IV. 12. La Negra Margaret

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Observo hacia afuera desde la ventana. Trato pensar en otra cosa para calmarme. Le presto atención al vidrio de la ventana. Me pregunto cómo no se rompió. En situaciones desesperadas y urgentes uno suele hacer las cosas más estúpidas. Tengo el vidrio tan cerca que me veo reflejado en él y lo que veo no me gusta. Será un vidrio blindado. Me digo medio en broma que es el vidrio blindado el que me pone esa mueca de desesperación en la cara. Pienso en otras cosas. Cualquier cosa mejor que pensar en mí. Pienso que Jairo está esperando que pronto volvamos. Pienso que mamá está con Jairo. Me la imagino sosteniéndole la mano. Miro a papá. Lo veo bastante cómodo. Él no piensa en cada momento en la Tóxica ni en su hijo menor. Quizá hace bien. Tiene la suerte de no ser como yo.

Es como si él más joven fuera él.

–El gendarme nos vio y es casi un niño –dice Bérkov–. Por eso titubea. Tiene miedo de haber visto mal. Va a acercarse a controlar, ya vas a ver, antes de dar la alarma. Ahí ya a va ser tarde para él. Sería un espanto que vos le hicieras estallar la cabeza como un zapallo. Ese tipo de alucinación material no es reversible, Antay. Que sepamos, al menos.

–Mirá si le voy a hacer explotar la cabeza –digo y trato de reírme, pero las palmas se me empiezan a humedecer y no logro ni ablandar los labios.

–Wayne –le digo a papá–, llevate a este hombre bien lejos. A Bérkov. Me quiere poner mal.

–No puedo –dice papá–, lo traje como escudo humano. Y ya te dije que me digas papá, no me llames por mi nombre de pila, hijita.

–Hijito.

–Vos decime papá y yo te digo hijito.

Bérkov tiene en la boca una mueca irónica que en otra persona sería una sonrisa. Se lo ve muy tranquilo para ser un escudo humano. Yo pensaba que papá, al decir que Bérkov era uno, se refería al habitual, el que uno pone delante para que frene las balas o quizá, con un poco de suerte, para que nadie dispare. Ahora no estoy seguro. Papá puede estar maquinando otra cosa.

–No sé qué te estás esperando –le digo a papá.

Miro al gendarme. No tendrá ni veinte años, aunque con los orientales a veces me resulta difícil calcular la edad, y tiene cara de timidez. Por ahora ni se mueve, ni se acerca, ni da la alarma.

–Si lo hacés volar por los aires va a ser sospechoso, pero no nos va a delatar, ¿o no, Antay? –dice Bérkov.

Está demasiado seguro de sí mismo. Eso me parece. Y me da rabia que la gente muy segura de sí misma, aunque se equivoque, termina acertando. Porque nos dobla la voluntad a los que no estamos tan seguro.

***

La táctica de Bérkov es transparente. Quiere producirme un miedo recurrente, un bucle de miedo: el miedo de tener miedo. En este caso, sobre volarle la cabeza al gendarme. Pienso que su táctica es sutil, porque el miedo al miedo tal vez sí se pueda manejar.

Y el miedo al miedo, ese miedo que toma la forma de un eco, o de ondas que se entrelazan alrededor de una cuerda invisible, empieza a transformarse en una vocecita. La vocecita me dice: vamos a matar al enemigo. La escucho en mi cabeza de un modo muy material. Estoy seguro de que alguien me está hablando, pero no puede ser. Miro en torno y lo confirmo. Nadie me está hablando. Por lo que escuché, las voces así, en la cabeza de uno, son signos de psicosis.

Pero tampoco me parece que tenga una psicosis.

–Sería sospechoso si el chino muere de manera tan inexplicable, tiene razón el ruso –dice papá, que sigue apretando el tubo de su arma en la cabeza de Bérkov pero lo hace con suavidad, como si no se lo tomara muy en serio o más bien hiciera teatro–. Si lo matamos sería sospechoso, pero en este barrio están pasando cosas más sospechosas todavía. Más lejos atacaron a los gendarmes. Cuando vos llegaste, Antay. Ahora los atacantes se fueron pero yo los reconocí por su ametralladora, una que llaman ametralladora blitz, por el ruido la reconocí. Son las de la Negra Margarita.

–No me embromes –dice Bérkov de una manera tan coloquial que casi dejo de pensar en la muerte inminente, si de verdad va a suceder, del pobre gendarme chino.

El gendarme empieza a caminar lentamente a nuestra ventana. Por fin tomó una decisión. A nosotros nos oculta una cortina y en líneas generales también la pared. Nos pusimos a un costado para que no puedan vernos fácilmente desde la calle. Pero cualquiera que se acerque lo suficiente va a descubrirnos. El gendarme da un paso. Otro paso. Alguien, un oficial, le grita. El muchacho levanta la mano. Lo veo como una sombra del otro lado de la cortina.

De repente, desde nuestro lado del vidrio, la cortina se mueve y el chino me mira directo a los ojos. Yo me quiero morir. Por un segundo pienso que fue el viento o algún otro accidente atmosférico, pero pronto veo que no. Fue Bérkov. Me descubrió con deliberación.

–¡Cuidado con hacerle volar la cabeza, Antay! –grita.

Yo grito de rabia, aprieto los puños y el gendarme se desploma. No alcanza a apoyar las manos. Tiene un fusil que hace un estruendo impresionante y él cae bastante mal sobre el pavimento. Uno de sus compañeros se acerca corriendo. Controla qué le puede haber pasado. Busca atacantes potenciales. No repara en nosotros. No ve nada raro y se acerca al compañero caído. Le toma los signos vitales. Luego hace que no con la cabeza.

Los demás no le prestan atención. Están ocupado con otra cosa, una ráfaga de disparos que recién comienza y viene de nuestra derecha, desde el fondo de la calle.

–Volvió la Negra Margaret –dice papá–. Escuchá esa metralleta y decime si no suena como música.

Yo la escucho.

No suena como música.

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