilidad propia de un hombre que nunca antes en su vida había pisado la Tierra.

—Buenos días, diletto —susurró, aún con su mano en la mejilla de Samuel, quien parecía no encontrar las palabras en ningún idioma para responder a su saludo.

Bien podía ser que el sol detrás suyo era demasiado brillante como para pensar con claridad.

O que el que le daba estas sorpresas por lo general era él al levantarse más temprano.

Lamentablemente a la horas en las que Samuel salía a correr el sol aún no se atrevía a salir, sino que esperaba a que la calma cayera sobre la ciudad de Londres para darle unos buenos días digno de cualquier londinense.

Así que esta mañana era toda de George.

Y no lo iba a negar, estaba disfrutando la atención.

Incluso más porque al no encontrar qué responder, Samuel había empezado a sonrojarse desde las orejas hasta sus hombros, cubriendo su piel pálida con una capa de dulce vino, delicioso para la vista de George.

Sammy sei un pomodoro.

—Buenos días a ti también —le sonrió cuando George le presionó suavemente la punta de su nariz con su índice.

Un bel pomodoro. Bello, mio caro, mio diletto.

Esta vez Samuel ni siquiera intentó buscarle palabras, sino que solamente le sonrió con la vista, recostando su cabeza en la almohada y buscando la mano de George debajo de las sábanas para apretarla en señal de haberlo entendido.

—Gracias, tú también —lo vio relamerse los labios y lo siguiente que supo fue que le estaba dejando un beso en su frente para luego acomodarse entre sus brazos y volver a cerrar los ojos.

George lo abrazó y sonrió inhalando el aroma del shampoo de aloe que Samuel usaba en su cabello. Quizá hoy era uno de esos días en los que valía la pena quedarse a dormir hasta tarde.

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N/A Wow, es el primer Kingbury que publico aquí aunque amo demasiado a la pareja, vaya. Aunque en el AU sí que anda presente, anyways, estos dos van a ser mi perdición, y al menos puedo decir que he contribuído al buen Kingbury, si alguien anda leyendo esto, gracias por pasarse por aquí, sé que a muchos no les gusta la pareja, pero prometo que son adorables y su dinámica me compra por completo.

Generalmente nunca decimos —con Bar— qué significa lo que los personajes dicen en otro idioma, porque tenemos la esperanza de que busquen y se sorprendan solos; sin embargo, "diletto" es querido, igual que "caro" si mal no me acuerdo y "pomodoro" es tomate. Gracias una vez más. 

Quizá mañana suba otro shot, depende si tengo tiempo para escribir.

P.D. Necesito fanart kingbury moderno, hay una escasez terrible de fanart de esos dos.

In the Winter's Trail - one shots lamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora