IV. 20. El viejo Nissan de papá

6 1 0
                                    

Por fin llegamos a las instalaciones. Eran cinco edificios principales. Ahora quedan solo tres: los otros dos están humeando, la gran explosión tiene que haber venido de alguno de ellos. Pronto notamos que nadie nos presta atención. Todos están ocupados en cosas más urgentes, en particular en cómo invadir las instalaciones. Acercarse parece imposible. Militares mucho mejor equipados, con uniformes de las tres potencias, en amplios vehículos, no se atreven a atacar. Están deliberando. Eso parece.

–¿Cómo deliberan también con los chinos? –pregunto yo–. ¿No están aliados con los terroristas?

–Eso no está confirmado, Antay –dice papá, con el que ya nos reunimos.

Estamos él, yo, Kubrick y la Negra Margarita observando el despliegue de poderío militar. El dirigible chino no se acerca. No debe ser un vehículo de guerra, calculo yo. Y ahí me doy cuenta de que no están llegando aviones militares de las respectivas fuerzas aéreas, y pregunto por qué.

–Es un misterio –dice Margarita–. Pero pronto nos enteraremos.

Un camión acorazado, semejante a un tanque de guerra pero de tamaño mucho mayor, empieza a avanzar hacia uno de los edificios. Pronto un misil sale de la nada, vuela hacia él y lo inutiliza. El mensaje es claro.

Desde las instalaciones tienen artillería suficiente para detener cualquier avance.

–No puede ser eso –dice Kubrick.

–Es verdad que no puede ser –dice papá.

–Es absurdo pensar que pueda ser –confirma Margarita.

–¿Qué cosa no puede ser? –pregunto.

–Que no puedan hacer explotar todo, si quisieran. Por eso no estarán viniendo los aviones ni estarán bombardeando. Para evitar una catástrofe peor que Chernóbil.

Por eso, pienso yo, o porque las bombas ya están listas. Y si llegan a atacar con demasiado fuerza pueden hacerlas explotar y destruir todo.

***

Pasan algunas horas. Se hace de noche. No podemos hacer nada. Esa sensación tenemos. Nos falta una apertura, al menos mínima, para meter la cuña. Mientras no tengamos eso estamos atados de pies y manos.

Lo curioso es que la desesperanza y la falta de planes puede dar paz. Al menos una sensación de paz. Yo así me siento, tranquilo y en paz. Esperando el disparo que me va a dar en el pecho cuando ya no hay nada que hacer. Cuando es casi un alivio que no haya nada que hacer, porque donde no hay libertad de acción no hay responsabilidad ni culpa, y si no hay culpa no tiene mucha importancia lo que te pase.

Mientras que la vida, por lo que estuve viendo en mi Sector, y más todavía por lo que vi en el Territorio, no parece una cosa tan buena.

Pero siempre alguien viene a interrumpir la paz. Es una regla de la vida. Cuando uno ya empieza a sentirse cómodo con algunos consuelos deprimentes, pasa algo. Y ahí uno opta por el letargo o por saltar como una viborita prendida fuego. Y ustedes ya saben qué voy a hacer yo, me parece. A esta altura ya nos conocemos un poco.

En un viejo Nissan que pronto reconozco como el de papá vienen tres personas. Una es el chofer, el niño ese, Jaimie, el que rescatamos de la comisaría de Vicio. Supónganse que a ese no me asustaría tanto encontrarlo, o digamos que no me sorprendería.

Pero al lado de él viene Ms. Roca, la psicopedagoga que diagnosticó antes que nadie mi anomalía, las alucinaciones materiales de que padezco, y probablemente le haya ido con el dato a Sierra. Pero ni siquiera de ella me alcanzo a sorprender.

Porque en el asiento de atrás, empequeñecido y como viejo, con la piel arrugada porque perdió mucho peso, blancuzco pero con un brillo enloquecido en los ojos, está Jairo. Mi hermano. El chico por el que empezó todo, y del que pensaba que se había ido a terminarla lejos de todos los demás.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Feb 08 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

El TerritorioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora