Papá quiere hablar por teléfono con Jairo y con mamá. Ya no quiere salvarlo, me doy cuenta. Ya se resignó, se da cuenta de que es tarde. Lo único que quiere es despedirse. Y aunque por un lado sea sabio, no les voy a decir que no, por el otro me da tanta rabia que quiero sacudirlo. Y me acerco y le veo una herida fresca en el hombro izquierdo. La tela de su camisa está empapada de sangre.
–Papá... –le digo.
–Tengo que hablar con tu mamá. Todavía podemos hacer algo.
Margarita, con un fastidio manifiesto, le pide a una de las arañas que se acerque. Le pide que nos comparta una pata. La araña lo hace y yo le veo algo algún tipo de circuito electrónico. Margarita se pregunta a papá por el número al que quiere comunicarse. Papá le dice el número. La araña se conecta.
–Tenemos unos cómplices cerca de la frontera, por el tema de las comunicaciones –explica Margarita–. Sale una fortuna pero una sabe que a veces hace falta.
La pata de la araña tiene algún tipo de micrófono y de altoparlante. Contarlo es tan ridículo como vivirlo, y con esto quiero decir que es muy ridículo, pero ¿a quién no le pasa que en algún momento su vida se le vuelve ridícula y ya no hay nada por hacer?
Por fin atienden. Escucho la respiración agitada de mamá. No tengo motivo, porque las respiraciones agitadas son todas parecidas, pero escucho que es ella. Cuando estoy por decir algo, ella se adelante.
–¿Jairo? –pregunta–. ¿Sos vos, cielo?
Yo trago saliva. Pienso que mamá se volvió loca. O tal vez Jairo murió y es tan ingenua que piensa que la está llamando del cielo o del lugar adonde sea que haya ido. Papá me mira. Intenta de sonreír pero no puede. Me hace señas de que hable yo primero.
–Hola, mamá –le digo.
–¡Antay, hijito! –dice y se echa a llorar.
Por unos segundos le hablo, le digo cosas calmas, tratando de ver si puede entenderme y responder. No parece que pueda, hay que dejar pasar un poco más de tiempo. Le cuento que estoy bien, que encontré a papá, que estoy con él ahora, que con un poco de suerte pronto vamos a estar ahí con... Con...
Y ahí me doy cuenta de que no puedo nombrar a mi hermano. Estoy seguro de que pasó lo peor.
***
–Jairo nunca tuvo miedo a nada –dice mamá, desafiante–. A nada. No sé si vos te diste cuenta. Con esto de que a él le estábamos siempre encima, vos quizá esto no lo viste. Pero no le tiene miedo a nada y eso es la perdición para cualquiera. ¿O no, Antay, que vos mucho de lo que lograste fue porque eras capaz de tener tus miedos y escucharlos? Porque los miedos son una brújula, yo siempre dije eso. Los miedos te orientan por dónde no tenés que ir, y una vez que sabés eso ya es más fácil encontrar por dónde sí tenés que ir. ¿O no, Antay, que con los miedos se puede contruir de todo? Pero tu hermano Jairo nunca tuvo miedo y eso lo perdió, hijito.
Está hablando muy rápido y sin respirar. Me pregunto si estará bajo la influencia de alguna sustancia o solamente será un momento emocional complicado.
–¿Qué pasó con Jairo? –pregunta papá–. Nos tenés en ascuas.
–¡Nos tenés en ascuas, dice! ¡El señor que se va de viaje para salvar a la criatura y después, cuando tiene que volver, no vuelve!
–Lo decís como si me quedara acá por mi propio gusto.
–¡Qué me importa por qué sea! ¡Lo que me importa es que cuando tenés que estar, no estás, como nunca estuviste, y me importa muy poco que estés justificado, porque aunque sea tu desgracia y tu destino que nunca estás cuando tenés que estar, siempre soy yo la que sí tiene que estar!
–Sí, es verdad, tenés razón –dice papá, haciendo señas de calma y buscando las palabras adecuadas para conseguir lo que busca–. Igualmente contanos cómo está Jairo.
Mamá solloza. Explota en un llanto intermitente. Yo casi le puedo ver las lágrimas, aunque lo que veo en realidad es el sol de La Pampa llegando a la mitad del cielo.
–No sé cómo está.
–¿Querés decir que le pasó algo?
–Sí.
–¿Qué le pasó?
–Se volvió loco.
–¡Dale, mamá! –le grito yo.
Ahora es como si la viera sacudir la cabeza, secarse las lágrimas y ponerse firme. Ponerse sólida y ser eficiente.
–Juntó algo de fuerza, por lo vista. Juntó sus cosas. Se escapó de la clínica y ahora nadie sabe adonde está.
***
Fue a morir solo, pienso yo. Como un gato, y ahí recuerdo que los gatos me dan desconfianza por cosas como esta. Fue a morir solo y no le importó nada lo que pudiera pasarle a mamá, a papá o a mí.
Pero es egoísta pensarlo así, me doy cuenta. Si él va a morir, al menos eso tendría que hacerlo como le parece, ni más ni menos, sin pensar tanto en la familia. A nosotros, en el fondo, no nos cambia nada cómo el elija morir, y quizá hasta es bueno sentir esta furia. Porque aunque sea egoísta yo siento que me gustaría encontrarlo y matarlo yo, con mis manos. Empiezo a apretar las manos con mucha fuerza y pronto pego puñetazos a la pata de la araña. Ella no los siente, por lo visto. Estoy ciego, no veo nada, me siento los ojos muy mojados. Se podría rajar la tierra, por lo que a mí me importa.
Y ahí veo que la tierra de verdad se raja, como en una falla tectónica, cortando la ruta al medio. Una de las arañas empiezo a caer.
Lo que me faltaba, pienso. Soy capaz de lastimar incluso a estas arañas que son el bicho menos agresivo que encontré en el Territorio en los tres días que llevo acá.
Y levanto el puño que se llenó de sangre por algunos tajos que me hice al pegarle a la pata de la araña.
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El Territorio
Science Fiction...lo único que cambia es el pasado El joven Antay necesita un corazón para su hermano. Su única posibilidad de conseguirlo se halla en el Territorio, provincia donde los delitos están permitidos... La antigua República Argentina fue invadida en 198...